EL PUENTE

Por Marian Rico

Desde que tenía memoria Raúl había sentido atracción por los puentes. Todos merecían su atención: el de piedra sobre el río de su pueblo, por su rusticidad y solidez; el viaducto que salvaba el profundo valle y por el  cual transcurría la carretera que solía cruzar muchas veces,  por  la esbeltez de su moderno diseño;  hasta el pequeño puentecillo de madera, casi de juguete, que cruzaba de un lado a otro el lago artificial del parque cercano a su casa recibía su mirada benévola y admirada.

Convivían en él de forma inseparable un gusto especial por los puentes, influencia de su padre, al que debía su vocación profesional –ingeniero de caminos, aunque él prefería decir que era constructor de puentes-, y con el que había recorrido siendo  niño aquella tierra surcada de ríos grandes y pequeños gracias a los innumerables puentes y pasarelas que los atravesaban, con la nostalgia por su  desaparición repentina y temprana que sobrevino cuando apenas tenía ocho años él,  cinco su hermana Laura, y tres el pequeño, Rubén.

Como tantos otros, su padre sucumbió a la tentación de probar suerte en el nuevo continente. Las noticias que llegaban de los que habían iniciado la aventura antes que él eran prometedoras  y ofrecían un futuro  libre de penurias y privaciones. Después de sopesar los pros y contras con Magdalena, su mujer, de común acuerdo con ella, se embarcó hacia la aventura americana y se despidió con el propósito de ayudar económicamente desde allí y volver al cabo de un año a buscarlos a todos. Salvo alguna ayuda y algunas  noticias esporádicas que se fueron espaciando en el tiempo hasta interrumpirse definitivamente al cabo de dos años, nada llegó a saberse  de él. Un día, transcurridos casi cuatro años de su marcha, enjugándose las lágrimas, Magdalena les dio a los tres la noticia del fallecimiento de su padre.

Su vida y la de sus hermanos, a partir de la muerte de su padre, había girado en torno a Magdalena. Con su sueldo de maestra, con privaciones e ingenio, hizo posible que los tres se abrieran camino en la vida, situándose bien profesionalmente, y formaran sus propias familias, sintiendo siempre -aunque no se prodigaran en halagos- admiración y respeto por ella, una verdadera madre coraje. No se concedió la oportunidad de enamorarse de nuevo. Ocupaban su tiempo su trabajo y sus hijos. Nada más.

Llegó a ser una costumbre reunirse en casa de su madre para celebrar fechas de cumpleaños, acontecimientos familiares o simplemente para pasar el domingo con ella. La casa del pueblo era grande, con un jardín en el que disfrutaban los pequeños y un patio en la parte trasera, fresco hasta en los días de calor, gracias al emparrado que lo cubría. Magdalena, además de buena anfitriona y excelente cocinera, se prodigaba desde su condición de madre, abuela y suegra, en muestras de cariño y buen hacer.

En esta ocasión, acudieron todos desde los distintos puntos en los que vivían para celebrar el cumpleaños ¡75 ya! de su madre: los tres hijos con sus respectivas parejas y los siete nietos, de edades comprendidas entre tres y catorce años,  en lo que esperaban fuera un domingo festivo y alegre.

El día transcurrió como siempre, en un clima distendido, amable. Se degustó y alabó la comida por parte de todos, grandes y pequeños, se brindó por una larga vida para la madre y abuela, y hubo canciones, risas, regalos. Sin embargo, Magdalena, de ordinario habladora y dicharachera, ese día se mostró extrañamente callada, más seria de lo normal, como preocupada. Se notaba demasiado el esfuerzo que hacía para que no se notara y todos percibieron que algo no andaba bien.

Acabada la comida, mientras los chicos jugaban  en el jardín delantero de la casa, y cuando ya empezaba a declinar el ambiente de la sobremesa, dijo con voz seria, mirando sucesivamente a los tres hijos: tengo que hablar con vosotros tres. Las dos nueras y el yerno, buenos entendedores, captaron el mensaje y  discretamente desaparecieron casi de inmediato en el interior de la casa. Todos se imaginaron que les iba a revelar un diagnóstico grave.

Apenas tuvo la certeza  de que estaban  solos, los tres hijos expectantes, soltó la bomba y les anunció:

-Vuestro padre ha regresado.

Pocos días antes, Magdalena había recibido la noticia a través de Eugenio, antiguo amigo de su marido, de los pocos que quedaban vivos en el pueblo. Fue el encargado de hacerle llegar la noticia de su vuelta: no se atrevió a hacerlo directamente. No quería nada, ni esperaba nada. Solamente pedía que Magdalena y sus hijos lo supieran. Sin palabras, se sometía con este gesto a ser ignorado y despreciado, como una forma de redimir su culpa.

Tardaron en reaccionar. El primero, Rubén, el más impulsivo, se levantó de su silla como empujado por un resorte y dijo, sin pensarlo:

-¡Imposible!,  nuestro padre está muerto.

