EL VIAJE – Ramón Nicolás Rausseo Pérez

Por Ramón Nicolás Rausseo Pérez

Todos sueñan con ir al extranjero. Se hacen ritos para forzar al destino que haga realidad los deseos. Desde 1958, Venezuela tenía una plena democracia y con sus recursos naturales que posee, daban una sensación de bienestar en la población. Tomás fue un joven a quien no le faltaba nada. Sus padres eran pobres, pero tenía casa y sus tres comidas. No tuvo una infancia feliz. Su adolescencia fue algo extraña. Todos pendientes en disfrutar y él sólo en estudiar. Pasaba horas fuera de casa para no estar en ese infierno. Deseaba escapar. Su miedo no le dejaba avanzar. Todos los días soñaba en viajar. Salir del país. Pasaban los días y nada. Se sentía preso en su propia casa y en su país. Caracas, su amada ciudad, crecía y se modernizaba más. Más calles, bulevares, estaciones del metro, entre otras, mostraba lo económicamente estable que estaba el país. Al salir de bachillerato, empezó a hacer un curso bancario el cual recibía dinero como salario.
– Era hora de hacer su sueño realidad, se dijo.
Apenas llegó a Colombia. Lo hizo por tierra. Ni le tomaron en cuenta en la frontera. Disfrutó de 15 días de playa en Cartagena de Indias. De vuelta al país, se sintió triste porque su pasaporte llegó sin ninguna visa. Colombia le mostró que había algo diferente y fascinante en el mundo y que debía descubrir. Entró a la universidad. Estudió Ingeniería. Nunca pensó en ser ingeniero. Quería ser profesor. Enseñar. Aprender. Estar en un salón de clases le hacía sentir como pez en el agua. La educación y la salud son los pilares fundamentales de una nación. Prestar servicio al ayudar al otro era su verdadera vocación. Pero el fallar un examen en el Pedagógico lo derrumbó. El viajar y el enseñar lo era todo en su vida. Sus sueños anhelados. Terminó la carrera y empezó a trabajar.
Un día le salió un viaje a Miami. No era de placer sino de trabajo. Le tocó hacer un curso de mecánica de vehículos. Estaba muy feliz. Viajaba en octubre. Era director de servicios de una empresa de coches japonesa. Tenía pasaporte caducado y era difícil sacarse uno nuevo. Tenía oportunidad de sacarse uno en la ciudad donde vivía su padre. En pensar ir le daba dolor de cabeza. Una mala relación desde siempre. Una infancia marcada por la violencia. Dicen que los padres son tus primeros protectores. En su caso, no fue así. Su padre lo golpeaba cuando quería y su madre inmóvil. Escapar era su opción pero qué difícil era, lo pensaba siempre. Decidió ir. No le quedaba de otra. Un viaje de cinco horas en bus. Un encuentro. Un beso en la mejilla. Un abrazo hipócrita. Cuentos de un pasado feliz como si nada de lo que se sufrió hubiese pasado. En la oficina estadal: Una foto. Una firma. Un “gracias”. De regreso a la capital con pasaporte oliendo a nuevo.
Pasó el tiempo, el viaje de Miami fue un buen recuerdo. Tenía visa americana pero el pasaporte ya estaba viejo y ambos caducados. En Estados Unidos pensaba en quedarse. Un sueño a punto de hacerse realidad. El pensar que tenía un buen empleo, un buen sueldo y ser un adulto joven independiente le hizo recular. Se sentía independiente a pesar de que vivía aún con su familia. El ganar un buen dinero le daba estatus. Le respetaban en su casa. Claro, dependían económicamente de él. Salía de fiesta desde el viernes hasta el domingo. Empezó a beber licor como agua. Primero de manera social, luego le causaba problemas. Ese empleo tan maravilloso que le generaba un gozo falso lo perdió. Al no tener trabajo, generó una crisis en su familia que decidió en irse. A pesar del dolor que eso causó, se sentía aliviado porque se emancipó a los treinta y ocho años.
