EL PISO DE FAUSTINO

Por Leticia B. Díaz

El destino, en una carambola, los puso en el mismo bar, en la misma noche ebria, pidiendo en la barra. Charlaron un rato y, como se cayeron bien, intercambiaron teléfonos sin saber si alguna vez iban a llamarse. Pero la casualidad decidió tomar el mando y comenzaron a encontrarse en los sitios más inverosímiles, hasta que un día descubrieron, y casi mueren del ataque de risa, que vivían en el mismo barrio obrero del Sur de la ciudad, a la vuelta de una misma esquina. Sin comprender cómo era posible que, viviendo tan cerca, no se hubieran visto hasta aquel momento, sobre todo teniendo en cuenta que ahora se chocaban a cada paso, decidieron celebrar tan increíble coincidencia con unas cañas después de trabajar. Y un tercio llevo al otro, la mano sobre la barra pasó al muslo, y, sin darse apenas cuenta, se encontraron labio a labio y hasta cerraron el bar. Casi se les hizo de día. Se despidieron en esa punta de calle que les separaba borrachos de alcohol y de besos y subieron flotando a la cuarta planta, pues también compartían altura de piso y falta de ascensor, y se acostaron casi escuchando los sueños del otro. La semilla había germinado.

Decir que vivieron en una nube desde entonces se queda bastante corto. Durante el día el minutero parecía no moverse en el reloj para correr como un loco por las tardes. Tan escaso se les hacía el tiempo que pasaban juntos que cada vez se despedían más y más tarde, aunque poco descanso les traía el irse a casa, las ganas del otro les mantenían despiertos casi hasta que salía el sol. Era extraño verlos juntos porque, a pesar de las ojeras cada vez más marcadas, irradiaban esa soberbia belleza que produce el inicio del amor. Los ojos azules de Carmen cada vez eran más profundos, los castaños de Samuel irradiaban más luz. Bromeaban con un futuro lleno de hijos moteados de pecas como ella y pelo alborotado como él. Y entre broma y broma, con tantas noches y mañanas de pasión, llegó el primero y les pilló sin casa y sin papeles, demasiado para la tradicional familia de él. Así que buscaron un trabajo mejor y un piso que pudieran pagar y se juraron amor eterno delante de un juez de paz una mañana de noviembre en la que no paraba de llover. Lo tenían que haber visto: esa lluvia presagiaba lágrimas, pero era como si estuvieran borrachos desde aquella noche en que los besos se les fueron de los labios.

Las primeras semanas de convivencia, tras hacerse urgentemente con una cama en la que dar rienda suelta a su pasión, las dedicaron a amueblar su pisito alquilado. Entre visita y visita a Ikea llenaron su casa con un montón de cacharros que no necesitaban y que les obligaban a volver al imperio del diseño nórdico para cambiarlos, en una suerte de bucle eterno del que parecían no salir. Pintaron las habitaciones en los alegres colores de su amor y el cuarto del bebé que esperaban, para el que no tenían ni nombre porque no quisieron saber qué vendría, de un refrescante menta que Carmen una noche soñó. Samuel no le negaba nada a su mujer porque sentía como propio cada deseo expresado por ella, tanto que una mañana parado en en el pasillo miró a su alrededor y sintió que aquello era su hogar. Tan iridiscente era aquella casa que ni puertas ni ventanas retenían la luz que desprendía y en el barrio empezó a comentarse que el inmenso amor de aquellos dos chiquitos había acabado con la maldición del piso del Faustino y se alegraban de que así fuera.

Pasaron los meses y, al mismo tiempo que la barriga de Carmen crecía, se instaló la rutina, como era de esperar. La primera noche en que la pasión no les desbocó, Carmen supo que les pasaba algo. Sería cosa de su nombre racial o de su intuición, pero a ella se le hizo muy pronto para perder las ganas. La segunda noche se preocupó de veras porque intentó tocar a Samuel y él no se dejó alegando que estaba muy cansado. Ella tampoco se moría por acostarse con él aquella noche, pero lo cierto es que a solas en el baño, cuando él se durmió, se disfrutó con ansia. Y una noche dejó paso a otra, una semana a la siguiente y llegó Juan para impedir aún más sus antes continuos revolcones, el hijo al que su madre llamó como su abuelo materno ante la cara de poker del padre porque ese era el nombre del niño que le hizo la vida imposible en el colegio, cuyo acoso no había conseguido superar.

Mientras que Carmen entendía cada día mejor a su pequeño, regodeándose en paseos en los que lo mostraba a las vecinas como un trofeo, Samuel no llegaba a encajar en aquel trío que era ahora su familia. Le costaba acercarse al bebé, hasta el punto de que muchas noches alargaba sus tiempos en la oficina preparando informes que podían esperar. La mágica sincronía entre madre e hijo le amargaba, para luego atormentarse por sentir celos del fruto de su amor. Lo curioso de la historia es que Carmen, sumida en la ensoñación de su feliz puerperio, ni echaba de menos al marido ni anhelaba que estuviera, lo único que necesitaba era su bebé.

