EL PÁLPITO – Ramón Fernández-Aparicio Arroyo

Por Ramón Fernández-Aparicio Arroyo

Aquel día Tomás tuvo un mal pálpito, aunque estaba acostumbrado a cruzar el Atlántico, más de seis vuelos de ida y vuelta por año en los últimos diez, para él, volar con frecuencia se había convertido en un hábito. Pensó que quizás solo sería una de esas veces en las que, de repente, se tiene un flash absurdo que viene del subconsciente, o tal vez un pensamiento razonado que las probabilidades de que ocurra un accidente son directamente proporcionales al número de veces que uno vuela.
Tomás entró al avión y colocó sus efectos personales, una maleta de mano y un maletín donde guardaba el portátil y sus documentos que utilizaría durante el vuelo tan prolongado que le esperaba hasta Costa Rica.
Su asiento el 1A ventanilla, en la parte delantera del avión es en la que menos se sienten las turbulencias -le habían dicho siempre -y en ello pensaba, era su rutina antes del vuelo.
Cuando la azafata le ofreció una copa de champán apenas tomó asiento, pero no dejaba de pensar en su mal pálpito, pero el sabor del primer trago de champán, le devolvió a su estado normal de serenidad y se dispuso para el despegue.
En el aeropuerto de Barajas el día era espléndido, el sol lucía brillante en el cielo azul de Madrid y el avión era un Airbus 330-200. La tripulación, siguiendo el protocolo de Aviación Civil, hizo la demostración en caso de aterrizaje de emergencia o amerizaje, como colocarse los chalecos salvavidas.
A los pocos minutos la pantalla frente a su asiento indicó que el avión había alcanzado los cinco mil metros de altitud y se escuchó la voz del comandante Monterde al que conocía bien Tomás y con el que había coincidido en otros vuelos, diciendo:
– Buenos días señores pasajeros, les damos la bienvenida al vuelo IBERIA 6317 a San José de Costa Rica, la duración del vuelo es de once horas y diez minutos, esperamos tomar tierra sobre las 15:00, hora local de San José, el tiempo en destino es bueno y la temperatura de 28 grados, el trayecto se espera tranquilo, les deseamos que disfruten del vuelo.
Observó cómo al llevar una hora de vuelo, ya aparecía en su pantalla delantera que se encontraban a ocho mil metros de altitud, se dibujaba desde su ventanilla una preciosa vista de la ciudad de Lisboa, a su vuelta de Costa Rica era la visita que tenía preparada para dar una sorpresa a su esposa, era su sueño, un viaje de quince días por Portugal, su regalo después de tanto tiempo fuera de su hogar.
Habían pasado dos horas cuando comenzaron unas primeras turbulencias y a medida que el avión ascendía, las turbulencias se intensificaban. Los pasajeros se aferraban a sus asientos mientras el avión se sacudía violentamente.
Una señora muy mayor que estaba en el asiento contiguo se aferraba sobrecogida a los brazos de su asiento, sus ojos abiertos por el miedo, eran dos faros brillantes en la noche, buscando respuestas en la oscuridad.
– Tranquilícese, señora, esto es normal y muy seguro, nada va a pasar –le dijo.
– ¿Cómo puede decirme que me tranquilice? ¡Nos vamos a estrellar! –le contestó alterada la señora.
¡El mal pálpito!, pensó Tomás.
Se mantuvo en silencio, podría transmitir a la señora la preocupación que él también sentía, aunque ya conocía aquellas turbulencias, estas no eran las habituales, uno nunca termina de acostumbrarse, se decía para sí.
Al cabo de media hora el avión se estabilizó y la señora, Tomás y el resto del pasaje se tranquilizaron, observó que ya habían ascendido a los once mil metros, y que la velocidad había alcanzado ya los novecientos kilómetros por hora. La tripulación se dispuso a ofrecer la cena. Aquello era a lo que él estaba acostumbrado.
Ya en medio del océano Atlántico, por la ventanilla la vista era cautivadora, el cielo y el mar azules, resultaba un espectáculo impresionante, el avión surcaba el cielo, majestuoso y seguro. Tomás hacía su planificación y anotaciones del negocio que le llevaba a Costa Rica, el vuelo era apacible, y la tripulación había ordenado bajar las persianas de las ventillas y se habían atenuado las luces, el pasaje dormía y al cabo de una hora cerró su portátil y se dispuso a descansar, aún quedaban muchas horas de vuelo.