El beber licor era parte de él. Era un hombre solitario desde siempre. No se daba cuenta de ello. Al ir al bar, hacía amigos fácilmente. Brindaba copas a todos. Una vez, una de sus hermanas les dijo que compraba amigos. La otra hermana le decía que era alcohólico. No le prestó atención a esa afirmación hasta que empezó a tener problemas de salud. Una diarrea. Vómitos. Dolores de estómago. Pérdida de apetito y baja de peso. Desde que lo despidieron de la empresa de vehículos, trabajaba como profesor. Le hacía ilusión trabajar de ello. Uno de sus sueños hechos realidad. Ese sueño se vio diluido debido al sarcoma de Kaposi que le salió en la oreja derecha. Fue a un ambulatorio al este de la capital donde la atención era buena. Llegó temprano por la mañana, le tomaron nota, le hicieron unas cuantas preguntas, le mandaron a hacer una analítica. Mientras esperaba los resultados, empezó a rezar, las agujas del reloj de pared se escuchaban con nitidez. Golpeaba el suelo con sus zapatillas. Le sudaban las manos. Se comía las uñas. Escuchaba nombres menos el suyo. Las manecillas, el reloj, los doctores, gente de aquí y allá, el golpeteo al suelo, las gotas de sudor, el temblar de sus dientes, los latidos del corazón. Por fin, su nombre. Se levantó del asiento con lentitud, caminó despacio rezando las letanías. Golpeó la puerta de un consultorio. Entró y se sentó. Un médico al frente con un papel en sus manos.
– ¡Los resultados!, dijo entre dientes.
El médico asentó con la cabeza y se los leyó. Por primera vez entendió que el licor, el trastorno postraumático de su niñez y su homosexualidad eran los causantes de su nueva desgracia.
Era un niño cuando no entendía por qué veía a los otros chicos de una manera diferente. Como eso no era normal, trató de desviar sus pensamientos en otras cosas. Se aferró a los estudios. No conoció el primer amor como la gran mayoría. Aún no tenía contacto físico con otros chicos. Le dejó al destino la decisión de encontrar el amor. Se hacía mayor y nada. Ocurrió en 1998 cuando tomó la iniciativa. Era febrero. Carnaval, para ser precisos. Conoció a un hombre. Un café. Una tertulia. Unos tocamientos y un beso. El beso esperado. A los veintiséis años. Algo tardío. Después de allí, la locura total. Fiestas, saunas, orgías, mucho licor. Una manera de recuperar el tiempo perdido, pero de mala manera. Lo sabía. Era una manera de autolesionarse. Un suicidio lento. Aceptarse gay no lo llevaba fácil. Si no fuera por el trabajo de profesor particular, viviera en toda indigencia. Pasaba el tiempo y todo seguía igual o empeoraba. Hasta que vino una luz de cordura. Entró a alcohólicos anónimos para poder recuperarse y tener una vida normal y afectiva con otros hombres sin problemas.
El pisito tipo estudio medía como 32 metros cuadrados separados en 2 ambientes: el de la habitación y la cocina. Había varias habitaciones en la casona. Su pisito estaba en la planta superior y el baño era compartido por todos los inquilinos. Al entrar, pasando por una puerta de madera color caoba, estaba la cama tipo matrimonial, bien hecha. Las paredes de color beige, un armario sin puertas en el lado derecho, con una mesilla donde estaban sus camisetas, calcetines, una radio portátil y sus productos de aseo personal. En el lado izquierdo, otra mesilla con todo el material que usaba para dar clases. En el otro ambiente, un banquillo de madera, una mesa hecha de cemento y azulejos beiges, Una nevera pequeña de hotel, una cocinilla de 2 hornillas, fregadero, un escurridor de platos y cubiertos. En el suelo, una bombona de butano, un cubo de basura, cajones con ollas y sartenes y el espacio para la comida. Todo envuelto para no llamar a las cucarachas. Era un lugar mágico. Era su lugar privado. Algo suyo por primera vez. Era su pequeño castillo, así le decía. Lo que más disfrutaba era el despertar, abría sus ojos, veía la ventana que estaba al frente de su cama y a mano izquierda de la puerta y por ella podía ver el cielo azul. Abría los brazos como señal de libertad en esa cama grande. Tanto anhelaba estar así que tenía miedo de perder ese paraíso hecho pisito. En cada época de su vida perdía cosas. Nunca se sintió dueño de nada. Viviendo con otras personas llámese familia, amigos o desconocidos, pero ahora era diferente. Por vez primera, era dueño de su vida, de su privacidad, de su futuro. Tenía todo lo que alguien podría anhelar: techo, empleo, privacidad y paz. Hasta que vino ese mal gobierno chavista y lo empeoró todo.
