EL SOFÁ VERDE – Begoña Herranz Vergara

Por Begoña Herranz Vergara

Garabateo distraídamente en un sobre mientras hablo por teléfono con una amiga. Me estoy impacientando un poco y tengo ganas de colgar. Cuanto más se alarga la conversación, más frenéticos son los movimientos del bolígrafo y paso de un dibujo a otro y otra vez al anterior hasta que en el papel se ve más tinta azul que blanco.

Acabo de caer en que lo que he dibujado son exactamente los mismos garabatos que llevo haciendo toda la vida; de niña en el colegio, durante la adolescencia, en la universidad… Son dibujos simples de cosas muy rudimentarias: media pierna peluda de perfil con un pie descalzo a punto de pisar una chincheta, pequeñas flechas de punta negra que curiosamente siempre apuntan hacia la derecha, cadenetas sencillas enlazadas unas a otras, dos tipos de flores, espirales…

Me vuelvo a preguntar por enésima vez que significado pueden tener estos dibujos y por qué siempre son los mismos.

Creo que algo inalterable en ellos.  ¿Debería interpretarlos como un estancamiento, una involución? Mmm… No sé qué pensar.

Termino (¡aleluya!) con la llamada de móvil diez tediosos minutos después con la mano manchada de tinta y es que a los zurdos a veces se nos emborronan algunos trazos. Suelto el boli y lo dejo sobre la mesa junto al sobre garabateado y como cualquier día después de comer, me reclino en el viejo sofá verde (que a decir verdad, últimamente ya no me resulta tan cómodo. Debería haberlo cambiado hace tiempo pero nunca encuentro el momento), apoyo el ordenador sobre mis rodillas y lo abro. Me digo a mi misma que hoy sí que es el día en que voy a escribir algo, algo que merezca la pena, lo que sea, pero mis dedos cobardes me la quieren volver a jugar. Sé bien como empezar historias, y puedo imaginar finales que nunca llego a escribir, porque mi escollo está en el nudo, ese intermedio incierto donde te lo juegas todo.

Hay algo dormido dentro de mí que es mucho más profundo que el sopor que me va ganando la partida, y noto como el ordenador se escurre de entre mis dedos perezosos que andan merodeando por el teclado. Mi respiración se va relajando y no me sorprende como ante mí surge de nuevo el mar Caribe.

 

-Ya sabes que está prohibido acercarse a él, ¿ok? – “Las voces grandes» repiten una y otra y otra vez, y sus palabras van anidando como una cera densa en los oídos infantiles de Hope. Obediente, la niña se sienta en la arena cálida de la playa y como en un trance, como perdida, dibuja espirales sobre la fina superficie. De pronto parece salir de su ensimismamiento y dibuja una pequeña flecha con punta sólida que apunta hacia el horizonte con determinación, sabiendo que algún día llegará hasta él.

A la pequeña Hope, la vuelta de Playa Grande siempre la acongoja, el olor a cuero de la tapicería entreverado con el humo de muchos cigarrillos le deja la boca pastosa. En el coche solo se oyen los comentarios agotadores de los comentaristas de fútbol y es que desde que «la niña» murió, ya nada es igual. La ciencia no supo darle lo que una toxoplasmosis le robó en el vientre de su madre. – Nació condenada a ser un ángel – aseguran «las voces sabias». En los siete años de su corta vida, «La niña» nunca pudo jugar ni caminar, tuvo que vivir a oscuras sin ver los colores o conocer el diseño de un paisaje y de su garganta solo brotaba un silencio que de vez en cuando quebraba algún gemido. Ni tan siquiera le bendijo la vida con la gracia de acunarse en la voz de su madre.

Hope, de verdad que la quería aunque a veces la hiciera rabiar con la ilusión inocente de arrancarle alguna reacción. La quería de esa forma natural en la que solo los niños saben dar por bueno lo que no comprenden. Asumió su pérdida como «la crónica de una muerte anunciada» que la propulsó hacia la soledad de una madurez prematura en la que quedaría anclada para siempre. Fueron demasiadas las veces que Hope, sentada en su pupitre y mirando por la ventana para que nadie la viera, lloró sin saberlo, no solo la vida efímera de su hermana sino la propia muerte de su candidez.

