EL SUEÑO

Por Patricia Calama

No hay nada peor que añorar lo que nunca jamás sucedió. Sonaba “Tu amor me hace bien” de Marc Anthony y el tiempo parecía interminable. Me abrazaba contra su pecho, mientras bailábamos, en medio de aquella sala, que me arrastraba hasta mi juventud, cuando pisaba sobre el mundo con mis zapatos de quince centímetros. Me inquietó el afecto de sus manos sobre mi cuerpo, la ternura de sus palabras en mi oído, el agradable olor que desprendía aquella noche… Pero me dejé llevar, como tantas otras veces. Llevaba puesto el vestido negro que compré en las Galeries Lafayette cuando visité París, justo después de aprobar la oposición de inspectora de Hacienda, y el éxito profesional y personal sobrevolaba mi vida. Todos me miraban y él, orgulloso y complaciente, me sostuvo la mano hasta llegar a nuestra mesa, al terminar la canción.

-Cariño, esta noche estás especialmente guapa -me dijo-

¡Brindemos por tu ascenso!

Preferí seguir disfrutando de los recuerdos que me traía cada sorbo de mi gin-tonic, que contestar. Hacía tanto que no probaba una copa ni disfrutaba de una noche fuera de las cuatro paredes de mi casa… Mi imaginación me llevó a la llamada que recibí de mi madre la mañana después de haber cenado juntos para anunciarles que Esteban y yo íbamos a casarnos. Su voz sonaba desolada y, aun sin verla, pude sentir las lágrimas brotando de sus ojos.

–Cariño, ¿estás segura de que Esteban te quiere? – se atrevió a preguntar.

Mi madre siempre fue muy discreta y respetuosa con mis decisiones. ¡Ojalá no lo hubiera sido tanto!, me atreví a pensar.

–Lucía, ¿dónde estás? -me dijo Esteban, devolviéndome a la realidad-. Te noto ausente, ¿te pasa algo?

 

–No –contesté-, pensaba en el esfuerzo que me ha costado llegar hasta aquí y todo lo que he tenido que sacrificar para poder lograr este nuevo trabajo.

–Olvida lo que hemos dejado atrás y vamos a disfrutar de todo lo que hemos alcanzado.

¿Lo que hemos alcanzado?, pensé… Aún me quedaba una semana de vacaciones y me planteó que le acompañara en su próximo viaje de negocios a Viena.

-Podemos quedarnos unos días más y disfrutar de la ciudad- propuso intentando ilusionarme.

– ¿Quieres encargarte tú de organizar lo que nos quedó pendiente en el último viaje? – se aventuró a decirme mientras me acariciaba la mejilla con desmesurado cariño.

Recordé el viaje a Viena, poco después de casarnos, y pensé, ¿por qué no?, puede ser el principio de una nueva etapa. Una pareja se acercó a nuestra mesa. Según supe, tiempo después, él era el jefe de la multinacional donde Esteban trabajaba y en la que seguía manteniendo el puesto gracias a las amenazas, a su propia empresa y a otras compañías colaboradoras de las que también obtenía beneficios, sobre una posible inspección de hacienda encabezada por mi. Siempre yo. Siempre frenando mi vida para acelerar la suya. El maldito saco de boxeo que para todos los golpes.

–Buenas noches, no quería interrumpiros, pero no podía marcharme sin saludaros y conocer a la mujer de la que tanto habla tu marido -dijo, mientras me miraba con un rencor desmedido.

Esteban sonrió e intentando llevar la conversación por derroteros más amables, una vez más, decidió usarme de comodín ante su posible puesta en evidencia.

 

–Lucía, ella es Anne, directora ejecutiva de moda en la revista Vogue, igual, un día, podéis sacar un rato para quedar y así puedes retomar tu afición a la escritura.

–Mi mujer colaboró durante varios años en el suplemento de moda de la revista Hola -dijo, mirando a la esposa de Alfredo-. Sinceramente no sé porque lo dejó, era fantástica.

La cara de Anne era un poema, pero no me sorprendió ni sospeché nada, ya que lo cierto, es que no hilaba mucho aquello de una inspectora de Hacienda metida a cronista de moda, pero así era yo. Una polímata que vivía los días de veinticinco horas, entre inspecciones, desfiles, cócteles, viajes, amigos y mi recién estrenado noviazgo con Esteban.

