EL REGALO – Juan Antonio Anguita Martín

Por Juan Antonio Anguita Martín

Julia escucha ruidos. Está acostumbrada a los movimientos limpios y silenciosos de su captor. Pero ese día hay mucha torpeza y nervios. Todo está a punto de saltar por los aires. Y si ella se va a quedar encerrada allí para siempre o no, le ha dejado de importar.
La depresión apareció en su vida el mismo día que la traicionó la junta directiva y la mayor parte del profesorado. Se propuso reflotar un instituto de la periferia con mala fama para darle una oportunidad a un colectivo desfavorecido. Ejerció como directora tres años. Pero todo salió mal. Y no se repuso de aquello.
Se casó a los treinta con Darío Mensal, un novelista sin éxito ni talento que siempre la sostuvo en los eternos enfrentamientos económicos con sus padres, aportándole ideas para su labor como directora, o acompañándola, con el mayor de los respetos, en su enfermedad mental. Darío no tenía dónde caerse muerto, pero Julia siempre había confiado en él. Confianza que daría sus frutos aportando, con amor y respeto, los cuidados que ahora Julia necesitaba.
Después de años medicada, diagnosticada de agorafobia y con una vida en perpetua hibernación, recibe un regalo inusitado: un encierro forzoso en una habitación de dos por dos metros cuadrados en una ubicación desconocida. Las paredes son de aglomerado. Muy mal construidas y con nefastas terminaciones. Dentro solo hay un colchón (limpio), un orinal, y una botella de plástico con agua de la que tarda día y medio en beber por primera vez porque no se fía. La puerta es de metal, con una pequeña compuerta por la que previsiblemente introducirán la comida o lo que sea necesario.
Al verse allí dentro, sin ventanas ni espacio, siente mucha ansiedad. Grita, llora, pide ayuda y se asfixia. Durante horas nadie responde. Hasta que la compuerta se abre y unas manos con guantes de látex azul introducen una bandeja con un bocadillo envuelto en papel de periódico.
Ella pide ayuda a esas manos frías. Implora y pregunta por todos los porqués. Pero las manos solo sostienen la comida. Ella la rechaza tirándola hacia fuera. Se sienta en una esquina y llora hasta consumirse.
Acaba aceptando con relativa rapidez que va a estar allí encerrada por tiempo indefinido. Pide algo para leer y pasar el tiempo. Pero las manos, siempre hieráticas, no hacen el menor gesto que dé una respuesta a sus peticiones.
Solo dispone de los recortes de periódico que envuelven los bocadillos que recibe un par de veces al día. Se siente agradecida al tener algo con lo que entretenerse. Después de leer las noticias (a veces mutiladas) juega a imaginar qué pasará después de esa decisión política, esa mujer maltratada o ese niño perdido en la guerra. Después analiza las frases que los periodistas usan en los artículos. La tarea le aburre, porque lo suyo son los números y enseñar en el instituto qué hacer con ellos. Cuenta palabras y trata de encontrar conexiones entre las distintas noticias, como si hubiera un mensaje que descifrar entre comida y comida. Descubre que los recortes se repiten cada seis bocadillos, o lo que ella intuye que son tres días. Que sin ventanas, ni ver la luz del día o de la noche, no distingue lo uno de lo otro.
A veces piensa si se está volviendo loca. Al final, esos papeles que tanto juego le dan, terminan sirviendo para limpiarse después de deponer. Y ahí, el ciclo del binomio comida/papel, se cierra por completo.
Le resulta curioso que para ser una persona que quiere estar encerrada, ahora lo está más que nunca. Y entra en conflicto con ella misma cuando se descubre queriendo salir de allí. ¿Para qué? ¿Para encerrarme en otro sitio? No se comprende.
Por puro aburrimiento decide poner en práctica el contenido de una de las entrevistas que llegan con periodicidad. Es la de un gurú de la meditación que explica en pocas palabras cómo realizarla de forma sencilla. Se la sabe de memoria después de seis ciclos. Y si algo tiene en ese momento, es tiempo para probar. Relee minuciosamente cada una de las indicaciones antes de practicar. Describen cómo hay que sentarse. Cómo colocar la espalda y qué hacer entre medias. Consiste en centrarse en el aire que inspira y espira, y atender a las sensaciones de frío y calor al pasar por las fosas nasales.
