EL MENTIROSO

Por Maria Del Carmen Morales Sanabria

Hoy he matado a mi psiquiatra. Asesinato. Podrían caerme de diez a quince años de cárcel. Aunque me atrapen, que no lo creo, ha merecido la pena. He pagado sesiones semanales durante dos años, a cien euros por cada hora de diván, numerosas terapias y decenas de fármacos para llegar a la conclusión de que mi patología no tiene solución.

—No creo que quiera recuperarse, no pone empeño en ello. Pienso que lo mejor será dar por concluida la terapia —me dijo Elsa, justo antes de morir.

Después de escuchar estas palabras, me levanté del diván, me abalancé sobre ella, puse las manos alrededor de su cuello y apreté.

Soy un mentiroso compulsivo y ahora también un asesino. Empecé a mentir cuando tenía catorce años, embustes sencillos para llegar más tarde a casa o pasar la noche con un amigo. Pronto fui consciente de que podía hacer cualquier cosa si manipulaba la verdad. El secreto consistía en mentir sólo cuando era imprescindible y cambiar únicamente los hechos que lo requerían.

Me llamó Manuel, Manu para los amigos, nací hace cuarenta y cinco años en un barrio de las afueras, hijo único de una peluquera y de un conductor de autobús. A medida que crecí me percaté de que mis oportunidades eran escasas: un colegio mediocre, amigos de clase media baja y fines de semana que se limitaban a paseos por el barrio, hasta las salidas al centro o al cine eran esporádicas. Solo tenía dos cosas a mi favor: un buen físico y habilidad para las relaciones sociales.

Acabé COU con un expediente del que me sentí orgulloso y que, junto con una nota de Selectividad también notable, me permitió cursar los estudios de Periodismo. Al terminar la carrera, amañé el currículum, solo lo necesario, y con unas cuantas cartas de recomendación a las que eché un poco de imaginación, conseguí trabajo en un periódico de cierto prestigio. A partir de ahí todo fue sencillo. Como suele decirse en la profesión, nunca dejé que la verdad me estropeara una buena noticia. En solo cinco años pasé de becario a redactor jefe de Nacional.

Esta posición permitió que me codeara con lo peor de la política. Conocí a Miguel Cabello en una rueda de prensa. Asesor del ministro de Interior, se movía a la perfección en política. Era el coordinador de la última victoria nacional del partido y muy valorado por los altos cargos. Me introdujo en su mundo con cierta facilidad y entre los dos diseñamos una argucia muy rentable. No grande, pero sí segura.

Nadie conocía el vínculo que nos unía. Yo contactaba con los periodistas de otros medios y filtraba noticias del partido, pequeños y creíbles bulos que incendiaban las redacciones. Por su parte Miguel, en su calidad de asesor de imagen, hacía ver al Gobierno los perjuicios que le provocaban estas informaciones. El Ministerio, afectado, convocaba ruedas de prensa para desmentir esas noticias que yo seguía difundiendo, por supuesto, desde mi propio periódico. Es más, conocer las noticias antes que el resto de los medios y disponer de más detalles que ningún otro supuso mi ascenso a la subdirección. Con el puesto asentado, comencé a filtrar noticias que desmentían poco a poco las anteriores. El partido recuperó su buen nombre y Miguel fue ascendido a secretario de Estado.

En solo diez años había dejado atrás la Universidad, obtenido un cargo relevante en mi profesión y conseguido una cuenta corriente muy saneada. No podía parar aquí, era el momento de dar el salto. Tenía que introducirme en política por la puerta grande. Recurriría a los cohechos, solo lo justo, como siempre.

Llamé a Miguel y le pedí que me presentara al Ministro. En menos de seis meses abandoné el periódico y me convertí en responsable de prensa del partido.

Cuanto más mentía y manipulaba, más cómodo me sentía. O al menos así fue durante los cinco años siguientes en los que, además, asumí la organización de los actos del partido, que se incrementaron tras su victoria por segunda legislatura consecutiva. Contraté a las empresas más importantes del sector que, por otra parte, eran las más fáciles de sobornar. En poco tiempo me hice con una casa en una de las urbanizaciones de lujo de la ciudad y compré un piso en las cercanías para mis padres, que tenían que estar a mi altura.

