ENTRE DRAGONES Y ROSAS – Sandra Luz Farrais Valencia

Por Sandra Luz Farrais Valencia

Hoy es un día lleno de magia. A medida que pasan las horas, se va contagiando el encanto por encontrar una nueva experiencia, escondida entre las páginas de un libro, y acompañarlo con una bella rosa. Como cada 23 de abril, honrando a su patrón Sant Jordi, las rosas y los libros toman las calles y plazas en cada rincón de Cataluña. Hay un gran ambiente de festividad y todo se inunda de sonrisas y cordialidad. La búsqueda de aventuras escritas se extiende por un enorme e improvisado mercadillo de rosas y libros.

Sara vive en un pequeño pueblo de la costa. Está acostumbrada a celebrar este día a pequeña escala, pero en esta oportunidad coincide que debe estar en el centro de Barcelona. Siente el deseo de perderse por las callejuelas del Barrio Gótico, de contagiarse de aquella alegría. Las adolescentes, entre risas y picardías, corretean contemplando las rosas que han recibido. Muchos de los que están por las calles buscan un libro especial o una rosa, algunos, ambas cosas, para obsequiarlas a esas personas especiales en sus vidas.

Sara se detiene en una de las paradas y coge un libro. De pronto se escucha una algarabía. Al girarse ve a un montón de gente congregarse en uno de los puestos.

¿Qué ocurre? —pregunta Sara al hombre que se encuentra a su lado.

Un autor está firmando su libro.

Ella no puede evitar soñar despierta. Suspira, cierra los ojos, dibuja una gran sonrisa y piensa: “Algún día podría ser yo la que esté aquí firmando mi primer libro”.

Vuelve la vista al libro que retiene entre sus manos y comienza a hojear sus páginas. Lo acerca a su rostro, inspira profundamente el olor que desprende el papel y la tinta. Cuánto le agradaba aquel aroma. A la derecha, unas enormes rosas rojas, amarillas y azules atrapan su mirada. De pronto, se vio transportada en el tiempo.

Con apenas cinco años estaba allí, contemplando embelesada unos fabulosos globos rojos, amarillos y azules. Nunca antes había visto tantos globos juntos, sobre todo con aquellos colores tan brillantes. Lo último que recordaba era a su padre diciéndole: “No te muevas de aquí”. Y eso fue lo que hizo, quedarse en estado hipnótico observando aquellos globos. El bullicio, la música, las carrozas, la multitud disfrazada que iba y venía. Todo aquello quedaba en un segundo plano, lejano, borroso y descolorido. Para ella, solo existían los brillantes globos rojos, amarillos y azules. En aquellos tiempos, el centro de su ciudad natal se vestía de gala para los carnavales. Cuando reaccionó, miró hacia arriba en busca de su padre, pero solo vio caras que no reconocía y la asustaron. Buscó a su alrededor, pero no le encontró. Sintió que su pequeño corazón daba un vuelco. ¿Cómo podía ser? ¿Cómo iba su padre a irse sin ella? Sara estalló en llanto y atemorizada, echó a correr calle arriba. Una joven pareja la detuvo y la calmó. La mujer la alzó en brazos y secó sus lágrimas con mucha ternura.

¿Puedo ayudarte en algo?

Esa pregunta la trae de nuevo al presente. Le habla la dependienta del puesto de libros.

No, gracias. Tan solo estoy mirando —contesta Sara, que cierra el libro y lo deja de nuevo en su sitio.

