FINAL FELIZ

Por Asunción Fenoll

Los pasos vigorosos de aquel hombre chocaban con sus hombros caídos, andaba deprisa, sin correr, en cambio su cara era triste, como si se hubiese quedado parte de él agarrada a la puerta que acababa de cerrar y, a la vez, corría para encontrar su otra mitad.

Subió al tren con su pequeña maleta de cartón y se acomodó en la parte del rincón del banco de madera donde estaban los otros pasajeros, era un largo viaje y tenía toda la noche por delante, ojalá pudiese dormir y dejar descansar a su mente unas horas.

Entre el calorcillo del tren y el rítmico traqueteo, pronto entró en un estado entre el sueño y la ensoñación.

Veía a una niña morena con trenzas pequeñas. Junto a ella estaban sus hermanas mayores, de seis y nueve años y sus padres.

Era la niña más feliz del mundo. Se pasaba toda la mañana con su madre, una mujer bajita y delgada, pero con una fuerza interior y un vigor que nadie sabía de dónde lo sacaba, en cambio su padre, era moreno, alto fuerte y con unos ojos color de miel que dulcificaban su enorme anatomía.

La niña morena con trenzas pequeñas esperaba a que vinieran sus hermanas del colegio para ir a merendar con ellas a las “palmeritas”, era una pequeña plaza rectangular, en la esquina de casa, rodeada de palmeras, de ahí su nombre y que en el centro tenía una fuente con un grifo dorado y, la niña, estaba convencida que era de oro.

Las hermanas jugaban con los otros niños del barrio a la comba, al teyo, al yo-yo, las chapas, las canicas…pero la niña morena con trenzas pequeñas, solo jugaba a llenar de agua una pequeña pistola de plástico con la que se mojaba a los otros niños en verano, pero ella la usaba para beber agua, le encantaba apuntar a la boca y beber de ese chorrito pequeño y fresco.

Era una vida tranquila y feliz, siempre estaba contenta, no echaba nada de menos ni necesitaba nada ni a nadie más.

Veía a su madre, cuando venía de la compra, contaba las monedas y pensaba que era porque tenía miedo de perder alguna. Por la noche, se sentaba junto a la radio y se ponía a coser, siempre tenía el cesto lleno de ropa. Le daba la vuelta al cuello y a los puños de las camisas de su padre y arreglaba la ropa de la hermana mayor a la mediana y, la de la mediana para, por fin, poder ponérsela ella.

El padre nunca les reñía, ni a ella ni a sus hermanas, nunca les obligaba a comérselo todo, ni a ponerse derechas en la mesa, ni a no hacer ruido al comer sopa, eso era cosa de la madre. Le gustaba verlas y reírse por dentro de sus inocentes travesuras.

Después de cenar apenas había sobremesa, estaba agotado y se iba a la cama quitándose la ropa por el pasillo, pero, la niña morena de pequeñas trenzas, cogía su pequeña silla con asiento de enea le seguía hasta la habitación y se sentaba al lado de la cama.

  • Papa, ¿te cuento un cuento ¿
  • Nunca esperaba su respuesta.

“Había una vez un matrimonio que se fue de viaje de novios a Mallorca. Estaban viendo el mar apoyados en una baranda cuando, sin darse cuenta, a ella le cayó el anillo al mar.

La pobre mujer no paraba de llorar del disgusto por haber perdido el anillo, el marido la tranquilizó diciendo que a la vuelta comprarían otro.

Al día siguiente, fueron a comer a un restaurante y pidieron pescado para comer”.

  • Papa ¿sabes qué había dentro del pescado?
  • ¡¡¡El anillo!!! Respondía siempre.
  • No tonto, la espina, respondía la niña riendo.

Salía de la habitación con su pequeña silla de enea y decía a su madre con voz alegre y victoriosa ¡ya he dormido a papá!

En verano iban a la playa, a las barracas.

Ya eran muchos para ir al campo de los abuelos, así que lo único que se podían permitir era alquilar una barraca en la playa; un conocido tenía 20 y las colocaba todas juntas, todas iguales, azules, en primera línea de playa. La estructura era de madera, techo a dos aguas y un avance en forma de porche; el interior estaba dividido en cuadrículas con tela de saco y las alquilaba los meses de julio y agosto. Nosotros alquilábamos el mes de julio.

En un pequeño camión cargaban caballetes, somieres, vasos, platos, cubiertos, ollas, sartenes, y enseres y productos de higiene. Las fresqueras eran unas cajas de madera con paredes de tela metálica, que servían para conservar los alimentos frescos y aireados y que a la niña morena de trenzas pequeñas le encantaba mirar como se balanceaba, cambiando el ritmo según la fuerza del viento.