Entonces ocurrió algo que, por primera vez, escapó a mis previsiones. Me enamoré perdidamente. Ella se llamaba Sara y trabajaba en una de las agencias que yo contrataba. Comenzamos a salir, nos casamos en poco más de un año y tuvimos hijos poco después, unos mellizos maravillosos, Marina y Gonzalo. A pesar de ser unos bebés, cada vez que veía sus miradas inocentes me sentía una auténtica escoria.

Sara seguía trabajando en la agencia y yo continuaba con mis sobornos, mentiras y extorsiones, a esas alturas ya hacía de todo. Estaba rodeado de directivos, empresarios y cargos públicos procedentes de algunas de las mejores familias del país, que habían estudiado en las universidades más prestigiosas y cursado másteres con los que yo ni siquiera había soñado, y todos me adulaban. Los que me rodeaban sabían lo que ocurría, pero nadie decía nada. ¿Jugábamos todos a lo mismo y estábamos tan cubiertos de mierda que destapar las mentiras del otro era contraproducente?

Podía continuar indefinidamente, pero estaba cansado. Debía dejarlo por mis hijos y por Sara. ¿Cómo? ¿Renunciaría a mi puesto, a mi sueldo y a mi hogar? No. Dejaría las extorsiones, comenzaría a jugar limpio.

No renové los contratos con las empresas habituales, aunque recomendé sus servicios a otras administraciones, a fin de mantenerlas calladas. Después comencé a trabajar con otras agencias, esta vez todo era legal e iba por buen camino.

Solo había una cosa con la que no había contado. Tras veinte años de embustes, me había convertido en un mentiroso compulsivo. No podía parar. Si bien había dejado las estafas en el terreno profesional, en el personal no lograba hacerlo. Mentía a Sara y a nuestros padres, a mis amigos y a los vecinos sobre cualquier cosa, aunque fuera una nimiedad.

Necesitaba ayuda profesional. Por eso comencé a ir al psiquiatra.

Localicé a Elsa a través de un directorio médico especializado en psiquiatría y psicología. Las primeras sesiones funcionaron bien. Cuando le expuse mi problema, comenzamos a trabajar en diferentes terapias que parecían dar resultado. Mejoraba. Ella era la única persona que me conocía de verdad, sólo con ella fui sincero.

Por eso me dolió tanto que quisiera abandonarme, no podía consentirlo. Durante los dos años que acudí a su consulta cumplí todas las pautas que me dio. Mentía de vez en cuando, pero nada comparado con lo que hacía antes. No había motivo para dar por concluida la terapia. Estaba convencido de que nos quedaba poco para lograr mi curación, ella, sin embargo, debía creer que estábamos lejos de conseguirlo.

Y si lo pienso ahora, apenas unas horas tras su muerte, puede que tuviera razón porque he vuelto a mentir, y mucho.

Elsa estaba soltera y vivía sola. Aunque sus padres y amigos no tardarían en echarla de menos, tendría un pequeño margen. Por supuesto, anulé mi cita, la última de la mañana, mediante un mensaje.

Pasé toda la tarde en su consulta para asegurarme de que no recibía ninguna visita. Esperé a que anocheciera para llevar el cuerpo al maletero de mi coche. Fui hasta las afueras de la ciudad y la enterré en el mismo bosque donde salía a caminar los fines de semana con Sara y mis hijos.

Ni por un momento pensé llamar a la policía y entregarme, sólo me preocupé por preparar una coartada. Llamé a Miguel y le dije que, llegado el caso, debía decir que había pasado la tarde con él. No le di muchas explicaciones. Llegué a casa poco antes de las nueve, a punto para la cena.

Qué fácil era deshacerse de alguien. Ahora que mi patología no parecía tener solución, tal vez debería cambiar de actividad. Conocía gente en el mundo de la política, de la empresa… a quienes nadie echaría de menos.

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