EL SILENCIO DE LOS DOMINGOS – Emmanuelle Paulette Sandine Mirat

Por Emmanuelle Paulette Sandine Mirat

Manou Brunin

El silencio de los domingos todavía me persigue más de cuarenta años después.
La directora de cine Isabel Coixet tiene un programa de radio que se llama «Se deberían prohibir los domingos por la tarde». Como muchas otras cosas de esta maravillosa cineasta, comparto este sentimiento. El domingo por la tarde es un agujero del tiempo, me transporta, me sacude y me devuelve cruelmente a la recurrente noche antes del lunes y la inevitable vuelta al cole.
Tendría diez u once años. Ya habíamos dejado atrás el pueblo y los tiempos felices de juegos en la calle con los niños del vecindario. Vivíamos en un edificio elegante de una ciudad pequeña del centro de Francia. Nuestros vecinos eran gente muy seria, poco predispuesta a soportar gritos de niños. No había patio, no había jardín. Sin embargo, mi hermana y yo éramos unas privilegiadas. Cada una teníamos nuestra propia habitación, muy espaciosa, y ambas las convertimos en el territorio de nuestros sueños. Yo podía igual construir una carreta con la silla del escritorio, conducida por el asno y el perro de peluche para cruzar el Gran Cañón, que ir con mis indios de Playmobil a pelear orgullosa contra los muñecos de mi hermana. Escuchaba mis canciones favoritas en el tocadiscos, me inventaba coreografías y era por unos minutos la estrella y la persona popular que no era en el colegio. No me relacionaba muy bien con el mundo, el paso del pueblo a la ciudad había sido muy desestabilizante para mí, pero por suerte siempre tuve un mundo interior muy rico.
Pero esto era lo que pasaba dentro de nuestras habitaciones. Risas, peleas, sueños. Del otro lado de la puerta, en el mundo de mis padres, las reglas eran otras.
No fue algo repentino. De hecho, no tomé consciencia de ello hasta años después. Mis padres nunca discutieron. La distancia se labró poco a poco entre ellos y el silencio fue su arma.
Algunos domingos nos íbamos de excursión, pero la mayoría de ellos, sobre todo en otoño y en invierno, nos quedábamos en casa.
Mi padre siempre se levantó pronto. Coqueto y muy cuidadoso de su intimidad, le gustaba disponer del cuarto de baño sin que le molestara nadie y, sobre todo, que no le pudiera oír nadie. Para mí siempre fue un misterio imaginar lo que papá podía hacer tanto tiempo encerrado. Cuando me despertaba, ya estaba como un pincel, aun para estar en casa. Con su camisa clara, su jersey de punto estirado sobre un pantalón perfectamente planchado, y sus zapatillas de casa de piel. Estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza ligeramente apoyada sobre la mano izquierda, leyendo en el sillón de la esquina del salón o encerrado en su despacho, trabajando.
Mamá era todo lo contrario. En casa se ponía cómoda, con sus largos vestidos de colores tipo djellabas, no se arreglaba especialmente y llevaba sus cortos rizos rubios algo despeinados. Cuando me levantaba, podía encontrarla cocinando con la radio puesta en el canal de música clásica, cuidando sus flores en la terraza o haciendo crucigramas sentada en el sofá con un cigarro entre el dedo índice y el anular de su mano izquierda. Tenía un aire altanero cuando aspiraba el humo ladeando la cabeza y cerrando los ojos, y luego lo espiraba como una estrella de Hollywood.
Al mediodía, los caminos de los cuatro habitantes del hogar se volvían a cruzar. Mientras estuvimos todos en casa, siempre comimos y cenamos en familia. Este momento era sagrado. Mis padres se alternaban para cocinar, aunque no los puedo recordar haciéndolo juntos. ¡Ay!… Esos tomates rellenos de carne al horno, esos escalopines a la crema, ese bizcocho tierno. Mis papilas se estremecen recordando estos sabores que, por mucho que lo intentemos, nunca llegamos a reproducir con exactitud.