Habían pasado ya diez horas, Tomás se desperezó del reparador sueño del que disfrutó en su sillón que se hacía cama, calculando que podría quedar poco tiempo hasta el destino, subió la persiana de su ventanilla, observando donde encontraban y que ya habían dejado atrás Jamaica, sobrevolaban el mar Caribe, lo que pudo confirmar en la pantalla que tenía frente a su asiento.
De repente sintió bajo sus pies un primer golpe seco, de sonido metálico, la sensación de que algo hubiera golpeado el avión, miró hacia las azafatas y al resto del pasaje, todo el mundo se despertó y cruzaba miradas sin punto fijo que transmitían sorpresa y miedo.
– Señores pasajeros abróchense los cinturones y coloquen en posición vertical sus asientos –se oyó decir a la sobrecargo.
Tomás conocía todos los sonidos del avión y aquello no era normal, hasta que de pronto, se escuchó un gran estruendo que hizo temblar y tambalearse todo el avión, aquello ya no parecían turbulencias, daba la sensación de que la aeronave hubiera entrado en el ojo de un huracán. Cual un pájaro herido, el avión luchaba por mantenerse en el aire, cada sacudida era como el golpe de viento de un ciclón.
¿Habrá fallado un motor?, se preguntaba.
Los pasajeros gritaban desesperadamente, cuando de repente cayeron las máscaras de oxígeno y se escuchó la voz de una azafata que decía:
– ¡Señores pasajeros permanezcan sentados, abróchense los cinturones, colóquense las máscaras de oxígeno y respiren con normalidad! Estamos atravesando un área de turbulencias.
¿Con normalidad? ¡Maldito mal pálpito! –pensó, mientras se puso el cinturón y consiguió colocarse la máscara, pero la señora que estaba a su lado solo gritaba desesperada:
– ¡Nos vamos a estrellar! ¡Nos vamos a estrellar!
Los demás pasajeros gritaban y se abrazan unos a otros, se aferraban a sus asientos mientras el avión se balanceaba de lado a lado, parecía un barco a la deriva movido por grandes olas en medio del mar, se habían abierto los compartimentos que se sitúan sobre los asientos de los pasajeros, las maletas y bolsas se deslizaron; rotas, destrozadas rodaban, el estruendo del sonido al golpear contra el suelo y los pasajeros que no cesaban de vociferar desesperados entre preguntas y respuestas inexplicables, gritando, se escuchaba:
– ¿Qué está pasando? ¿Por qué el avión está temblando tanto? –decía el hombre del asiento de detrás de Tomás.
– No lo sé, pero creo que algo va mal. El piloto no ha dicho nada desde hace rato, escuché un ruido extraño cuando empezó la turbulencia. Parece que podría haberse roto una de las alas –respondió otro pasajero.
– Mantengamos la calma y confiemos en el piloto –decía un muchacho.
– ¿Confiar en quién? No nos han dicho nada. Están tan asustados como nosotros – contesto otra voz masculina, detrás de Tomás.
– No es momento de discutir. ¡Recemos por un milagro! –dijo una señora detrás.
– ¿Rezar? ¿A quién? ¿A Dios? ¿Crees que él nos escucha? ¿Crees que le importamos? Yo no creo en Dios. Creo en la ciencia y la razón – le contesto la voz masculina.
– ¡Nos vamos a estrellar! ¡Nos vamos a estrellar! –sentenció la señora del asiento contiguo al de Tomás.
La señora comenzó a sentirse mal, con una voz tan etérea y efímera que apenas rompía el silencio, susurrando parecía decir que apenas sentía los latidos de su corazón, y que sentia un fuerte dolor en el pecho y le costaba para respirar.
Una de las azafatas, en medio de aquellos violentos movimientos del avión, se acercó a ella trastabillándose, le dio un poco de agua en una botellita y una Cafinitrina, que le colocó bajo la lengua.
– ¿Podría ser un infarto? –le preguntó Tomás.
La azafata regreso a su asiento, y no respondió a la pregunta, no perdió de vista en ningún instante a la señora, que a los pocos minutos se quedó adormilada.
No fue capaz de abrir su boca, ¿y si la señora se muere?, se dijo para sí.
