EL SUEÑO DE BALÁN – Lola Sebares Urbano

Por Lola Sebares Urbano

Su apellido se lo dio el pueblo donde nació, un pueblo de piedra oscura, triste, de la Asturias montañosa, cerca de los picos de Europa, donde la lluvia y el “orbayu” hacía que fuera aún más inhóspito, más oscuro y más deprimente la vida en ese lugar. No tenía el apellido del padre porque su padre nunca lo reconoció públicamente, aunque sí se encargó de su manutención junto con sus hermanos. Al padre le costaba entender qué hacía con ella, con su madre. Él, un hombre muy preparado que estudió leyes, que descendía de una adinerada familia de renombre, muy conocida en esas tierras, poseía minas de carbón y más negocios, permitiéndole una vida más que desahogada. Un hombre que le gustaba viajar, sobre todo a Madrid para ir al teatro y codearse con la alta sociedad. Y no entendía por qué ella le atraía de aquella manera, una mujer de pueblo con los estudios mínimos.
Porque Severina tenía algo especial, medio salvaje, independiente, de una inteligencia natural que le sorprendía. Su mirada nunca la había visto, sus ojos entre verde y miel, según le daba la luz y según su humor, predominaba un color más intensamente que otro. Nunca le rogaba por nada, ni se quejaba, aceptaba su destino igual que cada embarazo, sin miedo. Cuando él sabía de sobra que una mujer sola, con cuatro hijos que mantener, tenía una ardua tarea. Asumía su responsabilidad en todo lo que se refería a la economía y el sustento de la familia, para él era una manera de reconocer el esfuerzo de Severina.
Lo curioso es que ella no tenía problema alguno con los chismes de los pocos habitantes de ese pueblo. Las típicas cosas de los pueblos chicos y en aquella época, a finales del siglo XIX, la mandaban directamente a los infiernos por pecadora. Eso sí, siempre a escondidas, no se atrevían a ponerle una mala cara. Tenía una personalidad arrolladora, con mucho ingenio, y él sabía que en el fondo estaba enamorado. Pero también sabía que no tenían futuro más que en esa aldea, donde podía ser él sin reparo alguno. Así que cada vez que salía de Oviedo a ver sus asuntos en Casares, pasaba a verla. Solía ser cada dos meses si el tiempo lo permitía. Y de ahí también colaboró con el aumento de la natalidad del pueblo.
Severina sabía que su hijo mayor había heredado su inteligencia, su personalidad. Tenía una conexión especial con él. Él iba a ser quien les sacase de la pobreza. Lo intuía y en eso era muy buena. Así que le animaba a estudiar, a prepararse, sólo le pedía al padre algo extraordinario, cuando veía que su hijo Casimiro lo necesitaba. El padre nunca se negaba, tenía también una buena relación con Casimiro, veía las ganas de superación que tenía desde chico, de aprender, la disposición para todo, cómo ayudaba a su madre, y eso le gustaba. Él también sospechaba que el chico tendría un futuro prometedor, no lo veía en ese entorno, no encajaba, era un chico espigado, educado y culto y sus maneras no eran para el campo ni para la mina. Nunca se lo confesó a la madre pues no le quería crear falsas ilusiones.
Desde pequeño, Casimiro destacaba del resto por su rapidez en aprender. La única maestra que había para apenas una veintena de chavales, le motivaba tener un alumno como él, se daba cuenta de su capacidad, le animaba a leer, le prestaba algún libro de los pocos que conseguía rogando al párroco, que siempre estaba dispuesto a ayudar.
Casimiro sabía que su único futuro en el pueblo era la mina. Si tenía suerte y el señor le buscaba un hueco, porque un puesto allí sólo se perdía por fallecimiento. Hasta en las peores circunstancias subían a la mina, el único sustento de las familias. Salvo que él no quería ser minero, pasarse sus días picando carbón. Él tenía sueños. Por las noches cerraba los ojos y era libre, apretujado con su madre y sus hermanos que compartían el único camastro hecho de paja .Y ahí soñaba con un mundo lleno de luz, de sol, de calor.
Cada ciertos meses, y cuando el tiempo lo permitía, el afilador y herrador, un hombre que sabía las necesidades de esa gente, se pasaba por allí. Casimiro siempre estaba pendiente del silbato que anunciaba su llegada para ir a verle y que le contara las últimas historias de lo que sucedía fuera del pueblo. Así escapaba por unos momentos de ese color gris oscuro que le rodeaba. El afilador le contaba que había recibido una carta del sobrino después de mucho tiempo sin saber de él, no sabría decir exactamente cuándo se embarcó, pero calculaba que por lo menos casi dos navidades habían pasado. Le contó que su sobrino, desde que llegó a Cuba, consiguió trabajo de carpintero y le adornó la historia con más cosas que había escuchado de otros que también emigraron. Casimiro lo escuchaba y lo miraba lleno de admiración. Desde ese momento supo que ese era su destino. Una punzada en el estómago le indicaba que tenía que luchar por conseguirlo.
Y esa noche soñó que se veía en el barco, acurrucado cómo ahora, camino de Cuba, como el sobrino del afilador.
Después de muchas vueltas, días y días pensando en cómo hacerlo, se atrevió a hablar con su madre, que lo veía inquieto. Sin muchos rodeos, como era él, le dijo a su madre que tenía pensado emigrar, que el afilador le había contado que mucha gente se estaba marchando para buscar un futuro mejor. Y que él también quería probar suerte, aunque sabía que no resultaría fácil. Y menos conseguir la gran fortuna para comprar el billete, casi cuatrocientas cincuenta pesetas. Pero su madre sabía que se iba a ir, no sabía cómo, seguramente ese padre que ella siempre le ocultó quien era, le ayudaría. Vio la determinación en su cara, su boca apretada, aguantando la tensión del momento. Y efectivamente, por suerte o por desgracia, su hijo era igual que ella. Ya había prendido esa mecha que sabía nada ni nadie se la iba a apagar.
