ESTÍBALIZ Y EL DESTINO – Mª Asunción Gual Frau

Por Mª Asunción Gual Frau

Estíbaliz Navarro empezó a sospechar de su marido tras conversar con Claudia en el vestidor del gimnasio. Su amiga, llorosa, le contó que el suyo la había abandonado por una lituana de 23 años, así, sin más, y que se lo comunicó durante el desayuno del pasado domingo. “Me he enamorado de otra” le dijo; y en cuanto Claudia empezó a lagrimear, él apostilló impasible “sin lloriqueos, por favor. Esas son cosas que pasan”.

—Lo siento mucho, Claudia. Sabes que me tienes para lo que necesites —dijo Estíbaliz horrorizada—. Llámame siempre que quieras, entiendo por lo que estás pasando —añadió cogiéndola de los hombros.

Ya en el parking, a punto de arrancar el coche, notó un peso en el pecho y empezó a repasar mentalmente su vida con José Luís. Él tenía muchas cenas de empresa que justificaba con su cargo de director de marketing. Pero… antes con frecuencia le pedía que le acompañase y ahora, en cambio, ni mencionaba el asunto. Le notaba de buen humor, eso sí, aunque casi no hacían el amor, y ella lo atribuía a los años de convivencia. “Con el tiempo, los matrimonios se convierten en un reducto de serenidad, en el refugio del guerrero”, le había oído decir en ocasiones. Claro, eso es lo que valora de su relación conmigo, la utilidad de tenerme a su disposición; la casa y la ropa limpias, e incluso la compra de los regalos de Navidad para su familia. En su fuero interno, Estíbaliz iba comprendiendo la distancia que le separaba de su marido y el motivo de su creciente desazón durante los últimos meses.

Llegó a casa y comenzó a rastrear los bolsillos de sus trajes, su cajón de la mesita de noche y los recovecos de su escritorio. Olió un par de chaquetas buscando un perfume desconocido. Incluso fisgoneó en la papelera. Pero no halló un solo indicio de infidelidad. Cuando él llegó, cenaron en silencio.

No lograba conciliar el sueño, así que, ya entrada la noche, se levantó de la cama. Había decidido indagar en el inseparable compañero de su marido: el móvil. Fue hasta el vestidor descalza y lo desconectó del cargador. Bajó las escaleras, se metió en el baño de invitados y cerró la puerta con llave. No tenía contraseña. Abrió el WhattsApp y no le costó encontrar varios mensajes de una tal Adel. “¿Kdms hoy?”, “tcho d menos”, “vnte a csa”. Abrió de inmediato la carpeta de mensajes enviados: estaba vacía.

En estado de shock, colocó el móvil en su lugar y salió al jardín. “Me las vas a pagar, hijo de puta”, masculló golpeándose la frente con el puño cerrado.

Y ese preciso instante marcó el inicio de lo que iba a ser una escalada de venganza.

A la mañana siguiente, se puso manos a la obra. En Google buscó “detectives privados” y desechó los primeros de la lista con el fin de encontrar alguna oficina pequeña, fuera de los círculos más comerciales. Le llamó la atención un tipo que parecía trabajar solo: Lucas Buendía. Detective acreditado por el Ministerio del Interior. Absoluta discreción. Conflictos derivados del divorcio, modificación de pensiones, herencias o dudas de infidelidad. Ese le pareció adecuado y pidió hora para una cita.

A las seis en punto entraba en un portal de la calle Catalejos, un pequeño callejón en el barrio de Santa Águeda que apestaba simultáneamente a orín y basura. Llamó al segundo C sin sacarse los guantes.

—¿Señora Navarro, cierto? —le preguntó un hombre calvo y gordinflón mientras le ofrecía la mano.

—Sí, buenas tardes.

—Pase por favor a mi despacho y tome asiento.

El antro olía a tabaco y al ver a ese hombre fofo, calvo, sesentón y con un fino bigote recortado, Estíbaliz sintió una cierta aversión. Una corbata horrible y un traje arrugado que le quedaba estrecho remataban su aspecto, aunque ella se impuso no dejarse llevar por cuestiones secundarias pues estaba ahí por una causa mayor.