Sigue su camino adentrándose por las estrechas callejuelas del Barrio Gótico. La melodía de un saxofón se hace cada vez más presente. Al girar la esquina, encuentra a un joven músico, con barba poblada y aspecto desaliñado, tocando ese sensual instrumento. Lo mueve con tal exquisitez entre sus manos, que parece un baile de enamorados. En esa danza se desprenden unas sublimes y delicadas notas que inundan el aire, rebotan y hacen eco en las paredes de piedra de la Catedral. En ese instante un par de gotas de lluvia humedecen el rostro de Sara. Ella levanta la mirada para comprobar el estado de las nubes. Se queda atrapada, contemplando las gárgolas vigilantes y guardianas que custodian el Templo. ¡Qué extraña atracción ejercen esas misteriosas y diabólicas figuras sobre ella! Esa era exactamente la misma perspectiva y sensación que tuvo, aquella tarde de carnaval, cuando miró hacia arriba buscando angustiada la figura de su padre.

No pudo evitar preguntarse con cierta nostalgia y tristeza ¿cuándo dejaron de celebrarse los carnavales en su ciudad? Festejarse al menos de aquella manera tradicional. No de la forma tan grotesca y salvaje, como arrojar sobre los transeúntes huevos podridos y globos llenos de pintura o agua putrefacta. No pudo evitar pensar cómo sería ahora, después de treinta años. ¿Cuándo dejaron de celebrarse las fiestas populares, las patinatas nocturnas y los cánticos de villancicos por Navidad? ¿Cuándo se perdió todo aquello? ¿Dónde quedaron todas aquellas bonitas costumbres? No conseguía recordarlo.

La lluvia empieza a caer con más ligereza. Sara acelera el paso entre la muchedumbre. Mientras camina cada vez más rápido, aparecen ráfagas de imágenes por su cabeza: un niño aparentemente inocente, que arranca una medalla de su cuello y se aleja corriendo; un motorizado que se acerca y tira de su bolso para llevárselo; un repulsivo individuo que la acosa en el autobús y otros que ponen sus asquerosas manos donde no deben; otro motorizado que la apunta con un revolver en la autopista, al cual consigue esquivar tomando una salida improvisada; un coche le cierra el paso de noche, se bajan tres hombres y caminan hacia ella, pero abortan la acción por la llegada inesperada de otros vehículos. Sara se pregunta entonces: ¿Dónde estaban los guardianes de su ciudad en aquellos momentos? ¿Sería diferente si hubiesen colocado gárgolas en lo alto de los edificios?

Entre paso y paso desemboca en el Portal del Ángel. Allí la seduce otro puesto de libros. Planea con su mirada sobre los volúmenes que están al alcance de sus ojos. Un par de ellos llaman su atención y los coge para hojearlos. Aquel agradable aroma a papel y tinta la vuelve a estremecer. El murmullo de la gente y el ruido de los coches se ensombrecen repentinamente por la estrepitosa resonancia de una sirena, luego otra y seguidamente una más. Unos policías corren abriendo paso entre la multitud dejando pasar una patrulla, un coche de bomberos y una ambulancia. Las miradas atónitas de los transeúntes se cruzan asombradas e interrogantes.

Aquellos policías corriendo y el sonido taladrante de las sirenas, activan el miedo y la encarnada incertidumbre en el cuerpo que sintió años atrás. Fue el día en que reinó el caos y la confusión en su país. La gente gritaba, se oían disparos, los comercios fueron saqueados sin escrúpulo. Estupefacta frenó bruscamente el coche, evitando estrellarse contra una barricada que acababan de incendiar en medio de la calle, justo delante de ella. Puso la marcha atrás, pero temblaba tanto que le era imposible mantener el pie estable en el acelerador. Hacia atrás, sí, iba hacia atrás, pero a trompicones, debido al temblor y al pánico que la invadía. Todos iban marcha atrás, pero… a dónde. Cualquier calle podía convertirse en una trampa mortal. La ciudad parecía haber enloquecido. La gente corría en todas las direcciones. Muchos llevaban el botín que habían conseguido en los saqueos: comida, televisores, ordenadores, neveras, colchones, ropa, despieces de carnicería y un sin fin de cosas más. Todo tenía un cariz dantesco y surrealista. Había heridos y gente manchada de sangre, una sangre que bien podía ser de ellos o de otros. Los disparos diseminados se escuchaban sin cesar. Pasaron cinco horas antes de que Sara consiguiera llegar a su casa, un trayecto que solía recorrer en cuarenta minutos. Al llegar a su residencia, dio varias vueltas a la manzana antes de aparcar. Necesitaba asegurarse de que no hubiese nadie sospechoso que pudiera agredirla. Aparcó y con la llave en mano corrió al portal, abrió la puerta, entró y cerró con doble llave. Aún le quedaban siete pisos por subir antes de sentirse segura tras la puerta de su hogar.