No consigue seguir las pautas. La cabeza viaja a muchos lugares y sensaciones. Aparecen pensamientos repetitivos y pegajosos. Pero después de un tiempo, consigue establecerse en la práctica. Alarga los tiempos y quiere probar algo nuevo. Nota que el contenido mental va y viene. ¿Y si lo observa como si fueran nubes pasajeras? Practica durante un tiempo siguiendo esta autoindicación. Y a pesar de las distracciones internas, consigue momentos de enorme paz. Aun así, la mente vuelve, y Julia se enfada y grita para exigir su libertad. Cuando se agita tanto, se tranquiliza contemplando los pensamientos que generan su ofuscación.
Un día despierta preguntándose con obsesión si Darío la estará buscando. Y descubre que puede observar su mente haciéndose esa pregunta. Y le llega una comprensión como caída del cielo: “Si me quitaran distintas partes del cuerpo, yo seguiría siendo yo. Por tanto, yo no soy ni mis brazos, ni mis piernas y tampoco mi estómago ni mi mente cuestionándose”. “Y si no soy eso, ¿qué soy?”, se pregunta. Cuando se centra en esta cuestión, conecta con algo. Una sensación de “yosidad” que siempre está presente. A diferencia de los pensamientos, sensaciones y emociones, que unas veces están, y otras no.
La pregunta: “¿Me estaré volviendo loca?” sigue apareciendo con regularidad. Pero al observar la idea, sabe que no es real. Y se diluye. Y vuelve la paz. Y se da cuenta de que ELLA está antes que los pensamientos y siempre está. Con esta práctica los días se le hacen cortos. Puede quedarse horas en un estado de meditación permanente. Se mueve lo justo para que los músculos no se entumezcan y luego continúa. Ha conseguido mucha claridad mental. Incluso puede permanecer en ese estado con los ojos abiertos. Casi no hay discurso interno. Y cuando lo hay, está de fondo. Es como si toda la vida hubiera tenido congestionada la cabeza y se hubiera sonado la mente por primera vez. Se siente limpia, a pesar de no haber pisado una ducha en días, o quizás meses. Poco le importa. Tiene la higiene interna que necesita. Los pensamientos pegajosos e insistentes han desaparecido. Al igual que la sensación de identidad. Julia no existe. Lo que ella es, nadie lo puede tocar. No le tiene apego a nada. Si muere allí, es el cuerpo el que muere. No busca el placer. No huye del dolor.
Pero todo eso se pone a prueba en poco tiempo.
Después de todo el periodo de incomunicación, su captor la saca de allí con violencia. La fotografía con un periódico del día y la vuelve a encerrar como a un perro que nadie quiere. No puede verle el rostro. Está oculto bajo un pasamontañas. A pesar de que la trata con violencia, no hay palabras internas de odio u ofuscación hacia él. Para ella solo hay un suceder momento a momento. Si hay algo, es amor. Siente compasión por esa persona. “El que está bien consigo mismo no necesita actuar con violencia”, le llega esa nueva comprensión de forma instantánea.
Algo le dice que podría morir encerrada. Pero sería el cuerpo el que se apagaría, no ella, que es la vida misma. Se da cuenta de que el cuerpo es el que tiene necesidades, no ella.
Al cabo de unas horas comienza el revuelo y el ruido. Su captor acaba de dejar la comida y, con las prisas, se ha olvidado de cerrar la compuerta de la bandeja. Comprende muy rápido lo que podría estar pasando: o su padre ha pagado el rescate, o su secuestrador se cree localizado y está huyendo.
Abre con una mano y observa cómo las piernas de la persona que le entrega la comida a diario se dirigen corriendo hacia la puerta.
-No me dejes aquí, por favor -dice sin dramatismos. Con tranquilidad. Sale de su boca sin pensarlo.
