EL TRANVÍA

Por Maria San Roman

Su tía casi nunca se reía.

Sin embargo, cuando lo hacía, tenía una risa clara que le alegraba el corazón. Cuando estaba contenta todo era una fiesta, cocinaban bizcocho de limón y rosquillas sin anís (porque a ella no le gustaba) y cantaban. Tenía buena voz, como las de las señoras del coro del pueblo, que te sorprenden de niño, con esas voces acompasadas, dulces y llenas de luz que te hacen un poco más ligera la misa.

Había sido diseñadora y a Carmen le encantaba que le contara sus viajes, cómo aprendió, dónde, cuánto le pagaban, esas cantidades en pesetas que no le decían nada pero le daban un tinte más glamuroso aún a sus historias.

Estaban en la cocina amasando rosquillas cuando le preguntó:

—Tía, ¿por qué te llamas Violeta?

—Porque mi madre sufrió mucho  y cuando llevaba un día entero de parto le dijo a la Virgen de la Violeta (era la única santa que encontró ese tres de mayo) que si daba a luz una niña sana le pondría su nombre (tu abuela siempre dijo que sabía que yo sería niña) y a las dos horas me tenía en brazos. Muy a su pesar tuvo que ponerme Violeta y aunque me puso Carmen de segundo y su madre insistía en llamarme Carmen ella le dijo que eso sería como hacer trampa y que lo que se le promete a una virgen se cumple.

— ¿Y por qué no te has casado? ¿Es que no querías tener hijos?

Se echó a reír pero su semblante se tornó  triste:

—Nunca te he contado esa historia y creo que ya puedes escucharla.

Carmen se quedó mirándola con atención.

—Pero sigue amasando, no te quedes embobada—rió y le dio un pequeño capón.

 

Ya te he contado que, en el pueblo, una vez que terminábamos el colegio no teníamos muchas opciones de estudiar sino era en los seminarios y con familiares que vivían en ciudades con más medios. Tu tío Manuel estaba estudiando en Santander con unos hermanos curas de la abuela; tu tío Emilio estudió filosofía en el seminario y se ordenó sacerdote tiempo después. Lo destinaron entonces a un pueblo cercano al nuestro pero más grande a dar clase y con él mandaron a los dos más pequeños, Pablo y Vicente, ya que aquí no sacaban partido de ellos. Y nos quedamos las chicas solas con tus abuelos. La tía Amparo tenía un problema en el corazón desde niña y no podía hacer grandes esfuerzos, así que la pusieron en la fabrica a coser los talones de los calcetines. A mi me encantaba coser y diseñaba nuestra ropa y me dieron la oportunidad de ir a Madrid con unos tíos del abuelo a aprender con una mujer que tenía un taller. Yo tenía 20 años y no había salido del pueblo como quien dice.

El viaje se me hizo corto, aunque fueron ocho horas. Así de ilusionada estaba. Cuando llegué a Madrid, a pesar del cansancio, me pareció precioso. La luz, los colores y el calor, ya que había salido del pueblo con chaqueta, abrigo y medias de lana y  me sobraba todo.

Comencé con Doña Asunción al día siguiente y pasé los mejores años de mi vida. El taller era grande y luminoso. De unos ganchos del techo colgaban un montón de patrones en papel marrón y debajo había unas mesas enormes, que ocupaban todo el espacio excepto los bordes que era donde nos sentábamos nosotras a coser. Olía al vapor de las planchas que tenían siempre enchufadas. Las telas se guardaban en una sala donde había una estantería hasta el techo llena de miles de rollos, de todos los colores: lisos, estampados, de seda, de algodón y de un montón de tejidos más que yo no sabía ni pronunciar.

Doña Asunción era una mujer seria y elegante que nos exigía trabajar bien, ser puntuales e ir siempre aseadas.

Allí trabajábamos seis chicas a las ordenes de doña Ramona,  una mujer huraña y gruñona, pero de gran corazón, como descubrí más adelante. Para llevar los encargos contaban con Julio, un hombre muy amable que siempre nos contaba algún chiste para hacernos reír mientras esperaba que le envolviéramos las prendas.

Uno de los días llamaron a la puerta de atrás y, cuando fui a abrir, en vez de Julio, había un chico alto, con la tez morena y unos ojos negro con pestañas muy tupidas. Nos quedamos allí sin saber qué decir hasta que Ramona, la jefa del taller salió y le preguntó:

—¿Y tú que quieres?

—Soy Juan, el hijo de Julio—dijo estrujando la gorra gris que llevaba en la mano—. Mi padre tuvo ayer un accidente y esta en casa con una pierna rota. Vengo a sustituirle

—Vaya por Dios. Esperemos que se recupere pronto, porque no sé si tu vas a ser capaz.

—Soy listo y rápido—contestó él, mirándola a los ojos con rabia.

—Bueno eso ya lo veremos— y al darse la vuelta tropezó conmigo—. ¿Pero qué haces todavía aquí?

A partir de ese día me situaba siempre cerca de la puerta. Juan apenas me miraba cada vez que llegaba, pero a mi me bastaba con verle esos pocos minutos al día. Uno de los días, cuando ya llevaba seis meses trabajando allí, Ramona vino a verme al patio trasero, donde podíamos sentarnos en unas mesitas pequeñas en el descanso de la comida.

—Lo haces bien.

—Gracias—no me atreví a más porque aquella mujer severa me daba miedo.