—Usted dirá, señora. Llámeme Lucas, si le parece bien. Eso nos dará más confianza. ¿Dudas sobre la infidelidad? —le preguntó así, de sopetón.

—Sssssí, pues la verdad es que sí. Puede llamarme Estíbaliz. Ese es mi nombre de pila.

—Mire, señora Estíbaliz, deseo aclararle, para su tranquilidad, que soy… como un muerto.

—¿Pppperdón?

—Quiero decir que soy una tumba, que puede contar con mi absoluta discreción. A mis años he llevado cientos de casos de este tipo y mis clientes han quedado siempre satisfechos. Humm… satisfechos con mi trabajo, quiero decir… quiero decir que a veces, vaya, a veces los resultados corroboran sus sospechas, aunque a veces no, ¿eh?, ¿eh? No sé si me explico señora Estíbaliz.

—Sí, Lucas. Le entiendo perfectamente.

—He visto de todo, señora, puede usted creerme. No puede escandalizarme nada, se lo aseguro.

—Bien, aunque mi caso debe ser frecuente. He encontrado unos mensajes en el móvil de mi marido que…

—Nada, nada. Me hago cargo —dijo mostrando las palmas de las manos en alto para indicarme que no continuara mi discurso—. Siento tener que hablarle de mis honorarios, pero es un tema ineludible antes de que empiece a trabajar.

Estíbaliz asintió con la cabeza.

—Mis honorarios son de 1.500 a la semana. Dos mil por adelantado, antes de iniciar mis pesquisas. Usted se viene cada lunes a las seis, aunque deme ahora quince días para mayor seguridad, y yo le informo. ¿Simple, no? Porque es mejor que, entre nosotros, dejemos el móvil de lado. De-la-do, ¿me entiende usted? — y mientras decía esta frase se inclinó sobre la mesa apoyando en ella las palmas de las manos. Luego se recostó sobre el respaldo de su asiento, inspiró sonoramente y esperó con atención la respuesta de su cliente.

—Bien, Lucas, me parece bien. He traído efectivo y una foto de mi marido pues, como comprenderá, tengo una cierta prisa por saber si se confirman mis sospechas.

—Ah, perfecto, perfecto. Se nota, señora Estíbaliz, que es usted una mujer eficiente. Eficiente, decidida y, si me lo permite, elegante je, je —dijo con una falsa sonrisa que evidenció su dentadura llena de sarro—. Pues si le parece, vamos a comenzar con el tema que nos ocupa.

Extrajo un folio en blanco del cajón izquierdo y un bolígrafo corrientito. Puso ambas cosas sobre la mesa frente a Estíbaliz.

—Escriba aquí los datos de él —añadió señalando el folio con el índice —. Nombre, coche (modelo, color y matrícula), domicilio y lugar de trabajo —También si es miembro de algún club o gimnasio y cualquier otro dato que pueda ser relevante para mi investigación.

—Bueno, él juega al golf y también a pádel. Gimnasio tenemos en casa. No se me ocurre nada más.

—Que usted sepa, claro, je, je. Huy, perdón. Pues indíqueme también el nombre de los clubes donde practica deporte. Y qué días y a qué horas suele ir.

Estíbaliz acercó su silla, se quitó los guantes y sacó el Montblanc del bolso con cierta parsimonia. Era consciente de que estaba iniciando un camino del que ignoraba el final, pero estaba decidida a no cejar en el empeño.

El resto de la semana trascurrió como tantas anteriores. Sus suegros fueron a comer el domingo y José Luís les sorprendió con unos daiquiris de fresa que preparó a media tarde mientras, jugaban a canasta en la mesa camilla. Por primera vez en su vida de casada, Estíbaliz pensó que se aburría como una ostra y simuló una migraña frunciendo el ceño y tocándose la frente. Todos le sugirieron que se tumbase a oscuras. Ella se despidió aparentemente compungida y subió feliz las escaleras hacia su habitación.

Quince días después, el lunes por la tarde se vistió de forma informal (total, para ir a ese lugar tan cutre, pensó) y llamó al timbre de Buendía con una puntualidad británica.

