EL PAJARO QUE ABANDONA EL NIDO

Por Encarni Bello

La música nunca ha sido una de mis grandes pasiones. No es una confesión, es una realidad, la mía, pero tengo que reconocer que algunas melodías siempre nos invaden, a veces con canciones pegadizas, otras por formar parte de una emisión radiofónica, otras porque sí y entonces las interiorizamos con tanta fuerza que las hacemos nuestras. Las sentimos, las vivimos, las imaginamos, pero no las vemos.

En el tren, de camino a mi nuevo destino, escucho música. Sigue sonando, la escucho, la siento, pero no veo color.

Cada mañana voy al trabajo por una carretera dibujada entre el azul del cielo y el verde de la montaña, hasta llegar a una barrera que muestra entre sus rejas el azul del mar fundido con el cielo; unos días parece anaranjado por los rayos del sol, otros, envuelto en calima o azotado por el viento. En los fríos días de invierno, lo veo grisáceo.

A la tarde me pierdo entre las calles estrechas del casco antiguo y las minúsculas plazoletas en las que siempre hay cabida para un árbol, una fuente o chiquillos que juegan a la pelota.

En la plaza principal se alternan edificios casi derruidos con otros de línea moderna. Hay pequeños negocios familiares en decadencia, pero también jóvenes empresarios que quieren que el corazón del pueblo siga latiendo y llenan la plaza de tiendas, y otros pequeños negocios que lucen en sus fachadas coloridos carteles de neón.

En el callejón de las flores, como en mi tierra natal del Sur, cuelgan macetas que lucen sus mejores galas, aquí no hay mar, pero los geranios y las gitanillas derraman sus colores desde los balcones.

Pasear sola tiene muchas ventajas, no tengo que preguntar a dónde vamos o dónde tomaremos el aperitivo. Me detengo en El limonero, hablo con el tabernero, le pregunto el nombre de una calle y me siento en la terraza esperando que me sirva un vermut.

– Es de la tierra, -me dice-. Sí le gusta, puedo venderle una botella. Usted no es de aquí, ¿verdad?

Le sonrío, pero no tengo gana de entablar conversación. Niego con la cabeza y le pido la cuenta.

Contenta por el vermut camino más tarde hasta la Plaza de la Libertad. Bajo por la calle Mayor, llena de historia, me acerco hasta la placita de la iglesia. Me siento en un banco, bajo la sombra de un tilo. Me llama la atención un cartel y me acerco para leerlo. Es la entrada a un refugio subterráneo que  en la Guerra Civil sirvió como hogar, y a veces sepulcro, a mucha gente que huía de las bombas. Un mundo en blanco y negro.

Regreso a la plaza de La Vila y veo en un escaparate collares, pañuelos y broches dispuestos en un expositor, junto a una estantería repleta de botellas de vino con marcas, colores y diseños que dan a la estancia un aire de modernidad. “Vinos y Rosas”, dice el cartel de la tienda, no necesita luces para brillar con luz propia, porque el nombre no requiere más calificativos, es inmenso y responde con creces al interior, regentado por una mujer tan llamativa como el nombre del local.

Ella se llama Marianela y es de piel morena, con una melena larga azabache y una forma de vestir que  parece flotar cuando pasea entre las mesas, sonríe y atiende a los chiquillos sedientos que, a cada momento entran desde la plaza a pedir, por favor, un vaso de agua.

Marianela ofrece cuentos y lápices a los pequeñajos para colorear, luego los sienta alrededor una mesita adaptada a su estatura. Si el día es frío, enciende en la acera unas estufas con forma de paraguas que dan sensación hogareña.

Cada vino que sirve va acompañado de sonrisas, palabras de amor y consejos maternales. Es su manera de ser, una forma de vida que  comparte con todos y que yo quise imitar. Sigo con la mirada cada gesto que hace, cada sonrisa de complicidad que dibuja en su rostro cuando habla con la clientela.