Corría el año 2017. La situación económica empeoraba. Había escases de alimentos. Se hacían colas interminables para sacar dinero en cajeros. Protestas estudiantiles. Muertos a manos del régimen. Y el sueldo ya no alcanzaba para comer. Lo peor ocurrió cuando fue a la farmacia del hospital a buscar su medicación y se encontró con un letrero donde decía que no había medicación. Ya estaba flaco por comer poco. Se puso más flaco porque ya no tomaba sus pastillas que las tomaba desde 2005 sin interrupción. Se debía hacer algo. Sus amigos salían del país para buscar algo mejor. Creía que la solución era salir también. Le pidió ayuda a una hermana que vivía en Europa. Le compró el billete para que fuera a España. Y lo consiguió. Llegó a Madrid en octubre.
Salió del avión todo asustado. Las ocho horas de vuelo pasaron rápido. Descansó todo el viaje. Caminaba a paso lento a migración. Recordaba todo lo que le decían que podría ocurrir. No quería ser deportado. No quería volver. Se hacían las filas en cada taquilla. Esperó un poco. Seleccionó la siete. Número de la suerte. Al llegar al mostrador, le hizo cuatro preguntas. Se miraban fijamente a los ojos. Al final le selló el pasaporte. Otro sueño cumplido. Empezó a reír. Unas carcajadas en todo el aeropuerto. Ya estaba en España. Pasaporte sellado, sueño anhelado. Todo lo que le advertían que podría suceder, no pasó. Besó el suelo como lo hacía el papa y se dirigió al metro. Un amigo lo esperaba.
Franklin, era un amigo que lo quería mucho. Lo presentó un amigo en común. Lo aguardaba en su casa para comer. Tomás tenía tiempo que no comía pollo. Pesaba sesenta y cuatro kilos cuando era un hombre de noventa. Franklin se horrorizó al verlo. Comieron y hablaron mucho. El emigrar no es fácil y mucho menos empezar de cero en otro país. Aunque se hable el mismo idioma, hay cosas distintas. Franklin le dio todas las recomendaciones para empezar a vivir en Madrid. Al día siguiente fue a comisaría a pedir cita para el asilo. El policía le dio la fecha y luego fue a Samur Social a pedir casa y comida. Le atendió un trabajador social. Después de varias preguntas y varias horas le asignó un refugio. Esa misma noche fue. Calle del pozo del Tío Raimundo. Nunca olvidaría ese nombre. Una nave con setenta camas. Muchos migrantes procedentes de Europa de Este, África, América Hispánica. Le asignaron una cama, toallas, artículos de aseo personal y la cena. Todo se veía tranquilo. Sólo, pero había sus problemas. Cada quien se buscaba la vida. Robaban por las noches. Algunos quedaban sin móviles, sin zapatillas, ni billetera. Era horrible, pero era lo que se tenía. Al día siguiente fue a un centro de día a planificar su día a día, almorzar, ducharse y buscar información. Todo era igual hasta el día de la cita. Le dieron número de identificación y mientras se solucionaba su estatus, se defendía como podía. Comedores, roperos, citas con trabajadores sociales. Caminaba mucho. No se tenía dinero para nada y así pasó el tiempo. Lo importante es que estaba en el extranjero. No tenía nada y ahí estaba la fe y la esperanza que lo bueno está por llegar.
Se empezó de cero varias veces y se volverá a empezar. Así es la vida.
La vida misma es el viaje.
FIN

 

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