EL MACUTO DE FLORES DESGASTADAS – Mª del Mar Rastrojo Cárdenas

Por Mª del Mar Rastrojo Cárdenas

Posiblemente había pasado mucho tiempo desde la última vez que se dio cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Tal vez su voz interior le estuviera jugando una mala pasada. Algunos recuerdos simultáneos de vivencias de antaño. Puede que, desde lo más profundo de sus
pensamientos, el largo camino recorrido le habría llevado a una vida distinta a la que ella imaginó.

– ¿Qué hago aquí?

Casi seis lejanos años habían transcurrido desde su llegada, aquella mañana fría de diciembre, gélida pero soleada. El vehículo que la transportaba se desvió por un pequeño tramo de arena, estrecho y perdido en medio de la nada. ¿A dónde llevaba? Era la única duda que, de repente, le vino a la cabeza. En ese mismo instante, recuerdos fugaces de su vida le sobrevenían a la mente, olvidando qué hacía en aquel viejo coche. Se dejaba llevar. Escuchaba el sonido de los fragmentos de piedras que salían despedidos de las ruedas y de ramitas que se quebraban al pasar, cuando de sopetón el coche comenzó a disminuir su velocidad.

Delante de sus ojos, aparecía una gran verja forjada que rodeaba una enorme mansión,
cubierta de enredaderas que ocultaban lo que podía haber más allá. Pero por más que
intentase mirar, solo pudo divisar lo que parecía ser un gran torreón, con tejas de color muy
oscuro, y nada más.

Una puerta del viejo automóvil se abrió, despacio y ruidosa. Un hombre muy delgado, que vestía completamente de negro, estiró su brazo para ofrecerle su mano y ayudarla a salir. Con mano temblorosa, el chófer agarró su mano y tiró de ella para ayudarla a bajar del vehículo. Sin darle tiempo para poder apoyar uno de sus pies en el suelo, tuvo que reclinarse y salir del asiento de un pequeño salto, y sin más, agarró su pequeño macuto de flores desgastadas, dispuesta y en dirección a la vieja verja forjada. Sin darse cuenta, el cielo se había nublado ligeramente.

Una llovizna fría comenzaba a caer sobre su sombrero. Caminaba despacio pendiente de sus pasos, para así, no caer, escuchando el sonido de su andar. Atónita por el gran esplendor de la gran verja forjada, decidió coger el único candado carcomido y áspero que colgaba de ella que, con solo tirar, se abrió sin resistencia.

Con un pequeño temblor, su mano empujó la pesada verja que emitió un sonido estridente, oxidado. Se adentró en un esplendoroso jardín, con apariencia de abandono e infestado por las malas hierbas, con árboles frondosos. Percibió los diferentes olores entremezclados, a bosque, flores y humedad.

Decidió continuar caminando por la hojarasca que ocultaba casi por completo el sendero que conducía hasta la gran mansión, balanceando su cabeza, de lado a lado, haciendo sonar una melódica canción con sus labios pegados. Después de una larga andadura, visualizó una escalinata de considerables proporciones, ubicada en la parte exterior de la mansión, con algún tipo de ornamentación que no se distinguía por el paso del tiempo. Cuidadosamente, comenzó a subir los peldaños para encontrarse con el único acceso al interior del edificio, un portón de madera maciza, de doble apertura y clavos decorativos de efecto envejecido.

Alzó la mirada y sus ojos quedaron fijos en una aldaba con cabeza de león, de la cual suspendía una anilla que salía de su boca. Con temor, y sin dejar de tararear, cogió la anilla de bronce golpeándola tres veces. Puede que la espera se le hiciera eterna, pero de igual forma, cuando de repente se abrió una de las hojas del portón, ella se asustó y dejó de canturrear.

– ¿Quién llama?

– Alicia. Alicia Roig -contestaría con voz entrecortada.

Entró descubriendo un enorme recibidor devastado por el tiempo. No les prestó especial atención a los muebles mugrientos, al descolorido y rasgado papel pintado de las paredes, que ya no conservaban su color original. Seguramente, tampoco lo recordaría después.

Una mujer bajita de pelo corto vino a buscarla, acompañada por una destartalada silla de ruedas casi desinfladas. Ella se limitó a sentarse en ella, sin mediar palabra, sin pregunta alguna. En su regazo colocó el pequeño macuto de flores desgastadas, que llevaba transportando durante todo su trayecto hasta su llegada a la mansión.

La silla era conducida con soltura por la mujer de pelo corto. Ella se dejó llevar, de igual forma que lo había hecho a lo largo de toda su vida. De nuevo, comenzó a balancear su cabeza, de lado a lado, y Alicia volvió a preguntar:

– ¿Qué hago aquí?

No obtuvo respuesta alguna. La silla no dejaba de avanzar por un pasillo largo, oscuro, con una ventana pequeña al final. Se detuvo delante de una puerta de madera vieja, con un número desgastado que no pudo identificar. Alicia, con la mirada fija en ninguna parte, vio cómo la puerta se fue abriendo, desvelando una pequeña habitación con una butaca, en posición estratégica, para poder mirar a través de un ventanal.