Así las cosas, perdieron el sexo y casi el tacto. En su cama de uno treinta y cinco, la mitad de las noches les sobraba el metro y si se cruzaban por el piso apenas se rozaban. Samuel porque no sabía cómo acercarse a Carmen, ella porque ni siquiera se percataba de la presencia de él.

Desaparecieron los tequieros susurrados y las caricias al descuido, las bromas y las risas… sin ellos darse cuenta se les apagó laluz.

Pero en el barrio sí se dieron cuenta e incluso lo comentaban. Que si “Carmen cada día está más lozana, pero hay que verlo a él… tan consumido”, que si “Se le ve poco, al marido, ¿cómo dices que se llamaba?”. Hasta que un día alguien pronunció la frase “Parece que otra vez… el piso del Faustino…” y se abrió la veda. Las vecinas susurraban al paso de Carmen para callarse si se paraba con ellas. Ensimismada como estaba en su nube de amor maternofilial no se enteraba al principio, pero poco a poco hiló gestos y cambios de expresión con palabras aisladas en el viento y supo que era ella la protagonista de ese murmullo perpetuo que acompañaba al barrio, aunque no conseguía averiguar cuál era el motivo de tanta atención. Ni siquiera se le ocurrió comentarlo con Samuel, por si él encontraba la razón. Pese a que seguían durmiendo en la misma cama y que ese sería el momento idóneo para compartir preocupaciones, cada uno permanecía en su polo como si la otra parte le estuviera vedada.

Así que, cuando en medio del sueño una noche Carmen escuchó lo que le parecieron las paredes hablando, no acudió a su marido. Abrió los ojos. La negrura se le coló en el alma y el frío le azuló la piel. Encendió la luz y al mirar su dormitorio no reconoció nada. Bajó de la cama y, como se mareó un poco, se apoyó en la cómoda. Miró las fotos colocadas sobre ella, levantó la mirada hacia el espejo en la pared y un escalofrío la recorrió: no era el mismo rostro. Se frotó los ojos con las manos, sacudió la cabeza y se dijo que aquello no podía ser. Miró alrededor y sofocó un chillido a punto de salir… ¿dónde estaba?, ¿de quién era aquella habitación? Sus preciosos muebles nórdicos, blancos y luminosos, se habían transformado en unos antiguos de madera oscura y el rosa pastel de sus paredes era ahora un gris marengo sofocante. Comenzó a hiperventilar. No atinaba a comprender nada de lo que le ocurría, pero salió al pasillo con la urgencia de comprobar el estado de su hijo pintada en la cara. Abrió la puerta. Aquellos muebles tampoco eran sus muebles, aquellas paredes tampoco eran las suyas. Se apremió aún más. Tropezó con un juguete de los que habitualmente se quedaban tirados por el suelo, pero no era de Juan… era algo desconocido que no había visto nunca. Se aferró a los barrotes de la cuna, tanto que casi la vuelca, y apoyándose en ellos se levantó.

Dentro, dormía su bebé. Todo el aire que le quedaba en el cuerpo salió de golpe, al tiempo que sus manos temblorosas lo sacaban para abrazarlo con fuerza. Volvió al que se suponía su dormitorio y buscó una bolsa en la que poder meter algo de ropa, pero al abrir el armario no encontró nada suyo. Con Juan en brazos no le estaba resultando fácil bucear en el armario y, como cada vez atinaba menos en lo que hacía, se vistió con lo primero que pensó que le podría valer. Entre tanta confusión le pareció un milagro encontrar su bolso en la entrada, así que lo cogió y se tiró a la calle, pensando que podría comprar más tarde cualquier cosa que necesitara. Cerró la puerta despacio, como con miedo de despertar algo, pero corrió escaleras abajo como si les persiguieran. Cuando llegó a la calle miró hacia el mirador de su salón y vio una luz titilante que creía haber apagado. Paró un taxi sin rumbo y semarchó.

Samuel escuchó  desde el baño el frenético caminar de su mujer por la casa. En medio de una de sus crisis de insomnio, sentado en el suelo, tembloroso, abrazando sus rodillas, se afanaba en saber lo que ocurría a través de la puerta entornada. Al cabo de un rato, que a él se le hizo eterno, escuchó el clic suave de la puerta al cerrarse y fue entonces cuando salió de su encierro. Se movía despacio, como temiendo verla entrar, hasta que llegó al recibidor. Allí encontró los dos juegos de llaves, con sus llaveros como piezas de puzle complementarias, sobre la consola y supo que no volvería a ver ni a Carmen ni a su hijo. Aunque respiro aliviado, enseguida se puso en guardia otra vez y se asomó al balcón camuflado entre los visillos. Llegó a tiempo de verlos montando en un taxi para marcharse en él. De pronto se le dibujó una  sonrisa en la cara que lo rejuveneció diez años y estalló en un ataque de risa tan fuerte que lo tumbó en el suelo. Ni siquiera el sonido de la cerradura dando sus tres vueltas sin mano que la accionara pudo sacarle de su regocijo. Así permaneció… en el piso del Faustino, otravez.

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