FELIZ – TRISTE – Mª Sol Brunet Lechón

Por Mª Sol Brunet Lechón

FELIZ

«Me gusta esta región y me gusta vivir en ella porque aquí tengo echadas mis raíces…» Te lo agradezco siempre; agradezco que nos recitaras de memoria párrafos enteros de lecturas célebres, que a mí me había parecido vivirlos en otro sueño del sueño que es ahora tenerte presente e invisible porque ya dejaste tu cuerpo. ¿Llegaré un día a expresarme así? No lo sé, pero comparto que los momentos de mayor vivacidad están íntimamente ligados a la tierra en que has nacido y crecido, a lo que allí se piensa y se come; por eso comer contra lo que piensas, lo tomo por una falta de respeto a la conciencia, y un autocastigo. ¿Por qué qué queda de nuestras palabras si las despojamos de coherencia? El lenguaje humano es un artificio, un juego arbitrario del intelecto que deja de ser significativo cuando se desvincula de las emociones, del sentimiento que ellas generan, para alinearse con el cálculo de probabilidades que posibilita explotar su uso en beneficio propio.

Que yo sea consciente, mi primer conato de hablar fue cantando y, fuera lo que fuera lo que significara la escueta letra de mi monotema de dos palabras, solo yo entendía su magia.

Con el mandil de mi iaia atado bajo las axilas, frente a la aigüera, subida a la sillita de enea que antes había sido de mi madrina y del hermano de mi madrina, fregando un par de platos con jabón casero y un estropajo natural hecho de hilachas de esparto, combinaba las notas de mi «Noma-noma, katu-katu» . Dos palabras bisílabas, dos golpes binarios de voz nunca antes oída cantar por mis próximos y que, por su condición elíptica, no significaba nada para nadie, excepto para mí misma.

Le pregunto a esa niña que empezaba a dar pasitos para sostener su plano vertical en equilibrio, a la vez que averiguaba cómo afinaba ese tanteo de resultar agradable a sus seres queridos emitiendo sonidos de creación propia. Excelso lenguaje minimalista y deseo de atraer al auditorio familiar.

-¿Pero, dime, niñita, qué quería decir tu katucantucato?

-En contacto con el agua, en su chorreo discontinuo sobre la loza blanca; el sonido los platos entrechocando unos con otros me hace sentir parte de ese todo armonioso, sensato y protector que es la familia; entregada a la lírica y, en justa correspondencia con la complacencia de mis madres observándome cómo, fuera de mí, subida mi voz a las ondas etéreas, mi espíritu conecta con la frecuencia de la felicidad misma, alcanzo a ser yo, me reconozco y sólo sé que vuelo, me vuelvo flor abierta flotando y mariposas que revolotean por la cocina, en dirección hacia la ventana abierta a mis espaldas…

TRISTE

 

“Luna llena de júbilo y

Nueva puerta del jardín

Salgo a sombrear

Donde los cactus aprisionan su flor

Que explosiona con avaricia blanca

Cielo inmenso de julio

Verano se eterniza”

 

TRISTES TRASTOS

Al pasar de los años, entiendo que el televisor, se ha convertido en uno de esos tantísimos trastos que mi padre guardaba celosamente en casa para dedicarle tiempo necesario cuando le llegara el retiro. Debe haberse oxidado y ni me entero. El televisor me recuerda a mi padre y no lo enciendo. Así ya no lo tengo que apagar. Se fue como él.

 

-Marisol, tú sabes sacar ya una regla de tres?

-Sí, claro, papa. ¿Cuál?

(Silencio)

¿Cuál, dime? No me tengas en vilo. Yo le quería complacer tanto y, a la vez, me pedía él tan pocas cosas que cuando ocurría alguna de sus preguntas, me sentía más interpelada que si se tratara de un examen final de la escuela. Aficionado a llevarse sus propias cuentas, mi padre lamentaba-sin decirlo explícitamente- que la guerra de España le hubiera cerrado de golpe el estudio, sin haber aprendido todavía sorprendentes operaciones matemáticas como la raíz cuadrada o las reglas de tres, que en realidad sí las sacaba, sólo que con esfuerzo. Así que, al fin de la contienda, cautivo y desalmado (yo me decía desalmado, por desarmado,  porque en su intención de mostrar que el bando legítimo era lo peor, los sublevados desarmaron tanto a los vencidos que les expoliaron hasta el alma, arma imprescindible para mantener el espíritu de todo ser viviente-) el rojo ejército, según el fascismo imperante, acostumbrado a adjudicar todos los desastres de la guerra al bando legal, ese niño de las fotos antiguas que era mi padre, sustituyó los juegos de carabineritos por el repaso nocturno y de pago, y por cumplir con las labores de cuidados del campo al lado de su padre, ayudando a sacar adelante la hacienda, y aprendiendo a hacer de payés. Y curiosamente, el resultado de calcular yo el precio del kilo de arroz, sabiendo el total, el número de sacos cosechados y el número de kilos por término medio de cada saco, coincidía la mar de veces con el cálculo que mi padre había sacado de antemano. Esa era su forma de ir por la vida, preguntándole al mundo cosas de las que se había cerciorado de conocer la respuesta con antelación a la pregunta.