Las grandes telas de cretona negras, con estampados de flores rojas y con hojas verdes, tenían la función de hacer de paredes, separando las camas o habitaciones.

En el porche, todos tenían el mismo mobiliario. Una gran mesa en el centro con un tapete de plástico y un botijo de agua, siempre fresca, rodeada de sillas plegadas y apoyadas en la mesa para evitar que se volase el tapete y la joya de todo aquel que desease un buen descanso, dos hamacas de madera con tela de lona azul, una a cada lado de la puerta.

La playa estaba a escasos 15 metros y, en el silencio de la noche, te dormías oyendo la música suave de las olas.

A primera hora de la mañana te despertaba el carro del agua y todas las mujeres salían con sus cántaros a comprarla.

Poco después pasaba una señora gritando “la plaza andando” y llevaba de todo en su carro arrastrado por una mula negra.

Pero lo que todos esperábamos después de comer era el grito de “la pasteleraaaa”, que buenos estaban esos dulces y, el colmo era el chico que llevaba helados en una motocicleta.

Los niños cargaban las pilas en verano, todo el día jugando en la arena y prácticamente viviendo dentro del mar. Los padres iban y venían a sus trabajos a diario, pero, por lo menos, dormían frescos y, las mujeres llevaban la carga del trabajo, pero también les compensaba ver a sus hijos jugar sanos y libres.

Llegaba el mes de agosto con su calor aplastante y había que desmontar todo y volver a casa, a pesar de todo con ilusión, venían las fiestas del pueblo y eso significaba más fiesta y alegría para niños y mayores.

Todos los años menos este.

La niña morena de trenzas pequeñas perdió la alegría, se quejaba de dolor de estómago y pensabamos que algo le había sentado mal, pero tenía mucha fiebre, eso les alarmó y llamaron al médico.

El médico del pueblo, con su cara redonda y bonachona cambió la expresión cuando examinó a la niña.

Esto es grave, les dijo a los padres; voy a llamar a unos colegas y veremos que se puede hacer, si es que se puede hacer algo.

La acostaron en el centro de la cama de matrimonio, apenas tapada con una fina sábana de hilo y los ojos cerrados, sudando por la fiebre y el calor.

Le pinchaban cada poco tiempo, ya no lloraba. No lloraba y tampoco hablaba ni abría los ojos cuando la llamaban.

Los médicos dijeron que no pasaría esa noche.

Sacando fuerzas de dónde no las había, llevaron a sus hermanas a casa de la abuela; no entendían que pasaba, pero sus padres lloraban.

Pidieron sillas a los vecinos porque no tenían en casa tantas como era necesario para el velatorio.

Pasaron la noche a su lado esperando el desenlace final.

Llegó el alba y la niña morena, con trenzas pequeñas todavía estaba entre ellos.

Oyeron una vocecita que no sabían de dónde salía, se quedaron todos mudos, en silencio, y volvieron a oír esa vocecita que pedía agua.

Fue tal la alegría que sintieron que la niña tuvo que repetir varias veces que tenía sed, le daban besos, abrazos, pero nadie recordaba darle agua.

Un fuerte chirriar de ruedas al llegar a la estación de destino, hizo que se espabilara de ese duermevela y ensoñación en el que estaba sumido toda la noche y respiró hondo para tomar fuerza y poder enfrentarse a lo desconocido.

El médico del pueblo, le presentó a un marqués que, a su vez, era amigo de un médico de la capital y, entre todos, habían conseguido que esa eminencia atendiese a la niña morena de trenzas pequeñas en la capital.

Por la premura se fueron primero la madre con la niña y el dejó su trabajo y a sus dos hijas de nuevo con la abuela para estar con su mujer; el médico les iba a decir el resultado de las pruebas.

Salió de la estación con su pequeña maleta debajo del brazo. Tenía tiempo para ir a la pensión y darse una ducha. Así lo hizo, se tomó un café y encaminó sus pasos hacia el hospital.

Buscó en la consulta a su mujer y a su hija. La niña sonrió al verlo y en cuanto se acercó, le rodeó con sus pequeños brazos y le llenó de besos, su mujer en cabio, estaba demacrada, había perdido peso y el color de sus mejillas, no hablaron, su mirada lo decía todo.

  • Su hija tiene meningitis, es un caso muy grave, tendremos que hacerle varias intervenciones quirúrgicas y según los resultados que vayamos obteniendo, intentaremos, por todos los medios, que se pueda mantener sentada en un futuro y para ello hay que tener mucha paciencia, muchísima constancia y, sobre todo, no perder la esperanza. Lo importante es que vivirá, el como lo hará, no lo sabemos.

Se miraron con los ojos llenos de lágrimas, pero felices, la niña morena de trenzas pequeñas, crecería con ellos.

Esto pasó en la década de los cincuenta, con la pandemia de la poliomielitis.

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