EL VALOR DE MI PADRE – Mª Rosa Moral Santaella
Por Mª Rosa Moral Santaella
Mi padre era guapo, era un hombre muy guapo. Su oficio como músico mayor del Real Cuerpo de Guardias Alabarderos le dotaba de todo eso que yo adoraba, los uniformes con sus adornos dorados y sus botas siempre lustrosas, el aire marcial, el amor a la música, la forma en la que ensayaba sus direcciones artísticas moviendo los brazos con cadencia dilatada y prolongada, alas de ángel luminoso batiendo el firmamento. Por las mañanas, me encantaba entrar al cuarto de baño, después de que él hubiese salido de su aseo diario, para embriagarme del olor a la ronquina que usaba para mantener su pelo sano y abundante, casi siempre brillante por el ungüento que utilizaba para peinarlo hacía atrás, dejando a la vista sus entradas perfectas. Las vecinas decían que se parecía a Montgomery Clift.
Ya mayor, y con mi propia familia, visitaba a mis padres unas dos veces al año. No guardo buen recuerdo de aquellas visitas porque eran muy evidentes las desavenencias entre ellos, discutían constantemente y yo prefería ignorar que allí se quedaban tras mi partida, como el agua y el aceite, como cargas eléctricas del mismo signo, repeliéndose dentro de las cuatro paredes de su hogar.
Con poco más de 50 años, una noche mi madre se despertó con un grito, dijo “¡Ay, qué dolor de cabeza!” y eso fue todo, murió tres días después en el hospital, sin haber recobrado la conciencia en esas largas horas, de un derrame cerebral.
En los primeros meses de duelo yo quise acercarme a mi padre, lo visitaba a menudo, quería cuidarlo y suplir de alguna manera la falta de mi madre, que, a pesar de todo, había cumplido fielmente su papel de ama de casa tradicional, buena cocinera, diligente en la limpieza y en el planchado de sus uniformes. Pero me daba cuenta de que me rechazaba, cuanto más solícita era yo con él, más huraño era él conmigo; cuando me veía llegar nunca se mostraba contento y cuando decía que me marchaba se apresuraba a ayudarme a recoger mis ropas y libros, “hija, que no se te olvide nada”. Y me acompañaba a la estación, ausente antes de que el tren hubiese partido.
Cuando acepté que aquel hombre guapo que yo había adorado en mi infancia, se había convertido en un ser ajeno y distante para mí, dejé de visitarlo. Los años pasaron y la sensación de extrañeza y lejanía no cesó de aumentar.
Pero todo tiene un final: el misterio de quién había sido mi padre se desveló pocos días después de su muerte. Tras su fallecimiento, decidí que vendería la casa familiar, no tenía sentido mantenerla. Para ello, lo primero era acometer la desagradable e ingente tarea de clasificar ropas, cachivaches, libros…, todo lo que poseían, todo lo que habían usado en sus vidas, en dos grandes bloques: lo que conservaría y lo que donaría. Llegué a la casa con el corazón encogido en un puño, el ánimo oscurecido por la sensación de que estaba violando la intimidad de mis padres. Al abrir el primer cajón de la cómoda que tenían en el dormitorio encontré el sobre que decía: “A mi querida hija”. Con manos temblorosas lo volteé, no, no había escrito nada más, lo apreté contra mi pecho, dilatando de este modo unos segundos lo que estaba segura que había de ser una revelación. Con temor anticipatorio y deseo contenido al mismo tiempo lo rasgué, como se rasgan las páginas pegadas de un libro y salió a la luz aquella carta, que todavía conservo, en la que el timbre de su voz me llegó a través de las palabras escritas y pude imaginarlo, dirigiendo la música que sonaba en mis oídos, mientras leía lo siguiente:
“Mi muy querida hija:
Durante muchos años he querido hablarte de esto y nunca he reunido el valor suficiente para hacerlo mirándote a la cara, para no ver la censura que siempre he imaginado y que tanto me ha atemorizado.
Tengo que hablarte de Ramiro, el mejor músico que había llegado a la Banda de Alabarderos en mucho tiempo. Tenía unos ojos oscuros y profundos que hablaban, cuando me miraban yo podía escucharlos, a veces me susurraban, a veces me gritaban, siempre me sentía más real cuando él me miraba.
Mi relación con tu madre empeoró al ritmo que las miradas de Ramiro se intensificaban. Me había casado con ella porque me gustaron su alegría y su buena disposición, y porque tenía que dar ese paso. El matrimonio es simultáneamente el refugio y el punto de partida y yo necesitaba las dos cosas: refugiarme de las apetencias prohibidas que siempre me habían mortificado y empezar a caminar por esa senda trazada en la que esperaba encontrar un cierto difuminado de identidad y otro tanto de pérdida de intimidad, para dejar atrás todo lo que quería sepultar.
Mis primeros pasos como hombre de una mujer los di en la buena dirección, naciste tú y todo parecía encarrilado para formar una familia perfecta, me sentía cobijado, al abrigo de las inclemencias de mis inclinaciones. Pero los ojos de Ramiro entraron sin avisar en el refugio, mirando y hablando, iluminando todo lo que yo mantenía escondido en el trastero, cubierto por la tela de la apariencia. Tu madre, la pobre, se esforzaba por enamorarme, pero yo era una causa perdida. ¡Cuántas veces la decepcioné!, ¡cuántas noches me buscó y se encontró con mi rechazo! Hasta que, poco a poco, fue perdiendo la alegría y el buen talante que disfrutamos de recién casados. La convivencia se enrareció y se instaló un helado invierno entre los dos, los únicos rayos de sol que penetraban ese frío glacial eran tu presencia y tu risa infantil. Tengo recuerdos especiales de las tardes en las que ensayaba mis partituras y tú te sentabas a mi lado, observándome atentamente sin pestañear, esperando el paseo que vendría después.