Aquella locura comenzó a apaciguarse bien entrada la madrugada, después de que las autoridades declarasen el toque de queda. Para aquel momento, ya había corrido como la pólvora extendiéndose a otras ciudades del país. Al día siguiente el estado de devastación y desolación era colosal. El toque de queda se mantenía. La auténtica masacre vino entonces, cuando la policía y las fuerzas del ejército tomaron las calles. Los disparos se multiplicaron, se sumó el ruido de las metralletas y los tanques en las calles. Asomarse por la ventana era correr el riesgo de ser el blanco de una bala perdida. Cuántos muertos inocentes, cuántos ajustes de cuentas, cuánta violencia gratuita. Luego vino la escasez de alimentos. ¿Cuántos muertos en total? ¿Cuántos desaparecidos? Una cifra que jamás se llegó a conocer. Se hablaba de miles, pero oficialmente rondaba los trescientos.

Aquello tan sólo fue el preámbulo de lo que iba a suceder en el país los próximos años. Ese era el resultado de la devaluación monetaria, la espiral inflacionaria, los ajustes económicos, el acaparamiento de productos de primera necesidad, la corrupción, la desconfianza y la pérdida de credibilidad. La consecuencia fue una inestabilidad política, pero sobre todo había dejado al descubierto una profunda fractura social. Ese fue el día en que Sara decidió marcharse de su país.

Sara vuelve al momento presente. Advierte que los policías y los bomberos entran en el portal de un edificio, pero ella no tiene ningún interés en saber qué ocurre. Compra los libros que tiene entre sus manos y sigue su camino hacia la estación de cercanías para tomar el tren de vuelta al pueblo donde vive. Sentada ya en el vagón, con el vaivén del ferrocarril, observa al resto de los pasajeros con caras de satisfacción. Llevan sus libros y sus rosas. Sonríe y decide recrear para sí misma la leyenda de aquella tradición. Abstraída, imagina al terrible Dragón que tantos estragos causa a la población. Visualiza algunos de los sacrificios humanos escogidos al azar para apaciguar su furia. No puede evitar asociarlo con el terrible Dragón que había azotado su ciudad natal y todos los sacrificios humanos, que aún hoy, continúan cobrándose. Vislumbra a la princesa, a quien la suerte ha señalado para el sacrificio. La ve caminando resignada hacia las fauces de su depredador, bajo la triste mirada de los aldeanos, como la triste mirada de todos los que aquel día perdieron a alguien o vieron el esfuerzo de su trabajo hecho añicos. Observa al valiente caballero que aparece, lucha tenazmente y mata al Dragón, salvando la vida de la princesa y de su pueblo. Entonces aprecia que, de la sangre derramada por aquella bestia, emerge una preciosa y enorme rosa roja.

¿Hay caballeros en estos tiempos?, se pregunta Sara. Caballeros y damas que puedan acabar con el Dragón violento de su país, salvando la vida de tantos inocentes. Héroes que puedan terminar con tantos sacrificios humanos inútiles. Tal vez entonces, en las calles de la ciudad donde creció, emergería un jardín de rosas rojas y en las plazas florecería un ambiente de alegría y esperanza. Después de eso, podría celebrarse también el día de las rosas y conmemorarse la leyenda, sobre unos valientes caballeros y damas, que derrotaron al Dragón y salvaron a su pueblo. Eso, tal vez, haría renacer el espíritu de su gente.

 

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