Muy recto, sacando pecho como una muestra de firmeza y valentía, se plantó delante de su madre esperando que le diera su aprobación. Sin mostrar la más mínima emoción, pues sabía que así ella se lo tomaría en serio y no lo vería como un niño, sino como un hombre. Severina se rompió por dentro. Saber que su hijo se iba a otro mundo allende los mares, prescindir de él cada día hasta saber cuándo volvería a verle, y si volvería a verle, no era fácil. Pero se quitó de golpe sus miedos de la cabeza porque sabía que era inevitable. En el pueblo no había futuro. Y su hijo podría ser lo que quisiera por trabajador e inteligente. De sus hijos, sería el único capaz.
Pasaron los meses a cuentagotas desde la conversación que tuvo con su madre y el señor Fernández de Castro no aparecía por el pueblo. Las existencias empezaron a escasear y entre todos tuvieron que buscar otros recursos para poder sobrevivir a ese invierno tan duro. Severina, por primera vez, temió que le hubiese pasado algo al señor. Resultaba extraño tanto tiempo sin tener noticias y más sabiendo que dependían de él para sobrevivir, pero eso nunca se lo podría demostrar, así que fue sorteando los días e intentando que sus hijos no cayeran enfermos por falta de alimento.
El primer día que la lluvia dio tregua en meses, y al volver de limpiar las “vaques”, escuchó unas voces en la casa. Su madre estaba alegre, escuchaba las risas. Hacía mucho tiempo que no oía a su madre reírse así. Se quedó fuera esperando, no se atrevía a entrar. La voz del hombre era inconfundible y cuando la escuchó sintió un alivio en el pecho. Le gustaba cómo hablaba con su madre, con una admiración especial. De repente empezaron a hablar en susurros y, por mucho que pegara la oreja a la puerta, no escuchaba nada. Estaba acelerado. Conseguirá mi madre convencerle, se preguntaba. Y si entro y se lo pido yo. Quizás sea lo mejor. Pero desistió y se fue a dar un paseo por las cuatro calles del pueblo aprovechando que por fin el sol lucía.
—¡Casimiroooo! Guaje, ¿dónde andas?
Abrió los ojos y no sabía dónde se encontraba. ¿Estaba en el barco? Todo le parecía irreal, a veces sin que la gente le viera se daba pellizcos para saber que no estaba soñando. Hacía cinco meses estaba rogando por irse y muy generosamente el señor se comprometió a pagarle el billete. Y hasta le compró ropa, comida, y le entregó una carta de recomendación para un señor de La Habana. Al poco tiempo, consiguió una plaza en el vapor Reina María Cristina, aunque apenas quedaban billetes. Este barco salía regularmente de Gijón. Decían que con buen tiempo tardaba en llegar entre veinte días o un mes. Llevaban catorce ya y el tiempo por ahora no andaba mal. Iba aguantando bien los días a pesar que sólo les dejaban salir un rato por la noche a la cubierta. La clase “emigrante” era la más barata, cada uno tenía una hamaca en los sollados, las cubiertas inferiores del barco. Apenas entraba aire fresco y el hedor de estar hacinados, sin aseos, con los vómitos y el sudor, se acumulaba de tal manera que parecía rezumaban por la madera. Cuando le faltaba el aire, se dormía encima de su maleta y se tapaba con la única chaqueta que tenía gracias al señor. Y soñaba.
Un día empezó un trasiego en cubierta. Se escuchaban voces y ruidos más altos de lo normal. La excitación llegó a lo más profundo de la nave, pero desde los sollados no se podía ver nada, solo se escuchaban los gritos de alegría de los que estaban encima y entonces sintió cómo cambió el sonido del mar rozando la nave. Ahora se apreciaba más suave, un movimiento más cadencioso, deslizándose sin apenas ruido, como si navegara en aceite. Hasta que el barco hizo sonar un grave e intenso silbato de aviso a la bahía. Entonces se armó la revolución. Se escuchaba a la gente subir corriendo a la cubierta para no perderse la llegada. Por un tambucho que descubrió con un compañero cuando en las madrugadas todos dormían, subió a cubierta.
—Nunca olvidaré el primer contacto con la luz, el sol, ni el color del cielo. Apenas pude abrir los ojos. Cuando ya me pude adaptar a la luz, la vi. Una bahía inmensa llena de barcos de todos los tamaños, de vapor, de vela, que nos saludaban y nos daban la bienvenida. Poco a poco se iba vislumbrando la ciudad, una ciudad grande como nunca había visto, con edificios majestuosos de piedra blanca y con una muralla rodeando la ciudad. Me quedé mirando asombrado, con la boca abierta y las lágrimas resbalando por mi cara. Sentí el calor del sol en mi piel descolorida, una brisa fresca y húmeda a la vez, que me acarició las mejillas. Sentí también el pelo moverse al son del viento y me subió un escalofrío por la nuca de excitación… Los silbidos de los barcos daban la bienvenida, y la gente gritando ¡Españoles, bienvenidos! Y me eché a llorar como un niño de diecisiete años que se creía un hombre. Supe que a partir de ese momento iba a lograr todo lo que había soñado. Recuerdo que le hablé a mi madre, diciéndole que no la pensaba defraudar. Y le agradecí al señor lo que había hecho por mí… Cuarenta años después lo sigo reviviendo como si fuera ayer.

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