No dejaba de observar a la señora y a las azafatas que estaban justo frente a él, a fortiori cuando sus caras evidenciaban la gravedad de la situación, la tensión iba en aumento, por los movimientos del avión de arriba abajo y de lado a lado daban una sensación de ingravidez, que provocó en Tomás la impresión de que su cabeza iba a explotar en cualquier momento.
– Señ-señores p-pasajeros colóquense el chaleco sal-salvavidas, que hay bajo sus asientos, y adopten la posición de impacto, no deben inflarlos hasta que no recibir la ord-orden –anunciaba la voz temblorosa de una azafata.
Jamás había vivido algo ni parecido, empezó a sentir auténtico pánico, quizás debería pedir una Cafinitrina, pensó, pero no, quería estar consciente de lo que sucediera; jamás había sentido el aliento de la muerte tan cerca y tan claro, no había escapatoria, sentía cómo sus músculos se contracturaban, temblores, palpitaciones, náuseas e incluso tenía dificultad para respirar, entró en shock, estaba paralizado.
La tripulación deambulaba tensos y rígidos. Sus movimientos eran rápidos y apresurados. Tomás, totalmente pálido, mantenía sus ojos abiertos con una mirada perdida llena de terror.
– Tranquilícese esto pasará –le dijo una de las azafatas, con sus cejas levantadas.
En forma alguna aquella afirmación lo tranquilizaba, él solo observaba las caras de la tripulación, se miraban con un notable desasosiego, parecían atónitos, entraban y salían de la cabina del avión tambaleándose como zombis.
¡El mal pálpito!, volvió a su cabeza.
El avión de manera brusca y casi en caída libre comenzó a descender lateralmente hacia su izquierda, del lado donde él viajaba, aterrorizado, sentía un sabor metálico en su boca, miraba por la ventanilla, y el océano azul tranquilo que se le acercaba cada vez más rápido; el avión cual un pájaro herido que luchaba por mantenerse en el aire, y el océano parecía un monstruo hambriento que esperara devorar a los pasajeros.
Los gritos desesperados del pasaje eran cada vez más fuertes y terribles, algunos ya sin conocimiento, había vómitos por todas partes, el hedor era insoportable, las escenas de pánico daba la impresión de ser un campo de batalla, algunos se levantaron de sus asientos tratando de correr hacia ninguna parte, la mayoría paralizados que solo miraban a su alrededor con ojos desencajados, hay miradas que expresan todo sin decir una sola palabra. Los segundos se hacían eternos y seguían cayendo.
¡Esto no me puede estar pasando!, se decía para sí.
Comenzó a pensar en su mujer, sus hijos, sus padres, en los momentos felices que había compartido con ellos, ya no podría asistir a la graduación de su hija, no podría hacer el viaje soñado con su mujer a Lisboa, y tantas cosas que tenía planeadas hacer en su vida, aquello era una tortura insoportable, un suplicio que le desgarraba el alma, no poder despedirse de sus seres queridos.
Las lágrimas comenzaron a inundar su mejilla, recordaba la última frase de su mujer al despedirse: “¡Te amo! Cuídate mucho, mi corazón vuela contigo y recuerda siempre el camino de regreso a casa, ya te estamos esperando”.
Y experimentó una enorme tristeza por el sentimiento de arrepentimiento, impotencia, desesperanza y culpa.
¡Maldito mal palpito! ¿En qué hora se me ocurrió este viaje?, pensaba.
En su cabeza solo fluían ya sensaciones de abandono, resignación y de repente una extraña sensación de paz; no podía explicárselo, todo era irracional, incontrolable. Toda su vida se había descompuesto, sentía cómo se acababa, en tan corta fracción de tiempo. Hasta contaba los segundos, le pasó por su mente toda su vida, como una película.
¡Hasta aquí llegaron mis sesenta años de vida!, pensó resignándose. ¿Cómo era posible que fuera tan fácil terminar muriendo en medio del océano, sin poder hacer nada para evitarlo?
El avión seguía cayendo, el agua se veía cada vez más cerca.

– Tanta inútil ambición por triunfar ¿Para qué? ¿Para acabar así? ¡Señor, ten piedad de nosotros! –gritaba inútilmente golpeando los brazos de su asiento.
Decidió bajar la persiana de su ventanilla, llegó a aceptar lo irremediable y se preparó para el final. En esos interminables segundos incluso llegó a reconocer la brevedad de la vida y asumir las consecuencias. Ya no escuchaba las voces desesperadas del resto del pasaje. Y aunque no era persona de rezos, comenzó a rezar un Padrenuestro.