El mundo y la vida han ido siguiendo su curso, indolentes, ajenos a la culpa por esa pérdida tan antigua como presente. Playa Grande siempre presente en la vida de Hope que ahora necesita respuestas, pero «las voces», que ya no parecen ni tan grandes ni tan sabias no pueden o no quieren explicarle por qué no debe avanzar hacia él. -Sabe Dios los males que nos acechan- insisten tozudamente y es precisamente ese mantra protector e irracional el que se le va hincando a la joven en las tripas atizando su deseo de acercarse hasta él, allí tan solo, tan provocador, tan indescifrable, bamboleándose al ritmo cadencioso del mar Caribe.

Puede verlo allí, tan cerca y tan lejos a la vez, a unos treinta y tantos metros mar adentro espera el imperturbable embarcadero flotante. Allí está el límite, más allá, todo es incierto. Hay redes que cuelgan hasta el fondo marino para evitar encuentros inconvenientes con las aguas vivas de formas engañosas, como de flores, y demás criaturas marinas indeseables que no auguran nada bueno. Hope se pregunta qué hay de malo en nadar hasta él si hay redes, pero una vez más “Las voces temerosas” no saben responder.

Hoy, pasados los años, a Hope no le ha abandonado el deseo de ver qué hay más allá de las redes. Ahora cuando «Las viejas voces» duermen para siempre y a pesar de ellas, ha vuelto al embarcadero de Playa Grande como queriendo alcanzar un futuro que todavía espera. Ya no le parece tan tentador, se ve gastado y desvaído y le inquieta; aunque puede que sea solo su propia percepción.  Se acerca nadando, y se encarama sobre él. De pronto un dolor punzante se extiende desde la planta del pie y le recorre la pantorrilla, es un viejo clavo. -Pues empezamos bien- piensa mirando hacia la enorme boca abierta de agua oscura. Le dan ganas de darse la vuelta pero le viene a la mente la imagen de «la niña» tan inerte, tan anclada a su destino, y comprende que se lo debe a ella, que es hora de rescribir el suyo, y sin pensarlo dos veces se lanza hacia las fauces que la absorben como cuando en el cuento, Aladín es devuelto a la oscuridad de su lámpara.

Ahora Hope se encuentra en una sala cuadrada con suelos de damero blanco y negro. Las paredes amarillentas y ajadas contrastan con la nitidez de los azulejos. La luz quirúrgica de la estancia le produce una sensación de indefensión. Es curioso pero puede respirar con bastante normalidad.  Gira la vista hacia un lado y otro de la habitación vacía – ¿Pero qué es este sitio,dónde demonios estoy? – murmura angustiada. Quiere salir ya de ahí. La estancia no parece tener salida. Ahora gira sobre sí misma varias veces, se siente aturdida, se le ha enturbiado la visión y empieza a costarle respirar. En su inmersión ha podido atisbar redes formando cadenetas sencillas pero no sabe en qué lado está.

Creo que estoy llorando, -«ya lo decían «las voces buenas», ellas sí que sabían- solloza Hope. En un intento por escapar de las profundidades cierra los ojos con fuerza y los vuelve a abrir…-

No sé muy bien si me despierto cuando el ordenador acaba en el suelo o por el sonido molesto de algún mensaje de whatsapp. Acaricio la tela desgastada del viejo sofá que ahora me resulta reconfortante.

Me levanto con una sensación agridulce, como de alivio y frustración a la vez, como si ese sueño tantas veces repetido me hubiera dejado hueca, flotando, sin nada a lo que asirme. Voy a la cocina y me preparo un café. Mientras se calienta la leche me voy calmando. Bebo el café a pequeños sorbos para no quemarme y me acomodo de nuevo en el sofá verde.

-Algún día conseguiré nadar más allá de las redes- suspiro convencida. Sin embargo algo me dice que sin ser consciente de ello, puedo estar equivocada, que cada hora cada día cada año cada instante que respiro, forma un trazo del dibujo de mi vida.  A lo mejor es hora de soltar. Quizá hace tiempo que crucé esas redes.  Abro de nuevo el ordenador, pongo una serie de Netflix cualquiera y llamo a una amiga.

 

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