EN AQUEL PUEBLO – Mª Paloma Merchán Sevillano

Por Mª Paloma Merchán Sevillano

Recuerdo la casa casi en las afueras del pueblo, al final de la calle Real, cerca de la almazara; a partir de allí empezaban las huertas.
Delimitaban las lindes, pequeñas vallas de piedra y musgo, en el mejor de los casos, otras veces, pequeños alambres de espinos y otras, el propio desnivel del terreno.
La casa de mis abuelos era humilde y se llegaba a ella por un camino sin asfaltar. A la derecha, los manzanos de la tía Pilar, a la izquierda, la huerta que les daba de comer: algunos pepinos, tomates, lechugas, coles…
A la casa se accedía por unas escalerillas adornadas de geranios y margaritas naranjas.
Alguna tarde, mi abuelo me llevaba a la plazoleta a jugar con otros niños. Me agarraba fuerte, con la mano tullida por la guerra de su juventud y subíamos despacio. No recuerdo si hablábamos o no, pero sí que, con aquel hombre pequeño, de cara morena y arrugada, me sentía protegida.
Íbamos calle arriba saludando a las pocas personas que nos encontrábamos y llegábamos a la pequeña plaza situada al oeste del pueblo.
Yo me acercaba a los chicos que por allí había y él se sentaba con los otros viejos, en los bancos de granito, sujetos a la pared al sol, descascarillada. El calor y la luz de aquel rincón reconfortaban sus huesos. Desde allí vigilaba nuestros juegos.
Aquellos ancianos podrían ser la escena repetida de cualquier aldea.
Vestían camisa a cuadros, rozada por el uso, dejando entrever una camiseta debajo, pantalón de pana o de paño y gorra, que bien podían ser una boina. Apoyaban sus bastones en la pared, si es que bastón podía llamarse a un palo tallado lentamente con aquella navajilla del almuerzo de sus días de labor. Sabían del silencio en compañía y podían pasarse minutos, horas y más horas sin decir nada, mirando al horizonte, siguiendo el movimiento de las nubes y adivinando, por años de observación, el tiempo que haría en los próximos días. Aunque ya lo habían hecho en el verano con las cabañuelas.
De repente uno rompía el silencio, y su conversación era la continuación de sus pensamientos. Compartía el recuerdo de alguno de sus hijos, que se habían marchado a la ciudad porque el campo ya no daba para comer y que de seguro le iba muy bien, porque ya hacía tiempo que no le venía a visitar, y aunque esa excusa le alegraba, sus ojos claros, hundidos, rodeados de miles de arrugas, se tornaban tristes y húmedos. Entonces a mi abuelo le brillaban los suyos de alegría, me buscaba con la mirada y le ponía al hombre su vieja mano en el hombro, acompañándole en su pesar.
Otras arreglaban el mundo después de haber escuchado el diario, como ellos lo llamaban. Su sentido común y su experiencia les habían hecho filósofos, aun no sabiendo apenas escribir y leer. Pero a pesar de esta sabiduría, en su sencilla, aunque dura vida no había cabida para entender aquel mundo que les parecía tan complejo y lejano. Lleno de guerras, de intereses económicos que superaban su pequeño conocimiento de un mundo que se movía deprisa, y en el que ellos apenas se sentían partícipes.
Otras veces, en su interior, una amargura lejana les abatía, en algunos momentos su semblante se endurecía… aquella guerra … A pesar de los años pasados todavía la recordaban…
Apenas eran unos muchachos, cuando sus corazones palpitaban por una moza a la que ya rondaban, y de repente, sin entender ni saber, les dijeron que debían alistarse para una guerra que apenas entendían, porque ellos eran campesinos. Les dieron un fusil y se alejaron de los suyos. En el pueblo había rumores, pero todo aquello superaba su entendimiento. Y allá fueron … a matar o a que les mataran, tomando partido sin entender de política ni de bandos, porque su existencia había sido trabajar la tierra, así de simple, así de dura. Pero desde entonces, les hicieron tomar partido… Y ya toda una vida, se sintieron fieles a esa causa, porque un día por ella habían luchado, y por ella habían dejado a los padres y a la novia. Habían visto atrocidades, barbaridades inexplicables, y el miedo se les había metido en el cuerpo. Y en aquella contienda, y después de ella, aprendieron que el silencio era el mejor aliado, así, desde entonces, enseñaron a los suyos a callar para sobrevivir. Todavía, en su vejez, mantenían la discreción que ya se había hecho hábito.
En la posguerra llegaron los hijos. Eran años de dureza extrema cuando la tierra, que no era suya, no daba lo suficiente para dar de comer a la prole. Mi abuelo bajaba a la huerta con los primeros rayos de sol, con la azada, a dejarse día tras día el sudor de su frente, para poder comer su mujer, él y sus hijos. Y aún así, había ayunado para poder cambiar algo de la cosecha para comprar en el estraperlo medicinas porque el tifus se quería llevar a uno de los retoños y, a pesar de su esfuerzo no pudo evitar que alguno muriera. Días y noches de impotencia, de hambre y miseria, de desasosiego.
Pasaban los años, los hijos crecían y ellos, aunque ya comían, no tenían futuro que dar a los suyos. Entonces mandaban al mayor a la capital, a casa de algún pariente, que les contaba, cuando alguna vez iba al pueblo, que las cosas empezaban a moverse en la ciudad, y que quizás el chiquillo podía conseguir trabajo de botones o de ayudante y mandarles algún dinerillo. Y con un hatillo escaso de alguna muda, y algún real, el mayor de los vástagos tomaba el autobús que le llevaría al desarraigo del pueblo.
Aquellos eran los recuerdos, casi comunes, de aquellos viejos, como mi abuelo, que se sentaban en el banco de la plaza, aquellos que compartían en ocasiones, algunos les dañaban, otros les alegraban. Y así pasaban los días, despacio, con la quietud que daba la vejez, con la lentitud de una existencia apática, cuando el tiempo había hecho mella en su salud, cuando ya, a algunos la muerte le había robado a su compañera, a la mujer con la que habían compartido su dura existencia.
Un día, uno de los viejos dejó de ir. Aquel que había justificado su soledad, enalteciendo la importancia del hijo al que no veía años ha. Un mal dolor había golpeado su corazón gastado. El médico avisó al hijo y envió al anciano a un hospital de la ciudad. Ni siquiera le permitió agonizar entre las modestas paredes que le acogieron durante una vida. La parca vino a buscarle unas horas después, en una blanca cama, en una fría habitación, en un lugar lejano.
Y en aquel pueblo una campana tocó a muerte.

 

 

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