 

Si es verdad que tendríamos que comer como pensamos, así como pensar como comemos, mi planta-icono es el arroz. Lo llevo echando raíz en el légamo de mi ADN desde antes que tuviera sentido mi memoria. De igual forma que se considera mundialmente al pan, principal alimento-base y resultado de procesar elaboradamente otra gramínea, el alimento favorito de mi conciencia para saciar su hambre -estoy segura que el hambre es parte conciencia, y parte estómago que pide nutriente para el cuerpo-, va indisolublemente unido a las ramas paternas de mi árbol genealógico y a las tierras del Ebro en que me crié, y es el arroz. Integral o blanco, nunca falta en mi alacena y, de comprobar que lo tengo, empiezo el día con la energía, el aire de mi tierra, de los olores del suelo y de las entonaciones de los campesinos del Delta, según sea el momento de la siembra, desyerbe o cosecha.

 

¡Qué momento más lúgubre cuando, como heredera de todos sus tesoros, me tocó a mí tirar la insondable, indiscutiblemente suya gran reserva de chatarras que, como por horror vacui, llenaban el almacén de casa cuando mi padre se fue!

 

-¿Para qué puñetas quieres toda esta trastería?, le preguntábamos nosotras cada vez que regresaba del trabajo pertrechado con nuevas adquisiciones.

-¡Deja, que cuando me jubile, me pienso entretener armando los inventos que tengo en proyecto hacer…!

-El único Armando que reconozco es el de la carnicería-, le respondería mi madre. Y de tus inventos, qué quieres que te diga, mejor si aprovecharas el tiempo, qué sé yo, leyendo el periódico o jugando al parchís.

 

Clavijas y más clavijas, pernos, tuercas y roscas, tornillos de raya y tornillos de cruz, tachuelas oxidadas, antiguas llaves de la luz que habían sido blancas, de cerámica caolín con la manecilla-interruptor de madera, viejas cámaras de aire de bicicleta, alambres de cobre e hilos de aluminio, un alijo de bombillas de 25 watios sin estrenar, en sus cajas de cartón, toda clase de tubos y codos de pvc, cuerdas y cordeles de yuta… Coleccionar objetos desechados aparecía como indispensable y saludablemente necesario para un buen estado de su equilibrio emocional.Todo mentiras que nos íbamos creyendo iban a conocer una segunda vida, mentiras que me tuve que cargar yo sola porque todo el mundo se fue muriendo.

Así que los bajos de la casa, inundados de objetos rescatados en su día, fueron acumulando una ingente cantidad de polvo y herrumbre, en concordancia con la zona subcortical de esa tierra tan difícil de cultivar que es el cerebro, donde se lo pasa en grande la procrastinación de un buen recaudador de materia inane.

 

¿Y qué fue lo que se comió su proyecto de escultura-desechofuncional cuando papa se jubiló?, ni más ni menos que el televisor frente al que se quedó prácticamente embobado la mayor parte del día y de la noche, pues en la nueva casa se había dispuesto un televisor para cada habitación que no fuera un cuarto de aseo.

 

Lloro estas lágrimas mías, de un sucio color marrón siena, lo más parecido al orín en estado líquido, y reconozco que no me va a pasar nada mejor porque tenga miedo, que no lloramos porque estamos tristes, sino que estamos tristes porque lloramos, pues harto difícil es imponerse al llanto que insiste y persiste, y que el oftalmólogo no te reconoce sino como fruto no identificado de una imaginación irredenta. ¿Es ese inercial llorar que me sobreviene al recordar a mi padre, producto del miedo?, ¿es miedo hacia mí misma, a que me pueda pasar lo mismo con mis proyectos de vida? Cada vez que me dispongo a limpiar un tramo más de las estanterías verdigrises de la planta baja y me veo ante las verdes bolsas gigantes de basura adonde voy metiendo sus cosas de insondable valor, lloro; lloro y me condeno no sólo al correspondiente aumento de dioptrías en mis lentes, sino también a hacerme sentir desolada, desconsolada y al borde del difícilmente resoluble conflicto conmigo misma. O lo que es, por la misma regla de tres, triste.

Triste trasto de mi quehacer, el apartar objetos para tener guardados de otros que no.

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RELATO DEL TALLER DE:
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