EL OLOR DE LOS SUEÑOS – María del Valle Portero García

Por María del Valle Portero García

Mi madre siempre dice que el amor es una cuestión de olor, es una de sus frases favoritas y más manida.
Acabo de llegar a casa después de un largo día de visitas. Me siento en el sofá y me pongo a pensar en ella. El lector se preguntará quizá por qué un joven de treinta años piensa en su madre al regresar a casa, no suele ser lo habitual. El motivo es literario: Tengo que acabar el relato sobre su vida y necesito ordenar e interpretar datos. Este finde iré a verla a la Rápita, a ver sí, además de organizar alguna información, conseguimos sonsacar más datos.

De la parte de su físico tengo que destacar en el texto ese aspecto que tan curioso me parece. ¿Cómo es posible que alguien que se mueve por los olores , que los ve y los toca, disponga de una nariz tan diminuta? Posee una nariz muy pequeña aunque con unos orificios que parecen tener vida propia, se contraen y se expanden de manera constante como si quisieran engullir el mundo. Ella es en general canija y reducida aunque resulta interesante un aspecto que he recogido de testimonios que me ayudan a confeccionar su historia y es que tiene la peculiaridad de engrandecer o empequeñecer en función de lo que le sucede.

Decidí que iba a realizar un cuento sobre ella antes incluso de pensar en ser escritor. Me parece un personaje atrevido y peculiar con una forma diferente de moverse por el mundo.
Además que mi primer relato contara una historia que más o menos conozco se me antojó una manera fácil de adentrarme en este oficio. Ella siempre me había contado cuentos y quizá así se inició mi vocación. Pero no imaginen que lo hacía al estilo tradicional de las madres que por las noches arropan a sus hijos y les narran cuentos antes de dormir. No, ella era algo rara hasta para eso. Mi madre siempre narraba, convertía su día a día en historias alegóricas, en ocasiones incluso mitológicas. Un vecino con el que se cruzaba podía convertirse en un detective privado que perseguía a la joven que acababa de aparcar en frente del portal. La pescadera podía ser una doncella raptada por un viejo pirata con pata de palo condenada a vivir entre el hielo y el agua y así el ochenta por ciento de las situaciones que compartía con ella.
Cada día, cada viaje, cada sueño eran pequeños cuentos que iban tejiendo la novela de su vida. Por ello pensé que sería fácil emprender así mi camino literario. Sin embrago, no lo está siendo tanto como suponía. Aquellas narraciones que en aquel entonces me entretenían muchísimo, ahora debo imaginar y descubrir cuáles fueron los sucesos reales pues yo deseo ser un escritor ante todo realista.

Soy muy consciente de que no me lo va a contar todo y detalles o sucesos que pudieran ser de gran interés para un futuro lector quedarán ocultos. Algunas secuencias de su vida serán olvidadas como los libros nunca leídos. No obstante, algo me dice que merece la pena narrar esta historia porque tiene magia y la magia me gusta, es real.

Mi madre perdió a su padre cuando ella tenía nueve años. Una tarde de verano, el hombre se tomó un helado en una terraza cerca de donde residían. Mi madre explica que fue como el final de un banquete, el postre de la vida. Dos vecinos lo tuvieron que acompañar a casa a rastras y esa misma noche su cuerpo dijo basta. Hacía ocho meses que luchaba contra un cáncer de piel que lo había devorado. Quizá es el motivo por el que mi madre no suele comer helados.

En la casa vivían mis abuelos, mi madre y la madre de mi abuelo. Este personaje será conocido para mí como la “yaya gran”. Tras la muerte de mi abuelo, mi madre y mi abuela se fueron de la casa a vivir solas. Mi abuela pudo comprar un pequeño piso con el seguro de vida de mi abuelo. Suegra y nuera no eran compatibles. Los dos años que duró el luto aquel piso parecía La casa de Bernarda de Alba. Mi madre era una mera observadora, era muy niña aún pero años más tarde revivió las escenas con Adela y Bernarda. Gritos constantes y faltas de respeto. La luz apenas entraba en el piso, el olor a cerrado se iba intensificando y cada vez costaba más respirar. A mí madre les gustan los lugares abiertos y nunca grita.

La relación entre mi madre y mi abuela no fue tampoco un bálsamo de aceite. La primera responsable, programadora de sueños; la segunda alocada y tremendista. Mi madre se casó pronto, con su novio de toda la vida. Seguramente por no cambiar de piel pero sí de escenario. Buscando crear el espacio soñado. El hábito y la costumbre eran pilares importantes para ella pero también sus sueños y ella deseaba crear una atmósfera de cuento en su vida real.
Muy pronto, quizá demasiado pronto llegué yo. Aparecí en la vida de manera fácil, sin apenas sangre ni dolor. Los médicos, las enfermeras y los familiares que vinieron a visitarme quedaron expectantes de mi belleza templada y serena. Mi madre me miraba y sobre todo me olía. Me identificó como algo que huele a nuevo, a limpio pero a la vez a encierro y riesgo. Ella fue consciente con la misma velocidad que llegué yo que su marido la estaba reduciendo, era como la nada de La Historia interminable, se la estaba comiendo. Mi llegada frenó la capacidad de huida, estaba atrapada, cada día más mermada y más apagada, dejando de sentir hasta los olores. Me contaron que durante mis primeros años de vida ella casi no hablaba, yo flipé. Me cuesta mucho imaginar a mi madre como una mujer silenciosa e introvertida, pero me explican que fue así durante unos años. Saben que lloraba mucho y leía, eso sí. Ahora creo que hablaba hacia dentro.

