EL NIÑO – Alberto Hugo Orueta Jannone

Por Alberto Hugo Orueta Jannone

Apoyado contra el marco de la ventana, Yaroslav Moshelnikov observaba bajo sus pies el oxidado parque infantil que, otro invierno más resistía entre barro y nieve.  A sus cuarenta años, poco más podía pedir a la vida, disfrutaba sin moderación de su nuevo estatus social; el dinero había comenzado a fluir en su cuenta corriente con la misma rapidez que los kilos en su silueta. Su pensamiento, sin embargo, ahora vagaba lejos de allí; un comentario inconexo de su primo policía le había dejado descolocado.

El impersonal timbre del teléfono le espabiló. Con rapidez se acercó a la mesa y levantó el auricular, todavía parpadeaba la luz de la línea uno.

—Dime Irina.

—Magistrado Moshelnikov, ha vuelto Nikolay Andrievich. Pide verle.

—De acuerdo, hazle pasar.

Unos instantes después, Irina abrió la puerta sin llamar, dejó entrar a la visita y antes de salir preguntó: ¿Té, café? Un inacabado gesto de la mano de su jefe, como si espantara una mosca en su dorso, fue la única respuesta que recibió, suficiente, sin embargo, para que ella saliera en silencio.

 

—Adelante Nikolay, no te quedes en la entrada. Pasa y siéntate, por favor. —Le señaló una de las sillas frente a su mesa—. Dime, ¿has pensado sobre mi propuesta?

—Sí señor —contestó casi sin voz, e incapaz de levantar la mirada del cenicero de la mesa.

Estrujaba su gorra de campesino con nervios, hasta hacer de ella un canuto.

—Vamos, cuéntame, ¿qué has decidido? —Preguntó Yaroslav impostando su excitación.

—Lo haré —su voz era casi inaudible.

—Bien, bien —confirmó, coordinando sus palabras con ligeros movimientos de cabeza.

—No te preocupes, tu hijo estará bien, —se levantó de su butaca y empezó a caminar por delante del ventanal sin posar la mirada en Nikolay—, son una familia muy rica, de Florida, en los Estados Unidos, le darán educación, cariño… ¡un futuro!

—Lo sé, señor.

—Te daré el dinero cuando completemos el papeleo. Sabes que una vez que lo firmes, renuncias a cualquier derecho sobre él, ¿verdad?

—Lo sé, señor. Todavía no lo he hablado con él. ¿Cuándo viajaría?

—En un par de días, mañana mandaré a mis chicos a recogerlo en tu casa.

 

Los dos hombres permanecieron en silencio, mirándose, inmóviles, sólo unas minúsculas motas de polvo flotando en la luz parecieron no respetar ese momento.

 

—Venga, ¡sé fuerte! —Continuó Yaroslav volviendo a sentarse en su butaca. Al pequeño Mijaíl le estás regalando una nueva vida —distraído pulsó el número más manoseado del teclado.

—Irina, Nikolay ya se marcha. Prepara por favor toda la documentación que tiene que firmar.

— ¿Me promete que estará bien?

—Vamos Nikolay, mírame, ¿crees que te propondría algo así si no estuviera convencido de eso?

—Claro, señor.

Dos golpes nerviosos precedieron a la reaparición de la secretaria que, esta vez sí, entró con paso firme hasta situarse a la izquierda del visitante.

Tras dos años en la Colonia Correccional Prokov, la vuelta de Nikolay a la pequeña localidad de Rudkino, al sur de Voronezh, había sido más traumática de lo esperado. Olga, su compañera, había desaparecido sin preaviso una tarde fría y gris llevándose a la pequeña Inna y dejando a su hermano Mijaíl.

En el pueblo todos se conocían, las posibilidades reales para un ex convicto de encontrar un empleo estable, eran nulas. Sobrevivía haciendo chapuzas caseras y gestiones a los vecinos más desasistidos.

Su hijo de nueve años era sensato y animoso, un carácter que desencajaba con un físico frágil, una tez pálida y unos melancólicos ojos grises. Estar junto a Mijaíl, siempre despertaba en él un profundo sentimiento mezcla de ternura y compasión.

Esa premonitoria tarde, también fría y gris, el trayecto hasta la escuela del niño se le hizo desolador. Al llegar, enseguida pudo distinguir al pequeño junto a sus compañeros de entrenamiento. Bromeaba. Se empujaban. Vestía su inseparable camiseta de imitación, un pantalón de chándal demasiado holgado y unas zapatillas de mala calidad, raspadas, que en algún momento fueron blancas. Todo ello le confería un aire de penuria, que aunque él no percibía, a Nikolay le revolvía las entrañas.