Le costó salir de aquella silla destartalada, de ruedas desgastadas. De un lado a otro de la mansión la mujer de pelo corto la llevaba sin esfuerzo. A ella no le incomodaba lo más mínimo, hacía tiempo que había huido de su mente. Su mirada se iba perdiendo con cada estación del año, más lejana, cada semana, día a día.

Mañanas de largos paseos en su silla destartalada a través del frondoso bosque. No era la única silla, ella no era la única que paseaba. Noches de gritos y golpes, ruidos extraños que era incapaz de identificar.

Los primeros años de estancia en la mansión, Alicia se hacía valer por sí sola, para andar, vestirse, asearse. Con el tiempo su vaivén de cabeza fue en aumento, su melódica canción, de labios pegados, siguió sonando, unas veces bajito, otras chillando. Ella ya no era consciente, pero su deterioro mental avanzaba día a día sin tregua.

Los años pasados habían hecho mella en su físico. Más avejentada, se podía percibir que había sido hermosa. Debió de tener buen físico, aunque ya su cuerpo estaba lleno de dobleces. Era difícil distinguir su silueta sentada en su butaca. Su cara alargada y de mejillas rosadas, hacía pensar en bondad, pero su mirada no armonizaba con todo aquello. Si algo expresaban sus ojos era ira, enojo. Puede que por una vida dura que no la trató bien.

Guerrera en lidiar con la vida, sin tregua, sin triunfo. Ahora solo tenía la vista perdida, a través de una ventana con motitas de agua que se deslizaban poco a poco sobre el cristal, observando la lluvia caer. Ya no hay batallas, solo tristeza, resignación.

Mira hacia abajo, despacio, observando esas manchitas oscuras en sus manos, puede que por largas exposiciones al sol, que se rasca intentando borrar. Manos temblorosas, que intentan ordenar las ondas blanquecinas de su pelo, y que sus espasmos no la dejan dominar. Se frustra. Asombra el mal genio repentino, porque su pelo no puede arreglar.

Seguía siendo una mujer coqueta, siempre con vestidos por debajo de la rodilla. Sentada se le sube un poco el vestido y le da rabia, porque no le gusta enseñar. Sus tobillos están hinchados por no poder caminar. Pasa las horas mirando por esa ventana, sin nada que hacer, sin nada más que pensar, solo mira esas motitas de agua que se deslizan por el cristal. Como única compañía, la soledad.

Su mente saltaba de recuerdo en recuerdo, ignorando concordancias, sin poder profundizar en ellos. Las imágenes eran borrosas, las caras de sus seres queridos se desvanecían. Hacía mucho que había perdido sus raíces. Víctima de una situación perdida, de vez en cuando tenía algún momento de lucidez. Desorientada en su propia habitación, permanecía sentada en su butaca cuando su mente, en un instante, volvió a ella. De repente, algo dentro de Alicia le llevó a pensar, y casi pronunciar: ¿Qué hago aquí?

Miró sus manos extrañada y confusa, observando primero las palmas de sus manos y, después, les dio la vuelta para ver el reverso. A partir de ese momento sabía que estaba atrapada en una oscura habitación, que no era la suya, o por lo menos no era como la recordaba. Posada en una butaca rota, al lado de una silla destartalada y una pequeña cama, comenzó a girar su cabeza de lado a lado, de arriba abajo, sin saber cómo había llegado allí, dónde estaba su marido y por qué no estaban con ella sus hijas. Sabía que algo pasaba y que no quería estar allí. En ese mismo instante supo que su peor pesadilla se había hecho realidad.

Medio abierta y sin persianas, vio frente a ella una ventana. Quiso llegar a ella, pero sus piernas casi no les respondían, estaban hinchadas. Intentó varias veces levantarse de ese butacón horrible, pero sus brazos eran débiles. Con paciencia y tesón, agarró el brazo de hierro de la destartalada silla, que permanecía a su lado, para poder sujetarse, para poder así, impulsar su cuerpo y ponerse de pie.

Una vez consiguió incorporarse miró por la ventana, y lo único que vio fue el frondoso bosque que rodeaba la mansión. De pie, confusa y con mirada triste, quiso llamar a la mujer de pelo corto, pero sus labios no pudieron pronunciar palabra. Con manos temblorosas y con dificultad, abrió la ventana. Una ráfaga de aire frío y húmedo golpeó sus rosadas mejillas, ya no había vuelta atrás.

Las motitas de agua que antes se deslizaban por el cristal, ahora las veía rebotar en el poyete de la ventana. Y en ese instante, esas motitas de agua comenzaron a brillar, a tener una cálida luz blanca que cada vez se hacía más intensa, comenzando a unirse unas con otras, formando así, una silueta que no conseguía identificar. Sin moverse, y todavía de pie, sintió de repente un olor muy sutil, que reconoció al instante.

– ¡Raúl! Mi amor – llegó a pronunciar con voz entrecortada.

El vello de su cuerpo se erizó y la imagen de Raúl apareció en esa silueta, donde las brillantes motitas de agua, al unísono, se solidificaron. Su corazón palpitaba deprisa y ,en ese momento, Raúl estiró el brazo. Alicia no dudó ni un instante y, con dificultad, se apoyó en el marco de la ventana alzando su mano, que ahora ya no temblaba. Agarró su pequeño macuto de flores desgastadas y avanzó hacia él.

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. Encarna

    Es un relato muy tierno, emotivo e intrigante

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