EXTRAÑOS EN UN TREN

Por Yolanda Pallás

La mujer sacó el portátil observando de reojo a la joven sentada a su lado. Bajó la bandejita para apoyarlo mientras su compañera se revolvía por el escaso espacio. El sonido de las ruedas sobre el asfalto bacheado y el movimiento lateral no eran el ambiente ideal para revisar los informes, pero tenía que acabarlos antes de llegar.

Escuchaba la música a través de los altavoces de la chica, «se va a quedar sorda a este paso». Un fuerte ruido y un movimiento brusco hizo que el portátil saliera volando hacia el techo. El autobús rodó por el terraplén mientras los gritos y los golpes de los bultos y las cabezas se sucedían sin control.

Al fin, paró.

Un velo de sangre cegaba sus ojos y un dolor sordo en las piernas le impedía moverse. Su compañera tenía los ojos semicerrados, salpicada de rojo y con el pelo estirado hacia el techo.

—¿Estás bien?

—Creo que sí.

Algunos quejidos se escuchaban bajitos. El autobús se volvió a mover y cayó de forma lateral.

Ahora la joven estaba echada sobre ella. La noche no ayudaba mucho a ver dónde habían caído y no parecía haber nadie que se hiciera cargo. Ella lo intentaría, pero no podía moverse.

—¿Cómo te llamas? — preguntó con dificultad.

—Me llamo Elena—contestó la joven intentando no echar todo el peso encima de ella.

—No te preocupes. No siento ningún dolor. Ni siquiera puedo mover las manos. Me gustaría hablarte de mi familia, si no te importa.

—Claro. Yo tampoco puedo moverme, el cinturón está atascado. Esperaremos que nos vengan a rescatar. Seguro que te pones bien. Tranquila. — Es lo único que se lo ocurrió decir —. ¿Cómo te llamas?

—Me llamo Clara. Clara Martínez. Déjame contarte…

Los sollozos generales y los chillidos antes numerosos iban bajando de volumen. Tal vez alguien hubiera llamado a emergencias con el móvil. Quizá alguien los vio caer. Clara habló durante un buen rato. De lo mucho que quería a sus dos hijos, de su esposo, del amor que sentía por su familia, por su trabajo, y aunque lamentaba no haber dedicado más tiempo a divertirse, el conjunto había sido aceptable.

Elena comenzó a llorar.

—Has tenido una gran vida. Me alegro. Yo ahora mismo cambiaría tu estado por el mío. Desearía no vivir más.

—¿Pero por qué?

La historia de abusos y dolor de Elena estremeció el alma de Clara.

—Tengo una hija, tiene tres años, aunque la hacemos pasar por mi hermana, y en realidad lo es. Me gustaría escapar, pero no puedo. No me atrevo a dejar a mis dos hermanos solos con ellos. Mi madre tiene una enfermedad mental y mi padre… ya sabes.

Una lágrima cayó sobre el cristal de la ventana del autobús. Un temblor se volvió a sentir, y el autobús se deslizó hasta el río, volviéndose todo negro.

***

Abrió los ojos dolorosamente. Un techo blanco y pitidos regulares le indicaron que aún estaba viva. Parpadeó y emitió un quejido.

Estaba sola en la habitación, cómo no. Al menos no estaba en cuidados intensivos, por lo que no estaría tan mal. Se preguntaba qué había sido de su compañera.

Entró una enfermera que le sonrió al verla abrir los ojos. Llamó al doctor.

 

***

Dos meses después.

—Quiero hablaros de algo muy importante. A los dos. Vuestra madre os adoraba. Estuve con ella hasta que falleció, y sólo habló de lo feliz que había sido durante toda su vida. Me dijo que os lo contara.

Los jóvenes abrazaron a la chica que todavía llevaba muletas. Ella se volvió hacia su casa. Tomaría el metro, por supuesto, su padre no la iría a buscar.

«La vida es realmente corta, y no importa lo que hagas, o lo que digas, o si te mereces morir, igual te llega, en cualquier momento». Su diario cada vez se alimentaba con sentimientos más lúgubres.

Al dormir, soñaba con Clara. Soñaba que le decía que tomase las riendas de su vida, pero no tenía fuerzas. Como ahora ella no podía hacer muchas de las tareas que antes hacía, su abuela había venido a pasar unas semanas. Se sentía bien con ella. Era una mujer fuerte y decidida. No se hacía idea de cómo podía haber tenido un hijo así.

Llegó un día en que su padre vino bebido del bar. Ella escuchó desde su habitación cómo gritaba a su madre. Gracias a la intervención de su abuela, no llegó a más.

Unas horas más tarde, su puerta se abrió lentamente. Un olor agrio a alcohol le anticipó su peor pesadilla. A lo largo de toda su adolescencia había engordado lo suficiente para no interesarle, pero algo había pasado hoy. El hombre se acercó con intenciones claras.

—¡No! ¡Vete!

—No grites o buscaré a tu hija.

Elena se mordió los labios hasta hacerse sangre. Tendría que aguantar la asquerosa sesión de babas y olores otra vez. Ya no sentía dolor. Solo asco propio y ajeno. Ojalá hubiera muerto en el accidente.

«¿Y quién protegería a tu pequeña?».

El hombre le quitó las sábanas y comenzó a bajarse los pantalones. Un portazo le sorprendió y se giró ya con su pene erecto. El disparo salpicó de sesos y sangre toda la habitación, mientras Elena gritaba y se escondía debajo de la cama.

***

—Es lo mejor para todos, abuela.

La residencia mental era un lugar maravilloso, lleno de flores, y con un bonito huerto. Incluso tenían gallinas. Su madre, ajena a todo lo que había pasado, estaría muy bien allí. «Y, de todas formas, es lo mejor para todos», se repitió Elena mentalmente.

Los dos pequeños se despidieron de su madre sin ningún problema. Ella nunca les había dado el cariño ni la atención que su hermana mayor les dispensaba. Y ahora que iban a vivir con la abuela, sin su padre y su madre, se notaba una alegría creciente, como quien va a las ferias con el bolsillo lleno.

«Las cosas siempre pueden mejorar», dijo la voz en su interior. Y por una vez, por primera vez en toda su vida… creyó que sería así.

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