Los ávidos lectores saben que las historias cambian, giran y se transforman y la de mi madre comenzó a virar en la montaña nevada con la señora de los cuentos. Marisa, su jefa de estudios se la llevó de excursión a esquiar y junto a una enorme chimenea le contó uno o varios cuentos sobre amantes furtivos y apasionados y le insinuó lo que todos veían en ella: que se estaba tornando invisible y que tenía que regresar al mundo real. Esas historias y el joven monitor que coqueteó con ella devolvieron a una mujer empoderada y renovada con ganas de visibilizarse.
Durante aquel curso comenzó a hacer deporte, su cuerpo y sus fuerzas cambiaron. La acompañaban habitualmente dos ninfas: la dulzura y la paz representadas en dos compañeras de trabajo que fueron alentando aún más sus ganas de soñar y de volar. Los diálogos en la montaña le devolvieron las ganas de hablar y volvió a contar y a narrar. Creo que fue así como realizó algunas de sus conquistas.

Pero la vida seguía igual, en casa el silencio, fuera los sueños.
Los domingos era habitual ir a visitar a la “yaya gran”. A mí me impresionaba esa mujercilla, también pequeña, vestida de negro, tan diligente y temperamental. Nos ponía un super almuerzo, nos contaba las batallas de su pueblo y nos pedía que le revisáramos el correo.
Ella fue la que en una de estas visitas me empezó a alertar de la tragedia:
– Mira niño, tu madre no es la de antes. De chica era una pulguilla, saltando de aquí hacia allí. Quería ser artista. Menudas noches nos daba… Apagaba la televisión y nos decía: ¡Comienza el espectáculo! Nos hacía obrillas de teatro o musicales… Ahora cada día está más seria y menos habladora.

Una noche el inicio de un suceso trágico empezó su viaje a través de teléfono. Yo conocía esa manida historia sobre los teléfonos fijos y la importancia de su sonido en la noche, ahora era igual para los móviles. En mi casa existía la creencia de que cuando el teléfono suena por la noche no trae buenas nuevas. Así que cuando el tres de octubre a las 23h sonó el móvil de mi madre sentí cierto escalofrío. Era la Sra. María, una vecina de la “yaya gran” que la había acompañado al hospital pero ahora la dejaban ingresada y ella tenía que regresar a su casa. Mi madre se fue al hospital. Un mes y diecinueve días de batalla, sin dolor, con genio y figura pero con un profundo olor a cáncer que mi madre tardó en hacer desaparecer de sus fosas nasales.

A partir de ese momento todo cambió. Esto no lo sé porque ella me lo haya contado, creo que no le gusta hablar de ello, lo sé porque he conseguido leer unos escritos suyos de aquella época. Este lo pienso insertar en mi novela tal cual, es mi homenaje a la “yaya gran”

“Badalona, 23 de noviembre de 2010,

Mi abuela ha muerto. Aunque parezca mentira pensé que esto nunca iba a suceder. No puedo dejar de llorar y sin embargo los versos finales del poema de Altolaguirre resuenan en mi cabeza como un mantra: “Has dejado en mi un semblante que me hace más fuerte como para vencer mayores soledades”. Siento que ella se ha instalado en mí y va a vivir dentro mío.
No me he sentido sola, soy afortunada. Silvana me ha acariciado el pelo, me ha dado su ternura, su sensibilidad, su protección. Ella lleva conmigo toda la vida y tiene ese valor que tiene la historia, es el arraigo, con ella me siento como en casa, fuera de ella es el destierro. Jordina sabe poner como siempre nombre a mis sentimientos y eso me aporta seguridad, además reconduce siempre la situación hacia lo positivo y lo bello. Los abrazos de Mónica son una impresionante inyección de amor y su ingenio desemboca siempre en la risa que te traslada a otros mundos. Noelia es la luz que indica los pasos a seguir aunque no siempre los encuentres a la primera. Luego están las hadas de la montaña… No, no estoy sola, parezco Las mujeres que habitan en mí de María de la Pau Janer, jeje. Mira ya me estoy riendo. Pero me siento así, no soy yo sola, soy el conjunto de muchas mujeres que dentro o fuera de mí me van a dar el valor suficiente como para tomar la decisión que sé hace tiempo que debo tomar”

Así fue como llegó el divorcio. Para mí fue duro, lo es para todos los hijos. Para mi madre fue una bendición. Forma parte de esas frases míticas que repite en entornos de confianza.
-Las mejores cuatro cosas que he hecho en mi vida por orden cronológico que no de importancia son: estudiar filología, tener un hijo, dejar de fumar y divorciarme.

Desde este tiempo hasta que conoció a su pareja sé que habitan momentos oscuros que quizá no quiera incluso ni recordar, no hay arrepentimiento, sólo el deseo de no tener la necesidad de rememorarlos. De ellos nunca sabré nada, pero ahora que soy adulto puedo imaginar y ya se sabe hasta donde puede esta emoción viajar.

Por fin es viernes. Esta semana he batido el récord de ventas. El salario del mes promete. Tengo que preparar la maleta, mañana quiero salir temprano a ver si puedo evitar a la gente que va a la playa. Mi madre y yo hemos reservado un menú de picaeta en las Casas de Alcanar y ya se me hace la boca agua solo de pensarlo.
El borrador de la novela debe estar listo el lunes y necesito aún que mi madre me relate algunos detalles y me hable de algunos olores. Muchas veces me sucede que al realizar acciones mecánicas como conducir siento la cantinela…

– Mira Pablo, los pueblos huelen a jabón natural, a madera, a tierra, a limpio. Las bibliotecas desprenden aroma de paz, de conocimiento, de silencio. El mar transmite un profundo perfume de aventura y de sueños… Quédate con olores como esos impregnados en tu piel. No existe una sensación más maravillosa.

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