De costumbre, el camino a casa se convertía en un monólogo alegre lleno de anécdotas sobre las jugadas, goles y casi goles que había protagonizado durante el día, pero hoy el guion era diferente. Al cruzar por el parque, Nikolay le interrumpió:

—Mijaíl, ven, siéntate, aquí a mi lado —con su brazo derecho estrechó al pequeño contra  su cuerpo, mientras su mano, áspera, acariciaba la cabeza de pelo rapado. Su voz pretendía sonar conciliadora.

— ¿Qué pasa papá? ¿Es algo de mamá? —preguntó el niño desconcertado.

—No hijo no, es algo de ti —Nikolay mantenía la vista fija al frente sabiendo que sería incapaz de mirar a su hijo sin romper a llorar. Su voz salía a trompicones. Carraspeó. He hablado con el Magistrado Moshelnikov. Ha encontrado una familia en Florida, en los Estados Unidos. Te van a adoptar.

— ¿Adoptar? ¿Qué es eso? —Trató de zafarse del brazo.

—Vas a vivir con ellos. Son una familia rica, tendrás una buena educación, no te faltará de nada —notó que le faltaban las fuerzas para continuar.

—Pero Papá —se giró hacia él— ¡Yo quiero vivir contigo! ¡Aquí! ¡Con-ti-go! —Se zafó al fin del brazo y se plantó delante de él.

 

Nikolay le atrajo hacía sí y le mantuvo abrazado evitando su mirada. Las lágrimas del niño le humedecían el rostro y también el hombro. Así permanecieron durante un largo tiempo, difícil de calcular.

No cruzaron muchas más palabras. Ya en casa, Mijaíl parecía, con sus gestos, que intentaba arrancar alguna conversación, pero estos siempre terminaban en cabeceos y sollozos.

Juntos prepararon la maleta: un pijama limpio, varias mudas, dos camisas, un pantalón largo, su jersey azul, la camiseta de la suerte y sus zapatos buenos. Sus útiles de aseo se tuvieron que conformar con una bolsita de plástico vieja. Su comunicación se reducía a monosílabos errantes como si la fuerza para conversar se hubiera evaporado. Para cenar prepararon blinis, pero lo que en otras ocasiones fuera un momento de fiesta, esta vez se convirtió en algo mecánico y anodino. Nikolay recogió la cocina, juntos, se lavaron los dientes y se acostaron. Esa noche, ninguno de los dos durmió.

La pequeña maleta quedó custodiando la puerta.

Goran y Darko, los gemelos serbios que trabajaban para Yaroslav, esperaban indolentes dentro del pequeño Skoda gris. Jóvenes, altos, de constitución recia, describir a uno era hacerlo para los dos. Nada más aparecer por el portal padre e hijo, salieron del coche con la mejor de sus sonrisas. Una gata atigrada, aturdida por el ruido de las puertas, salió de entre las ruedas y se perdió por un callejón.

— ¿Supongo que tú serás el pequeño Dmitri? —preguntó Darko señalando al niño.

— ¡Mijaíl! —se anticipó a Nikolay.

—Claro, claro —afirmó Darko marcando mucho las erres— ¡Mi-ja-íl!

—Anda, dale un beso fuerte a papá. Un último abrazo y entra en el coche —Goran  acomodaba el equipaje del niño, con poco cuidado, en el maletero.

— ¿A qué hora sale el vuelo a Florida? —preguntó Nikolay.

— ¿Florida? —Levantó la mirada al cielo como extrañado—. Ah, sí, claro, sale mañana por la mañana. A las 11, ¿no Goran? Ahora vamos a Moscú. Es un viaje largo. Poka Nikolay.

 

El niño trataba de atarse el cinturón cuando arrancaron. De un acelerón, el coche se incorporó al tráfico. El fuerte zarandeo le impidió ver a ver a su padre acuclillado en la acera con la cara cubierta por las palmas de ambas manos.

Casi siempre se cumplía el mismo patrón en esos viajes: unos minutos de lloro intenso, un largo rato de gimoteos y luego silencio. Era ese el momento preferido por Goran para entablar relación con los pequeños, conocer algo de sus vidas, la mayoría historias de pobreza y miseria, pero como decía él, el mundo era así.

— ¿Eh pequeño? No estés triste. Vas a estar muy bien en Estados Unidos.

El niño cruzó la mirada con Goran a través del retrovisor.