Todo se precipitó la mañana en que, haciendo instrucción, Ramiro cayó por un terraplén y se lastimó un brazo, lo llevaron a enfermería y me informaron del incidente. Como su superior, era mi obligación acudir a interesarme por la gravedad de la lesión y por su estado general para redactar el parte. Cuando me vio entrar se levantó y se cuadró frente a mí. Me miró y yo me sumergí en las aguas profundas de sus ojos. El tiempo se detuvo y el espacio se ensanchó hasta instalarnos en otro mundo, en uno en el que solo estábamos él y yo. No sé quién se acercó a quién, o si lo hicimos los dos a la vez, porque estábamos tan cerca el uno del otro que podía respirar su aliento y ahora eran las bocas las que se miraban y se deseaban. Nos besamos por primera vez. La emoción me sacudió de los pies a la cabeza. Me inundó la certeza, tan clara como la mañana que brillaba afuera, de que yo había nacido para amarle.
Ramiro me asedió, me invadió y me conquistó. Y yo moría cada día por él.
Tras el fallecimiento de tu madre, ¡pobrecita mía, lo que padeció!, no solo me sentí liberado del compromiso que tenía con ella, sino también dueño y señor de mis sentimientos y de mi casa, donde podría vivir mi amor prohibido, eso sí, siempre con discreción. Ramiro empezó a dormir conmigo una noche si, la otra también. Dejando aparte la preocupación que no me abandonaba de que pudieran descubrirnos, puedo afirmar con rotundidad que esta fue la época más feliz de mi vida, querida hija mía, ¡mira que egoísta y desconsiderado ha sido tu padre!
Cuando venías a verme, tan cariñosa, tan amable, tan dispuesta a cuidarme, yo me ponía nervioso porque interrumpías nuestra vida en común y temía las consecuencias: Ramiro se enfadaba y me recriminaba por no tener valor para decírtelo, él veía muy fácil eso de que yo te contara que el lugar de tu madre lo había ocupado un hombre y se imaginaba que tú te alegrarías por mí y me darías la enhorabuena y ya de paso cocinarías para los dos. Pero yo veía imposible que tú aceptaras la persona que yo era, y aunque alguna vez le prometí que te lo diría, como fuiste espaciando tus visitas y venías cada vez con menos frecuencia, la necesidad de confesarte mi crimen se volvió menos acuciante y lo fui postergando y postergando…hasta hoy.
La última vez que le vi fue una tarde de primavera. Teníamos que cenar temprano porque él debía volver al cuartel para hacer guardia aquella noche. Cuando llegó le encontré radiante, con un brillo de sol en los ojos. Me pidió que abriésemos el vino ese tan especial que guardábamos para las grandes ocasiones, que tenía algo que proponerme: había leído que en París había mucha libertad y que los hombres podían mostrar abiertamente sus amores con otros hombres y se les permitía vivir su vida sin que nadie les molestase. Quería que nos fuésemos inmediatamente, con los pocos ahorros que teníamos, y ya veríamos cómo sobrevivíamos una vez allí, podríamos dedicarnos a la música, en Francia había muchos artistas. Yo empecé a reír, me mofé de él y le traté de iluso y de inocente, ¡quién podía creer que eso era posible en los tiempos que corrían, ni aunque se tratase de París!
Ramiro se enfadó muchísimo, me gritó, me llamó cobarde y traidor, me acusó de no amarlo y salió dando un gran portazo, sin despedirse, sin mirarme, ¡ay, qué dolor! Todavía puedo escuchar el golpe de la puerta y me pongo a temblar: ¿por qué le dejé marchar?
Pasé una mala noche, dando vueltas en la cama que me quedaba grande cuando él no estaba, durmiendo a ratos y tramando argumentos para convencerle, con más calma, de que debíamos resignarnos a seguir aquí, prometiéndole conversaciones contigo que nos permitirían no tener que ocultarnos ante ti. Cuando llegué al cuartel todavía no había amanecido y crucé raudo el patio en su busca, sabía cuál era el puesto que le tocaba en esa guardia. En cuanto nos miremos se arregla todo, me decía a mí mismo, para calmar la ansiedad que me reconcomía.
Pero la garita estaba ocupada por otro soldado. Salí corriendo en busca del oficial al mando para preguntar por él, si es que le habían asignado en el último momento otro puesto, sin importarme lo que ese interés pudiera desvelar. Se me informó que Ramiro no se había presentado.
Y nunca más le volví a ver. Se marchó aquella misma noche, supongo que a París.
No puedo evitar que la angustia me invada el corazón y las lágrimas inunden mis ojos al llegar al final de mi historia, me mortifica el sentimiento de culpa al repasar todo lo que debí hacer para que él no me abandonara, para que tú, querida hija mía, no te alejaras, todo lo que debí compartir contigo y guardé para mí, egoísta inconsciente, cobarde redomado, fui todo eso y más y no tengo perdón. Convencido como estoy de que si yo hubiese tenido el valor de contarte, Ramiro hoy seguiría aquí.
Nada más, hija, si hoy estás leyendo esto es porque ya no estoy en este mundo. Perdóname y, por favor, no me censures, trata de comprenderme.
Te quiere mucho,
Tu padre”
Doblé la carta mientras unas lágrimas furtivas se me escapaban. Recordé a mi padre en la cama del hospital, la última vez que le vi, todavía guapo con su pelo blanco peinado hacia atrás. Puse en el gramófono su canción favorita y agité mis manos en el aire diciéndole adiós.
María Rosa Moral Santaella
Diciembre 2023
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