Cuando la conocí, pronto intercambiamos palabras y sonrisas. Teníamos muchas cosas en común, más allá de unas diferencias evidentes. Yo soy rubia, de piel blanca, mi vestimenta es demasiado formal y en aquellos momentos no tenía motivos para sonreír, pero ella consiguió dibujar en mi cara una sonrisa y lo más importante, me enseñó a no poner fronteras entre personas, como ella lo había hecho dos años atrás, cruzando el mar.

Mi mar no tenía agua, era seco, con olivos y viñedos que se extendía con un trazo irregular y que yo recorrí en silencio y cargada de recuerdos.

Aquel lugar no dejaba de ser una caja de sorpresas, era un microcosmos dentro de una villa marinera. Allí no olía a mar, solo a la mezcla de olores de la  floristería que cada día tapizaba un rincón de la plaza con flores, colores y alegría.

El sábado se anunciaba en un cartel pintado a mano un vermut rumbero, una artista local y, como en mi agenda tenía hueco, quise asistir.

Quizás mi vida se alegraría con  esa música.

El balcón sobre el bar se convirtió en un improvisado escenario donde aparecían personajes con instrumentos que colocaban entre las macetas.

Las mesas se llenaban de gente, vermuts y murmullos. Me senté, Marianela no me reconoció a primera vista porque  había cambiado mi indumentaria formal y demasiado rigurosa de otros días, por otra que saqué de mi fondo de armario  y que había lucido en contadas ocasiones. Llevaba unos vaqueros con flecos años 60, camisa blanca con bordados geométricos y unas zapatillas que, hasta ese momento, eran de andar por casa.

No era mi estilo, pero me camuflé, como la salamandra que se esconde entre piedras para no ser vista, pero desde donde vigila. Así estaba yo, observando a gente llena de contrastes y esperando a que la artista pisara el escenario.

Allí se respiraba color. Cuando apareció Bali Cejas en el balcón me vino a la memoria Pippi Calzaslargas, aquella niña pelirroja que paseaba a lomos de un caballo de lunares y que, con el paso del tiempo, se convirtió en icono infantil de un feminismo revolucionario. Bali Cejas sonreía y saludaba abrazada a su guitarra tirando besos. Al cantar, sus raíces andaluzas se hacían notar en cada estribillo. Letras que hablaban de cosas importantes en la vida, pero también de los desayunos que le preparaba su madre cada día. En ese momento se mezcló el olor del café con el de mis recuerdos.

Sin descanso y con mucho ritmo, el vermut rumbero tomaba cada vez más fuerza con letras tan divertidas como “me cabreo con el nudo de la bolsa de madalenas”. Canta a un pueblo andaluz que ella arrastra en su memoria infantil y que le recuerda a familiares que ya no viven, pero ella sigue cantando. Me emociona. Dos horas de música, de concierto sin puertas, de música en la calle para las gentes de la calle. Vermut y música. Música y vermut. Es una explosión de olores y colores. Ese nuevo mundo empieza a dibujar en mi interior Ahora sí. Veo color.

Yo sigo escondida tras esa vestimenta tan poco habitual en mí pero que me han hecho meterme en la piel de Bali cejas al ritmo de sus canciones, coloridas y sencillas. He tarareado la letra de la última canción que decía: “Vivo en un pueblo pegao al mar, donde los paseos te alimentan “pa” soñar”.

Después de aquel concierto los paseos por la villa marinera ocupaban gran parte de mi tiempo libre, era la mejor forma de mezclar los sueños con la realidad, de crearme mi propio mundo. Yo ya estaba en una edad madura en la que los recuerdos pesan. Una etapa para la cual los  psicólogos  no han encontrado una definición adecuada y que explique qué es lo que pasa por la cabeza de una madre cuando en lugar de ver a sus hijos volar, es ella la que emprende la huida hacia otra parte. El pájaro que abandona el nido.

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