—Paremos en dos horas. ¿Habrás desayunado, no?

El niño, ensimismado, continuó mirando por su ventanilla.

La oscuridad de la mañana iba dejando paso a la típica luz blanquecina cruce de niebla y reflejo del sol sobre la nieve rezagada en los campos. Dos muros de abedules y pinos rojos flanqueaban la carretera con muy pocos descansos.

—Con un poco de suerte, tu familia tendrá piscina. ¿Sabes nadar no? Tienes que tener cuidado, Florida está llena de caimanes y se esconden en ellas por la noche. —Rio en voz alta.

El niño levantó la vista al retrovisor, pero no contestó

— ¿Haces algún deporte en el cole? Allí podrás jugar a lo que quieras, los colegios tienen de todo.

—A fútbol —contestó en un murmullo casi imperceptible.

—Claro, fútbol. Seguro que tus nuevos padres te comprarán las botas de Ronaldo, —rio de nuevo y miró a Darko de reojo—, verás que golazos marcas.

—Los americanos son una calamidad en fútbol.

— ¡Eh! Solo hemos visto a tu padre, ¿no tienes madre? —preguntó todavía riendo por la salida del niño.

—Todos tenemos madre. –Sentenció. La mía, se marchó cuando regresó papá de la cárcel. Se fue con mi hermana Inna.

—Ah, pues cuando seas mayor puedes venir y buscarlas… ¿eh?

—Solo vendría por mi hermana. También somos gemelos. Es la persona que más quiero en el mundo.

Goran y Darko sonrieron a la vez.

Al anochecer, próximos ya a las afueras de Moscú, salieron de la carretera principal hacia un viejo hotel conocido. Los tres compartieron una lúgubre habitación.

El día del viaje no madrugaron. Goran se hizo cargo de vestir al niño con la mejor ropa que encontró en su maleta.

—No queremos que tu nueva familia te veo feo ¿verdad?

— ¿Alguien viajará conmigo?

—Claro, claro, está todo organizado. No sé, alguien de Asuntos Sociales te acompañará hasta el avión y luego las azafatas. Tu nueva familia estará nerviosa.

— ¿Y mi billete?

—Tú no te preocupes por nada.

—Vale.

—Vale.

Bajaron a desayunar. El restaurante del hotel había vivido, sin duda, épocas mejores: mesas dispersas, sillas desemparejadas y el surtido del bufé escaso y de calidad, digamos media. Por fortuna, la luz entraba en abundancia y animaba paredes y techos atravesando una cristalería ya blanquecina. Los serbios desayunaban con voracidad haciendo gala de unos pobres modales: cabezas agachadas en exceso, brazos en forma de croissant, mascando y hablando a la vez. El niño, sin embargo, casi no comió nada, un poco de pan con mantequilla, queso y un vaso de leche viuda.

La vibración del móvil sorprendió a Goran que de manera cómica comenzó a dar manotazos a la chaqueta mal doblada de la silla anexa. Levantándola, pudo coger con agilidad, su teléfono al vuelo mientras este deslizaba del bolsillo interior.

— ¿Sí? —Contestó mientras observaba la cara de extrañeza de su hermano.

Salió del restaurante apresurado.

—Goran, soy Yaroslav, la policía nos está rastreando. Me acaban de llamar del hospital de Moscú, la extracción de órganos se ha cancelado.

— ¡Joder! Entendido, pero, ¿qué hacemos con el niño?

— ¡Deshazte de él! ¿Me has oído?

—Pero ¿cómo? Nosotros no somos asesinos. Además ¿cuánto nos pagarías? –Dijo descendiendo el tono— no nos has pagado el último transporte.

—No fastidies Goran. Cargároslo y ya hablaremos. –Colgó.

 

Entró, alterado, de nuevo en el comedor y pidió al niño que les esperara en el hall.

— ¿Qué pasa Goran? –Preguntó Darko un poco alarmado al ver su rostro tan serio.

—Tenemos que abortar la entrega.

— ¿Abortar? ¿Y el niño?

Salieron al hall, estaba oscuro, pero pudieron localizar al niño sentado de espaldas. Se miraron.

—Vámonos, tenemos cuatro horas para abandonar el país -dijo Goran.

El niño, sin embargo, permaneció en el sofá de cuero granate, un poco inclinado hacia adelante, las piernas alineadas y la camisa amarilla abotonada hasta el cuello. Una mueca de concentración se dibujaba en su cara mientras hacía girar, con dificultad, las ruedas de la maleta.

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Montse

    Excelente y muy duro. Enhorabuena.

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