EN EL INVERNADERO – María Buela
Por María Buela
Religiosamente, cada mañana temprano, Peter se dirigía al invernadero. Desde que Rose se había ido, ese lugar pasó a ser una especie de refugio para él. La echaba de menos todos los días. Por fortuna, no a todas horas.
Disfrutaba de cada uno de los pasos en su camino hacia allí, por ser un peregrinaje elegido hacia un lugar sanador. Una actividad pausada, sin duda adecuada para su viejo y delicado corazón. Apoyado en su bastón y vestido con pantalones de pana aupados por tirantes, impecable camisa de tartán y casi arrastrando sus pantuflas de paño, parecía la viva imagen de un tierno abuelito. Sólo que no tenía nietos. Tampoco hijos. De haberlos tenido es probable que alguno de ellos hubiese heredado sus dulces rasgos. O tal vez su destreza con las manos, intacta a pesar de los embates del tiempo. Lo que en ningún caso habría querido que perpetuasen era su único vicio: la afición por el alcohol.
Convertida ahora por él en objeto de culto, la construcción hacia la que caminaba diariamente, desde que comenzaba a verla a lo lejos, era una invitación al recuerdo de muchos momentos juntos compartidos allí. En cuanto ponía un pie en el lugar sentía en propia piel todo el cariño depositado por ella en los seres que lo habitaban. No sólo en las plantas, con las que acostumbraba a hablar, sino también en los pequeños animales que se colaban de vez en cuando en su interior. Rose amaba la Naturaleza, en todas y cada una de sus formas. Peter no. Pero a su lado había aprendido a tolerarla y, ahora que ella no estaba, comenzaba a apreciarla a su manera. Incluso había dejado de odiar a los ratones. El motivo de la escasa simpatía hacia ellos se remontaba a su infancia: cierta noche, al meterse en la cama, se encontró con uno entre las sábanas. Recordaba como si hubiese sido ayer la sensación de pánico, el tacto del roedor regalándole una asquerosamente suave caricia y la rapidez en darse a la fuga, tras escuchar el alarido que salió de su tierna garganta.
Aquellos infantiles gritos, todavía en su recuerdo, contrastaban con la paz del jardín. Casi en cualquiera de sus árboles se podían encontrar casitas de madera para pájaros, o comederos y, en los troncos huecos, improvisadas despensas a rebosar de avellanas y nueces hacían las delicias de las ardillas. Algo similar había pretendido hacer Rose en el invernadero donde a veces se dejaba ver algún ratoncillo de campo, pero, aunque solía ser compresivo, Peter se negó en redondo a ofrecerles comida en la estancia:
—Pero Peter, ¿qué daño pueden hacerte si son diminutos y adorables?
—¡Que no, Rose, que no! Sabes que no me gustan y cuanto más lejos, mejor.
Ella había cedido y nunca más volvió a tocar el tema. No era testaruda, pero cuando de veras quería lograr algo conseguía siempre salirse con la suya. De la mano de una gran sensibilidad hacia la belleza y la armonía se encontraba su pasión por verlo todo en orden, limpio y reluciente y, las contadas ocasiones en las que se enfadaba, era debido a la falta de respeto a su criterio. Peter tendía al caos. Sin embargo, para evitar discusiones, procuraba no manchar mucho y mantener recogidas sus cosas. Afortunadamente, una mujer del pueblo ayudaba a Rose en las tareas del hogar y dos jardineros, que venían tres veces por semana, se encargaban de los trabajos más duros que su mujer no podía asumir. Peter los había mantenido a su servicio cuando ella se fue. De este modo el jardín seguía siendo un paraíso y el invernadero se mantuvo perfecto.
Su planta y alzado eran semejantes a los de una iglesia románica, incluyendo ábsides y una enorme cúpula. Los cristales solían estar impolutos, pero a pesar de su transparencia a duras penas dejaban entrever el exterior. La gran cantidad de plantas de todo tipo que albergaba lo impedía. Aun así, se podían intuir fuera las ramas de los sauces llorones, árboles que custodiaban la edificación alcanzando con sus troncos hasta la mitad de su altura y rodeándola por completo. El suelo hidráulico, blanco y negro, combinaba a la perfección con la estructura de hierro forjado y las lámparas de estilo modernista que colgaban del techo.