—Ahhhh, señora Estíbaliz, la estaba esperando —dijo el inspector con los brazos extendidos—. Pase, pase y acomódese por favor. Deme el abrigo. ¿Un chupetín?

—¿Perdón?

—Una copita, señora, una copita. Un cliente dominicano me ha regalado un ron ¡ex-ce-len-te! —, dijo moviendo ambas manos con sus respectivos pulgares e índices unidos.

Estíbaliz pensó que un trago no le vendría mal. Esperaba malas noticias y un ron le levantaría el ánimo. Alzó los hombros ladeando la cabeza.

—Claro, señora, claro. El ron alegra la vida y es sano, no lo dude.

Abrió un mueble bar semidesvencijado y sacó dos copas de coñac introduciendo los dedos en ellas. Las puso sobre la mesa. Luego extrajo una botella de Barceló añejo de una bolsa de Mercadona. Mientras lo servía, Estíbaliz se fijó en sus manos regordetas necesitadas de una buena manicura. Buendía le ofreció una copa y ella, sin pensárselo dos veces, se tomó el ron de un solo trago.

—¡Ay, señora!, ¿ve usted? Ahora se sentirá mejor, ya verá.

Buendía tomó asiento, cogió una carpeta de cartón azul marino, retiró las gomas, sacó varios folios y cerró la carpeta. Levantó las cejas y cerró los ojos.

—Sí, amiga mía. Sus sospechas eran fundadas —dijo con aparente gravedad.

—¿Otra copita de ron? —añadió cambiando de tono.

—Ssssí, por favor.

—Mire usted, su esposo ha visitado tres veces esta semana un piso que está… déjeme ver —dijo sosteniendo el folio y poniéndose unas gafas de cristales mugrientos —, sí, aquí está, un piso de la calle Zorrilla. Número 18, ático A, para más información. El piso no tiene parking y su marido deja el coche en el aparcamiento de la esquina con Avellaneda. Tarda unas dos horas en salir del piso, más o menos, usted ya me entiende. Luego regresa a su oficina, a eso de las cinco o seis de la tarde.

Un largo silencio invadió el cuchitril entretanto Buendía cruzó los brazos. Sabía por experiencia que la confirmación de una sospecha era un momento difícil, siempre traumático, y que lo más oportuno era esperar cuál iba a ser la reacción del cliente. Rellenó las copas, sacó un pañuelo del bolsillo y se sonó con cierto estrépito.

Estíbaliz, perpleja, tragó saliva. Se acomodó en su asiento y entrelazó dedos de las manos. Es un golpe bajo, pensó. Más tarde elaboraré una cuidada estrategia para hundirle tanto a él como a ella, se dijo.

—Y… ¿puede darme más información sobre esa mujer? —preguntó con una frialdad inusitada.

—Humm… por supuesto, Estíbaliz, por supuesto. Pero las cosas a veces no son lo que parecen, no se corresponden con lo que habíamos imaginado, usted ya me entiende —dijo Lucas asumiendo ya el papel de copartícipe en el agravio. Inspiró y empezó a hablar.

—Adel es Adel Yahuri, ciudadano boliviano de 25 años, alto, mulato y con permiso de residencia desde hace dos años. No tiene antecedentes, lo hemos comprobado. Vive solo y trabaja de coctelero en el club de golf… —rebuscó de nuevo en el folio de los apuntes —en el club de golf Los Abedules; ya sabe, el que frecuenta su esposo.

Estíbaliz se levantó y cogió su abrigo. Buendía, algo sofocado, se le acercó diciendo:

—Señoooora, señora mía, tranquilícese. Comprendo su indignación y, para qué vamos a negarlo, su sorpresa.

—Maldito hijo de perra, joder. Pediré el divorcio y me quedaré con la casa, su coche, sus putos relojes y hasta con los trajes de Armani.

—Tranquiiiila, Estíbaliz, tranquiiila. Sabe que aquí estaré por si me necesita.

Y le ayudó a ponerse el abrigo, le abrió la puerta y llamó al ascensor.

En la misma calle Catalejos, Estíbaliz vio un taxi y lo paró. Llegó a casa dando tumbos y se dejó caer en el sofá. Mañana sería un buen día para pedir cita en un abogado.

 

 

 

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