Laura miraba entre angustiada e incrédula a su madre y en un instante cruzó por su mente el fantasma del alguna enfermedad mental, tipo demencia senil o semejante.  Acercándose le preguntó delicadamente:

-Madre, ¿estás bien?, no tienes buena cara…

-Ni vuestro padre está muerto ni a mí me pasa nada. Habéis oído bien: vuestro padre vuelve.

Después de pronunciar estas palabras se hizo un silencio extraño que ninguno se atrevía a romper. Fueron unos minutos intensos, -nadie podría decir si fueron muchos o pocos-, que todos respetaron,  como tratando de procesar esas tres últimas palabras.

Pasado un lapso de tiempo, Rubén, sollozando sin disimulo, reprodujo en su memoria las lágrimas de su madre cuando les comunicó la muerte de su padre. Volvió a sentir el desamparo y la soledad  de aquel momento lejano y, sobre todo, la sensación de que acababa de estallar la burbuja en la que había vivido hasta este momento. La siguiente reacción fue lo más parecido a un estallido de ira acompañado de una sarta de maldiciones y juramentos.

En Laura la reacción fue de desconcierto. En su mente se produjo un pequeño cortocircuito al comprender  de repente que tenía que cambiar la identidad de huérfana con la que había crecido, a la de abandonada, que es lo que significaba la revelación que su madre acababa de hacer.

El emparrado del patio trasero de la casa de Magdalena fue aquel día testigo de excepción del relato que ella les hizo del cómo y el porqué de una aventura de casi 40 años con un final tan repentino como inesperado. Rememoró las noches en vela que pasó antes de tomar la decisión de decirles que su padre había muerto para no seguir alimentando una esperanza inexistente, para evitarles la pena de tener que enfrentarse al olvido y al abandono, consciente de lo que suponía para ella educarlos en la ficción de que su padre había muerto lejos y solo.  En ningún momento sus palabras fueron acusadoras ni hubo reproches porque asumió que al abandonarlos, no la  dejó sola, le dejó a sus tres hijos, el principal motivo para luchar y para vivir.

-No os pido nada ni quiero obligaros a nada. Ni siquiera he querido deciros lo que yo pienso, ni lo que pienso hacer. No quiero influir en vosotros. Yo también me trastorné cuando lo supe. Pero tenéis que entender que os lo tenía que decir. A pesar de todo sigue siendo vuestro padre y lo único que pide es que sepáis que ha vuelto. Estará aquí el próximo fin de semana, se alojará en el Parador dos días, esperando… y después, ya lo tiene resuelto: se irá de aquí, lejos, a vivir a una Residencia de  las  Hermanas de la Caridad.

Raúl, el que se había mantenido más silencioso a lo largo de esta conversación, dijo dirigiéndose a su madre.

-Lo siento, madre. Ahora mismo estoy totalmente bloqueado y no soy capaz de pensar. Tengo en mi cabeza mil preguntas pero, sinceramente,  tengo miedo de que las respuestas no me gusten y terminen por amargarme más de lo que estoy ahora.  No quiero saber nada más.

El fin de semana que su madre había anunciado como el de la llegada de su padre al Parador, Rubén se fue a la playa, al otro extremo de la costa, bien lejos, como una forma de significar que su padre, para él, seguiría estando muerto. Laura, simplemente no hizo nada fuera de la rutina con la que ocupaba sus fines de semana, actividades con sus hijos, compras, etc., como queriendo expresar la voluntad de que la aparición  de su padre no alteraría sus hábitos.

Sólo Raúl, aunque su madre no se lo dijo, tenía la seguridad de que ella acudiría a la cita. Se presentó temprano en su casa y le dijo que no iba a permitir que fuera sola al Parador. Él la llevaría en su coche hasta la puerta. Ese hombre, su padre, sabría que, si bien él la había dejado quién sabe por qué o por quién, su madre no había sido abandonada por sus hijos. Pero nada más, porque su intención era dejarla en la puerta y regresar a su casa.

Pese a su intención de dar media vuelta en el coche, se quedó a una prudente distancia, con el motor encendido, las manos en el volante, sintiendo la tensión entre el deseo de alejarse y el magnetismo que ejercía la puerta del Parador, devanando la madeja de sentimientos, recuerdos, momentos amargos, momentos felices, ….

Mientras mantenía la mirada vaga, perdida, comprendió que ante él, tenía la oportunidad de construir un puente tan real como los que había diseñado sobre los planos a lo largo de su carrera, tan inmaterial como  el más profundo sentimiento, el de un hijo hacia su padre, tan eficaz como un apósito milagroso sobre la brecha abierta que tenía en el alma desde hacía tantos años. Despreciar esta oportunidad significaría echar por tierra aquello que le había servido de aliciente durante toda su vida. Significaría convertir aquellas palabras bonitas que aplicaba a sus puentes y a las heridas de la existencia humana, y que tantas veces habían oído sus hijos –vías de acercamiento, puntos de unión, etc.- en palabras huecas y vacías de contenido.

Al llegar a este punto se decidió. Salió del coche y avanzó hacia las dos figuras que salían del Parador, despacio. La ternura que vio en el rostro de su madre terminó por decidirle a tender un puente más, quizá el más importante, el puente del perdón.

 

Marian Rico

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