Eran las tres de la mañana, la noche había pasado volando. Nos levantamos y fuimos hacia el coche. De regreso a casa sonaron todas y cada una de las canciones que nos acompañaron durante nuestros años de compromiso. ¿De dónde habrá salido este cd?, pensé.

Al llegar a casa me abrazó, me cogió en volandas y me subió al dormitorio, meciéndome entre sus brazos. El cuerpo de temblaba y cerré los ojos. Me tendió en la cama, sus manos cariñosas empezaron a recorrer mi cuerpo y las mías respondieron del mismo modo, es más, creo recordar que tomaron la iniciativa. Su lengua recorrió cada rincón de mi cuerpo, hasta hacerme llegar al clímax.

–Descansa mi vida, no necesito más que tu cara de placer– dijo.

Me abrazó y debimos quedarnos dormidos. Lo siguiente que recuerdo es un “Buenos días” y verlo entrar en la habitación sonriendo y con mi desayuno. Dejo la bandeja sobre la cama y el té se derramó entre las sabanas. Un rojo intenso sobre el impoluto blanco. Un contraste que tantas veces habíamos visto y que hizo que a su cara regresara esa mueca salvaje de cada día, esa mueca que bamboleaba mi vida.

“Ring, ring, ring”, anunció el despertador, como un jarro de agua fría. Abrí los ojos. La misma realidad de cada mañana. Las sabanas manchadas de mi propia sangre y el mismo dolor apoderándose de mi cuerpo, pero algo en mí había cambiado. Un sueño me había recordado mi mundo, el que a base de mucho arrojo y disciplina había conseguido, el que soñé cuando era adolescente, el del trabajo, el de los éxitos y las superaciones, y no el que Esteban me hacía vivir cuando cada noche era presa de la saña y la ira que le corroía y sus manos marcaban en mi cuerpo la frustración y el fracaso de su existencia.

Me levanté, me desnudé y por primera vez, desde hacía más de diez años, fui capaz de ponerme delante del espejo y ver reflejado mi cuerpo machacado. Ya no sentía miedo, ahora sentía rabia al ver cada uno de los hematomas que dibujaban mi piel, recordando cada golpe, el olor a whisky que salía de su boca cuando cada noche al llegar a casa se precipitaba sobre mi molido cuerpo y me violaba. Cada palabra de humillación que salía de su boca en las reuniones familiares. Recordé mi trabajo, a mis compañeros, el ascenso que tenía encima de la mesa el día que él me obligó a presentar mi renuncia, la soledad diaria con la que me había hecho convivir, el maldito silencio diario, el control sobre mis hábitos y gustos, la monjil ropa que me obligaba a usar en las pocas ocasiones que salía de casa, sus celos enfermizos y la sensación de culpa que se había apoderado de mis días. Yo que siempre me había proyectado con la grandeza de mis logros no iba a consentir que él siguiera haciéndome pequeña y vulnerable. Sonreí y empecé a sentirme viva. Un sueño me había devuelto lo que él me había robado durante todos estos años.

 

-Que coño estás haciendo que no bajas a hacerme el desayuno -oí gritar a mi marido desde la cocina.

Como si no fuera conmigo, porque en realidad ya no iba, me dispuse, con toda la tranquilidad del mundo, a alcanzar una caja del último estante del armario, donde guardaba toda mi ropa, la que según él era indebida. Me decidí por una falda de tubo negra, una blusa de seda blanca y mis stilettos preferidos. Rescaté también mi caja de cosméticos. El día merecía un rojo Chanel sobre mis labios, aun morados. Y así me presenté en la cocina. Fue tal el asombro al verme, que fue incapaz de articular palabra.

-Puedes desayunar la botella de whisky que te sobró anoche -le dije con la mejor de mis sonrisas y una altanería desmedida- pero quiero que cuando vuelva, hayas recogido todas tus cosas y te marches. Voy a comisaría a denunciarte. ¡Lo mejor de mi vida está por pasarme!

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. Rosa

    Precioso relato sobre la violencia de género, calcado a la perfección los que tantas y tantas mujeres han sentido en sus carnes.Pero un día te levantas y dices basta ,te pintas los labios, te viste espectacular y te vienes arriba de donde nunca tenías que haber bajado a esos infiernos, me gustaría seguir leyendo, ánimo Patricia.

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