De pronto se escuchó un enorme estruendo, como si los motores del avión con un ruido ensordecedor fueran a estallar, se podía apreciar por la inercia del empujón del cuerpo de Tomás sobre su asiento, que el avión comenzó a subir girando bruscamente hacia la derecha; y al igual que un pájaro no se rinde, el avión tampoco lo hizo, volando con valentía a través del caos, el piloto había logrado recuperar el control mientras remontaba.
Un profundo mutismo se apoderó del pasaje. Al cabo de unos minutos se escuchó una voz trémula diciendo:
– Señores pasajeros, debido a un error en control de tráfico de Jamaica, hemos entrado en la estela de otro avión que nos precedía, incidente que nos ha obligado realizar una maniobra evasiva y descender casi cinco mil metros, nuestro avión no ha sufrido daño alguno, por lo que continuamos nuestra ruta hacia Costa Rica.
Le siguió un impetuoso y fuerte aplauso con gritos de alegría llenos de emoción, que sonaron a agradecimiento y reconocimiento hacia el piloto.
Cuando se estabilizó el avión, la tripulación que se movía de una forma extraña, continuas idas y venidas y susurros en voz baja, fue repartiendo agua y algunos calmantes al pasaje, ayudó a recoger todos los elementos que se habían caído de los compartimentos superiores y los vómitos de muchos pasajeros, el hedor se hacía aún más insoportable, parecía el escenario del final de una batalla.
Los pasajeros observaban con preocupación cómo la tripulación se movía extrañamente por el avión, su presencia era casi fantasmal. Era una visión inquietante, un recordatorio del terror que habían pasado. Pero a pesar de su apariencia y su comportamiento, la tripulación siguió cumpliendo con sus deberes para garantizar la seguridad de los pasajeros.
Tomas no se movió de su sitio, se había quedado petrificado en su asiento y solo pidió que le dieran algo de beber.
Una de las azafatas le entregó una botellita de agua, pero notó las manos de la azafata temblar ligeramente, sus movimientos eran torpes, como si estuviera luchando contra una fuerza invisible.
La señora del asiento contiguo a Tomás, seguía con palpitaciones, la sobrecargo vino varias veces a atenderla, la dio un poco de agua y la tranquilizó:
– Ya estamos a menos de una hora de Costa Rica señora, todo irá bien quédese tranquila –le dijo.
Esta vez la señora se dirigió a Tomás con una mirada que demandaba confirmación, Tomás asintió con su cabeza y con la señora parecía tranquilizarse.
El avión continuó su vuelo y aterrizó en el aeropuerto de San José de Costa Rica.
Se oyó un mensaje con voz circunspecta de la sobrecargo:
– Señores pasajeros, bienvenidos a San José de Costa Rica.
En ese momento se escuchó una contundente e inacabable ovación del pasaje, semejante al final de una gran opera.
La tripulación procedió a la apertura de la puerta y de inmediato entraron unos médicos de la Cruz Roja, que se dirigieron a la cabina del avión, Tomás que estaba próximo, escuchó la voz de uno de los médicos diciendo:
– ¡Está muerto! –
La tripulación se abrazó junto al copiloto, llorando. El suceso no fue conocido por los pasajeros durante el resto del vuelo. Al parecer durante el incidente, el comandante Monterde había sufrido un infarto fulminante.
– ¡Maldito mal palpito! Qué frágiles son nuestras vidas ¡Jamás lo hubiera imaginado! ¡Pobre hombre! Era un gran profesional con más de cuarenta años volando – susurraba iracundo Tomás.
Cuando pasó el control de pasaportes, de inmediato llamó a su esposa con lágrimas de alegría, le dijo:
– ¡Amor estoy vivo de milagro! ¡Qué alegría poder hablar contigo! ¡La vida es maravillosa y debe vivirse como si fuera el último día!
Al recoger su maleta, Tomás solo pensaba, que podría estar ahora en medio del océano, ¡muerto!
Su vida le había pasado por su mente como una película de terror, nunca antes de ese viaje, ni tampoco tras haber salvado su vida, había podido imaginar que, ironías del destino para un viajero frecuente como él, jamás volvería a volar.
FIN

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  1. Andrés Pérez García

    Me gusta tu relato y también me agrada que estes haciendo el curso de escritura creativa superior, porque yo estoy haciendo el curso básico.

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