Éste era ahora el escenario de la práctica totalidad de las horas de su día. En él, Peter perdía la conciencia del tiempo transcurrido, entretenido, en ocasiones ebrio, sentado en su viejo sillón de mimbre. Profanando la gran mesa de cerezo, antes de uso exclusivo de Rose, se encontraban cientos de pequeñas piezas de metal. Totalmente esparcidas siempre.
Atado a una larga tradición familiar, Peter moriría siendo relojero. Desde un principio lo que más le había fascinado de su trabajo era saber que, si cada pieza encajaba en su lugar, el reloj volvería a funcionar. Sintiéndose como un pequeño dios y consciente de su casi mágico poder, con idéntica liturgia devolvía al reloj su tic-tac, que la del cirujano logrando hacer latir de nuevo un corazón.
Sin embargo, desde hacía unos años se entretenía de un modo nuevo: decidió darse permiso para crear, dejando a un lado la estructura exterior del reloj y centrándose en experimentar con las entrañas del mecanismo. Partía de cero, permitiendo que sus sabias manos decidiesen y las propias piececillas, ahora libres, susurrasen en su oído su lugar. Al principio sus obras habían sido muy grandes y abstractas, horrorizando a Rose por su falta de armonía. Desde que ella se había ido, fueron perdiendo en tamaño y ganando en concreción y belleza. Por desgracia, el ingrato tiempo jugaba a la contra y cada vez veía peor. Tampoco le ayudaba en su tarea el beber demasiado, incluso más desde que ella no estaba…Era Rose la que cariñosamente, antes, le reñía, protegiendo su hígado y conteniendo su vicio.
Ensamblando las piezas brillantes, Peter obtenía algo bastante parecido a la felicidad. Y al contrario de lo que pudiera parecer, no se sentía solo: por una parte, percibía de alguna manera la presencia de su mujer en cada rincón, creyendo incluso a veces verla; por la otra, le acompañaban los ratoncillos.
Se fue acostumbrando a ellos poco a poco porque hasta los más arraigados miedos envejecen e incluso a veces, mueren. Al principio, los pequeños roedores y Peter se toleraban de lejos pues con la lentitud impuesta por los años, no hubiese podido echar a correr, aunque quisiese. Después, como decidió no espantarlos de ningún modo, ellos se fueron acercando. La media distancia resultó ser una gran oportunidad de observarlos y, poseído a estas alturas de su vida por la curiosidad de un niño, comenzó a prestarles atención. Fue así como descubrió la variedad de sus movimientos, los colores de su pelaje y que, contrariamente a lo que se decía, se lavaban y acicalaban todos los días.
—¡Qué simpáticos sois, bandidos! —exclamaba en alguna ocasión dirigiéndose a ellos, deseando que pudieran entenderle y agradeciéndoles de esta forma su presencia.
Finalmente comenzó a llevarles comida, lo que dio lugar a un mayor acercamiento. Entre todos, había uno que le llamaba un montón la atención, no tanto porque le faltaba una oreja sino más bien por su brillante aspecto y su delicada manera de caminar. Además, cuando se le acercaba y retorcía su diminuto hocico le recordaba a Rose, que hacía un gesto similar cuando estaba enfadada. Mirarlo lo distraía de su labor creativa y a veces le parecía que se comportaba de forma extraña. Al contrario que los otros, cogía su trozo de queso y se lo llevaba a una de las cajas de piezas de metal, siempre vacías. Era su ratón favorito e incluso se dejó acariciar alguna vez.
Entretenido con estas nuevas amistades, se le iban las horas y volaban los días. Aunque el resto de estaciones transcurría sin pena ni gloria, Peter temía la llegada del invierno: las dimensiones de la querida construcción hacían imposible calentarla con sólo una estufa de gas. Sus añejos huesos toleraban cada vez peor la humedad y tenía catarros a menudo. A pesar de todo ello, no quería ausentarse del invernadero.