—¿Tienes ganas de aprender más?

—Claro que si, escalar patrones ya lo hago con los ojos cerrados.

—¿Sabes cómo empezó doña Asunción?

—No, pero me encanta verla dibujar, ¿es de aquí?

—No, nació en Valencia, en una familia muy humilde. Vino a Madrid con dieciséis años a casa de una tía suya que la ayudó a colocarse en los almacenes Gorosti donde aprendió todo y donde nos conocimos. Llegó a ser modista en un grupo sólo de hombres que la respetaba por su formalidad y por ser poco dada a los melodramas. La empresa la enviaba con los diseñadores a las pasarelas de Milán, Paris y Londres pero luego era reacia a ampliar la variedad de diseños. <<Nosotros vestimos a todas las mujeres>>, decían, por lo que sólo se fabricaba lo que se iba a vender en grandes cantidades. Esto la desilusionó al principio pero le dio pie para querer abrir su propio atelier para aquellas mujeres que quisieran ir, de verdad, a la moda. Tenía un buen sueldo como modista y ahorró lo suficiente como para, seis años más tarde, abrir su propia tienda. Yo trabajaba a sus órdenes, pero no tenía su talento. No, no me mires así, debemos conocer nuestras fortalezas y reconocer aquello en lo que no destacamos para no obsesionarnos. Cuando se iba a ir, doña Asunción me ofreció ir con ella para dirigir su taller. No tuve ni que pensármelo.

 

La primera tienda estaba en el centro, en una calle pequeña pero muy concurrida y enseguida se corrió la voz de que hacía unos trajes con un estilo diferente, muy modernos, elegantes, como los que se veían en cualquiera de las grandes capitales europeas. En menos de cinco años su clientela la formaban marquesas, modelos, actrices y las mujeres de los ministros.

Al poco nos trasladamos a esta tienda, en una de las zonas más exclusivas y con un local tan grande que podíamos tener el taller aquí mismo.

 

Esto te lo cuento para que veas que si trabajas duro y bien, llegarás a dónde quieras.

A partir de entonces me puso con ella a aprender. Por las noches me leía todas las revistas de moda que podía comprar y repasaba todo lo que había visto con Ramona. Empezó a mandarme salir a la tienda a ayudar a Doña Asunción a tomar medidas a las clientas.

Unas semanas más tarde me dijo:

—Hoy irás con Juan a casa de la Señora Rivas. Doña Asunción quiere que le ayudes a probarse el traje y le hagas los arreglos necesarios y te lo traigas de vuelta. Y tú—dijo volviéndose hacia Juan—la esperarás abajo y la acompañarás de vuelta, ¿Entendido?.

El corazón se me iba a salir del pecho y no pude evitar sonreír.

—Esto es una oportunidad. Aprovéchala

Más tarde me enteraría de que fue ella la que me propuso para aquel trabajo que cambió mi vida.

Cuando salimos del taller echamos a andar a paso ligero, Juan iba a mi lado, taciturno, mirando al suelo y yo estaba tan nerviosa que no acertaba a sacar un tema de conversación. Entonces me acordé de Julio:

—¿Qué tal sigue tu padre?

Él me miró de reojo.

—Bien, dentro de poco ya podrá andar y volver al trabajo.

—Y tú ¿qué hacías antes de esto?

—Nada en particular, trabajo aquí y allá donde necesitan alguien fuerte para cargar o descargar camiones o en las obras.

—¿No hay nada que te guste hacer?

—Preguntas demasiado, ¿no?

Parecía molesto. Me sonrojé y no entendí nada, pero decidí no volver a hablar en todo el camino.

Al día siguiente cuando salimos me dijo:

—Siento si fui brusco ayer, perdona.

Aquello me pilló desprevenida y no dije nada.

—La madera.

—¿Perdona?

—Que me gusta trabajar la madera. Ayer me preguntaste.

Se sacó la figurita de un burrito tallado en madera con vetas más claras, muy pulido y brillante.

—Es precioso

—Cógelo, es para ti—se ruborizó—. Para hacer las paces. Es madera de brezo. Aguanta el calor muy bien y por eso se usa para hacer pipas. Pero a mi me gusta hacer otras cosas, como esta.

No me lo podía creer. Me puse tan nerviosa que me tropecé con un adoquín. Él sonrió, a lo que yo me erguí muy digna hasta que me entró también a mi la risa.

A partir de ese día nos hicimos inseparables. Me esperaba  todas las tardes y nos íbamos a pasear. Siguió haciéndome figuritas, cada vez más elaboradas y yo le contaba mi sueño de poner mi propia tienda. Una tarde de sábado habíamos quedado para ir al Retiro pero no se presentó y decidí ir hacia su barrio. Cuando enfilé su calle vi mucha gente reunida y al acercarme vi a su padre. Al verme, se le contrajo el rostro y balbuceó algo que no entendí mientras me abrazaba. Entonces reparé en todas esas caras llenas de lágrimas.

—No vio el tranvía—dijo.

En ese momento me flaquearon las fuerzas y me faltó el aire. El pecho empezó a dolerme como si se me abriera desde dentro.

 

Cuando se volvió a mirar a su sobrina, ésta tenía los ojos llenos de tristeza y los lagrimones llevaban tiempo mojando la masa de las rosquillas.

—Nunca volví a sentir algo como aquello—dijo—. Por eso jamás me casé.

 

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