Esas piernas enfundadas en vaqueros negros y botas de montaña, se quedan petrificadas por un par de segundos que rozan la eternidad. Ese cuádriceps se debate entre la piedad y la crueldad. Elige lo primero, con algo de lo segundo. Su pie izquierdo se mueve con diligencia para darle una patada a algo que queda cerca de su puerta. Y después sale corriendo. Tan silencioso como un sonajero rodando cuesta abajo.
Ese algo es un rollo de alambre. Después de horas para agarrarlo, y otras tantas tratando de crear un gancho con el que abrir el cerrojo a base de pruebas, arañazos y heridas, lo consigue. Tiene que realizar tantas pruebas de ensayo y error que cuando se ve fuera, se desmaya exhausta.
Al despertar, con su cuerpo entre esa pequeña habitación en la que ha pasado días (o meses) y el lugar desde el que esa persona la retenía, consigue ponerse en pie. Tiene el hombro dislocado. Se consuela la zona lastimada agarrando el brazo como si fuera un bebé recién parido. Hay mucho dolor, pero no sufrimiento. Sus tripas rugen más que su mente, que apenas la escucha. Solo hay un salir. Un buscar algo que pueda usar para contactar con Darío o con la policía. Pero no encuentra nada. Se acerca a la oscuridad. A la puerta por donde han huido las piernas. Casi no recuerda cómo se camina. El entorno se mueve demasiado rápido para ella. Se marea y tiene que mantener la vertical apoyada en la pared. Atraviesa ese lugar oscuro palpando ladrillo visto y escaleras en basto. No hay palabras de miedo en su interior. Solo un hacer. Un despliegue de la realidad momento a momento.
Llega al rellano de lo que es una casa a medio hacer. Justo como se sentía antes del cautiverio. No hay puerta. Y no duda ni un segundo en atravesar el umbral.
Tiene que taparse ante la bocanada de vida que entra por sus ojos. Las lágrimas brotan al ver campo, árboles, y escuchar el piar de los pájaros. Al final contempla nubes y cielo. Uno azul como nunca antes lo ha percibido. Llena sus pulmones de aire limpio con olor a pino, tierra y existencia. A lo lejos ve un hombre paseando con un perro. Casi sin fuerzas, grita para llamar su atención antes de perder la consciencia y desmayarse.
Se despierta en el hospital a las pocas horas. Jamás encuentran a su captor. Durante un tiempo Julia cuenta su caso a quien se lo pide, pero nota que el miedo vuelve cuanto más se distrae con cosas superficiales. Busca estar en soledad, aunque ya entra y sale de casa con normalidad. Se compra una casa en el campo. Quiere, si se da la ocasión, vivir del huerto, la meditación y encontrar a más gente afín a ella para compartir.
Darío escribe un libro sobre lo ocurrido y es el primer éxito en su carrera como escritor. Hay un mensaje que subyace en cada capítulo. Y es el de conocer a su mujer demasiado bien. En cada entrevista y tertulia de prestigio que le reclama, insiste en esta idea de forma soterrada.
Julia se separa de Darío después de encontrar en el ordenador una factura de Amazon por valor de más de doscientos mil euros por la compra de su propio libro autoeditado. No puede evitar un alarido de sorpresa. Es la misma cantidad que pidió su captor. Para Julia, es evidente que Darío ha encontrado una forma de blanquear el dinero del secuestro. Un regalo que le ha dado la auténtica libertad, y a él, ser el número uno en ventas. Jamás lo culpa por ello. Porque no sabe si se trata de un acto de amor o la peor de las perversiones. Esa duda se diluye rápido, porque donde ella se encuentra, eso ya no importa.

FIN

 

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Esta entrada tiene 4 comentarios

  1. Cristóbal martinez

    Magnífico y, puede que real historia. Engancha y no puedes cortar.

  2. Carolina Rincon

    Me encanto, me engancho, quería saber el final » porque donde ella se encuentra, eso ya no importa» esta dentro de ella misma, donde esta todo, afuera no hay nada. Encontro la verdadera felicidad y paz

    1. Muchas gracias por leerlo y comentarlo. Me alegra mucho que te haya encantado. Ese cierre, para mí, encierra el concepto del aprendizaje vital de Julia.

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