Cada uno en su silla correspondiente de la cocina, teníamos nuestro rol definido, aunque inconsciente, en el debate familiar. Pero todos teníamos voz, e igual se comentaba una película que una anécdota del cole o una noticia de la radio. Alrededor de esta alargada mesa de madera maciza es donde me inicié en las discusiones políticas, los debates sociales, donde mis padres compartían sus problemas laborales y donde se gestaba la competencia escolar entre hermanas que mis padres pensaban beneficioso promover.
La hora de la sobremesa era el inicio de la migración dominguera. Después de recoger la cocina, tarea que nos incumbía a mi hermana y a mí en días alternos, las tres mujeres ocupábamos los sillones frente a la televisión. Eran los tiempos de «Los Ángeles de Charlie», «El coche fantástico» y «Mac Gyver», que nos parecía tan guapo. No recuerdo discutir el programa a seguir. Tampoco había muchos canales entonces, pero mi madre era la dueña. Si había una ópera programada, Mc Gyver no tenía nada que hacer.
Mi padre se solía esfumar como por arte de magia después del café y asomaba de repente diciendo «Voy a comprar el periódico». Se iba paseando, casi siempre con la cámara al hombro. Daba igual que lloviera o no. Podía tardar dos o tres horas en volver. Podríamos haber pensado mal, y no sé si mi madre lo hizo en algún momento, pero lo cierto es que iba realmente a pasear. Prueba de ello son las numerosas fotos que hacía de la ciudad y del paso del tiempo sobre sus barrios. Era una de sus pasiones y cada cierto tiempo, teníamos noche de diapositivas con el espectáculo fotográfico de las obras que iban destruyendo y cambiando la cara de la ciudad donde había crecido.
También traía el periódico de la estación de tren, único quiosco abierto los domingos, y hoy en día cerrado debido al reducido tráfico ferroviario que acompañó al declive de la ciudad.
Cuando papá volvía a casa, mi hermana y yo habíamos retornado al mundo interior de nuestras habitaciones. La televisión continuaba encendida, pero con el sonido bajo, y mi madre seguía sola en el sofá, leyendo y comiendo alguna galleta de un paquete escondido entre los cojines.
Desde mi habitación podía oír el ruido de la puerta a su regreso y unas breves palabras indescifrables entre los dos. Si me escapaba a beber en la cocina, lo hacía de puntillas. Podía entonces entrever a mi madre en el mismo sitio, y a mi padre sentado en la otra esquina del salón con el periódico abierto, tapándole la cara. Sabía que no lo bajaría hasta haber leído cada artículo de éste. Mi madre levantaba de vez en cuando la cabeza hacia él, esperando una señal, una palabra, pero incapaz de pronunciar ninguna ella misma.
Nada venía a romper este silencio hasta la hora de la cena, cuando el hambre nos sacaba de nuestros dominios y se reactivaba la energía de la casa. Ajenas a los conflictos adultos, irrumpíamos en su guerra silenciosa y les obligábamos a jugar de nuevo su papel. Creo que, para ellos, era a la vez un alivio y una alegría porque éramos el único motivo de mantener esta familia. Compartir estos instantes les insuflaba todavía algo de aire para continuar.
Disfrutamos algún tiempo más de esta paz encubierta, de esta aparente inocencia infantil, donde las cosas que no cuadran se van almacenando en un rincón de la cabeza y cada momento feliz se guarda como oro en paño.
Pero los años pasaron, los paseos se fueron alargando, mi hermana se fue a estudiar a otra ciudad. Mi padre cambió de trabajo y empezó a pasar parte de la semana fuera de casa. Mi madre se volcó en asociaciones varias e hizo nuevas amistades. Me pasaba las horas estudiando y las comidas familiares se tornaron en bandejas individuales delante de la tele. El silencio de los domingos se extendió inexorablemente a los días de la semana. Después de un tiempo, también me fui a estudiar

fuera, pero en las visitas de fin de semana, se podía oír algún rasgo de risa, algún coletazo de charla compartida.
Hasta que un día, el silencio se había hecho dueño y fue él quien me abrió la puerta. Dolía al entrar, hasta irritaba la piel y los oídos. La luz parecía más pálida. Las caras eran tensas; las miradas esquivas; los cuerpos se rehuían y las conversaciones quedaban bloqueadas por la densidad del aire. La implosión fue total, como la del submarino que pretendió alcanzar el Titanic. Nos dejó a todos aplastados y esparcidos por el mundo. No nos tendría que haber cogido por sorpresa, pero la farola no se ve venir cuando caminas mirando al suelo.
Los recuerdos tomaron una nueva tonalidad y se cubrieron de una capa de matices, invisibles hasta ahora. Se hacía evidente el sentido de una puerta cerrada, de una mandíbula apretada o de una respuesta cortante. Entendí por qué los invitados dejaron de visitar nuestra casa, por qué los planes de viajes en pareja se quedaron en propuestas de uno que no recogió el otro, por qué el recuerdo de los domingos por la tarde me pesaba tanto.
Durante un tiempo, un velo cubrió todo lo bueno, cuestionando cualquier momento agradable del pasado. Y el estigma del silencio nos alcanzó a todos, convirtiéndolo en nuestra manera de comunicarnos. Tantas cosas sin decir, malentendidos sin aclarar, secretos familiares sin contar, sentimientos sin expresar, rencores devoradores sin aliviar.
Todavía hoy, los domingos por la tarde, si el silencio se impone más de lo necesario, mi mente no puede evitar viajar a esta sensación de tiempo perdido y pienso… ¿Y si pudiéramos rectificar?
Desde su sillón, mi padre cierra el periódico y lo dobla tranquilamente antes de dejarlo encima de la mesita baja. Su mirada acaricia a mi madre todavía absorta en su crucigrama. Se levanta y se dirige al armario de los aperitivos donde prepara tranquilamente dos copas de whisky. Mi madre le mira sorprendida mientras se acerca a ella ofreciéndole la copa y chocando la suya para brindar.
– ¿Puedo sentarme a tu lado y abrazarte? – dijo él-, quiero contarte algo.

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