Y allí se encontraba uno de los últimos días de diciembre, un poco ebrio y cansado, cuando cayó la noche y comenzó la lluvia. Al principio, pequeñas gotas tintineaban en los cristales, creando una suave melodía. Música violentamente convertida en ruido atronador al empezar la tormenta. Sin otra opción posible que quedarse a dormir, Peter, tambaleante, alcanzó a apagar todas las luces, acercar la estufa y echarse una pequeña manta por encima. A punto estaba ya de dormirse, recostado en su sillón, cuando un relámpago iluminó la estancia. A este le siguió otro. Y fue en el tercero cuando Peter creyó ver a Rose a través de los cristales, entre las ramas alborotadas de los sauces llorones, arrugando ligeramente la nariz. Empapada pero sonriente.
—¡Querida! Me alegro tanto de verte…
Eran casi las cinco de la mañana cuando un vecino del pueblo avisó del percance: el invernadero de Rose estaba ardiendo. Cuando los bomberos llegaron al lugar contemplaron fascinados una bella escena: el fuego danzaba rítmicamente en el interior alcanzando las llamas lo más alto del techo, incluyendo la cúpula. Fuera, la lluvia seguía intentando quebrar los cristales que, a pesar de ello, no se rompieron. El aire azotaba con fuerza las ramas de los sauces, que con sus hojas acariciaban la castigada construcción.
Poco más de una hora más tarde, el incendio pudo ser contenido. Los bomberos echaron mano de la propia Naturaleza, rompiendo todos los vidrios del techo que consiguieron alcanzar. Y la tormenta se fue calmando, dando paso al silencio y a la visión de los daños causados: como alfombra que cubría el suelo por completo, una amalgama de trozos de barro y cristal, hojas arrancadas, tierra y ceniza.
Avanzando entre el caos, justo cuando amanecía, encontraron el cuerpo de Peter. Tendido en el suelo al lado de lo que parecía ser una mesa, ahora calcinada. Inexplicablemente perdonado en parte por el fuego, en su boca se dibujaba una sonrisa. A su lado, dos cajas repletas de pequeñas piezas de metal, perfectamente ordenadas. Y en su mano, su última obra: un pequeño ratón que les pareció inacabado. Le faltaba una oreja.
RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura CreativaDeja una respuesta
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María Isabel López Ben
07/10/2024
Me encanta, muy buen relato y buena redacción. Espero que sea una gran escritora. Se lo merece
¡Gracias, Gracias, Gracias!
Un relato muy tierno sobre la soledad
¡Gracias por tu comentario, M Ángeles! Me encanta tu visión de mi relato y te agradezco que la hayas compartido.
Saludos de Rose, de Peter y míos…
Me sugiere delicadeza, sensibilidad.Imagino a su autora caminando de puntillas y dejando su relato sin hacer ruido para que lo disfruten los lectores.Final maravilloso.Gracias María.
¡Gracias, Begoña! Me han emocionado tus palabras. Un beso grandote.
El relato tiene una esencia exquisita de la melancolía. La transformación del personaje es fabulosa. En breves palabras se muestra cómo va evolucionando, desde el hombre que fue cuando aún tenía a su esposa y el hombre en el que se convierte luego de perderla. Un nuevo ser que guarda un tinte de su antiguo yo, lo cual es algo muy asertivo con la realidad, nadie pierde nunca del todo la persona que ha sido, sin embargo el modo en que vence un miedo tan diminuto, pero inmenso para él, como es el temor a los roedores, plasmado en su psique infantil es increíble. El modo en que se asocia el ratoncito con su esposa a la que amó y ama aún, del modo en que lo hermoso se presenta como un miedo para ser superado. Podría describir muchas cosas, porque en un relato breve está la esencia de la transformación del ser. Evoca pasajes sombríos y maravillosos. El invernadero con su majestuosidad y a su vez parece una antesala a purgar las prisiones mentales irracionales. El secuestro mental se resuelve y se abre en ver la belleza en aquello que rechazaba. El vínculo que termina forjando con la naturaleza que es, en definitiva, nuestra única madre y Diosa. Este ha sido al día de hoy, uno de los mejores relatos que he leído. Gracias por compartirlo.