GARATA – Mª Elena Aramendia Ruiz

Por Mª Elena Aramendia Ruiz

Tengo 223 años. Me llamo Garata. Es posible que tenga un olorcillo un poco como a humedad, pero no dejes que te distraiga. Puedo hacer valer la experiencia de mis años para competir con muchas jóvenes. Mis orígenes fueron humildes. Cobijaba ganado lanar en la planta baja, la que tiene acceso directo al río.
Protegidas de los rigores invernales por mis gruesos muros, generaciones de ovejas y cabras fueron sustento físico y económico para mis humanos. Durante todos estos años he aprendido de ellos. Son los que me han creado, me han amado, han vivido en mis entrañas. Los he protegido y les he proporcionado el espacio para poder ser ellos mismos. Han sentido, trabajado, recobrado fuerzas, soñado, amado, sufrido. Han nacido y han muerto en mí. Yo siempre estuve aquí con ellos, para ellos, estable, sólida, acogedora. Con el paso de los años, he sido testigo de innumerables amaneceres y atardeceres sobre los verdes campos de la montaña navarra. Soy más que simples paredes de piedra y vigas de madera; soy un testigo silencioso y fiel compañero de las vidas que han fluido a través

Durante décadas, mis habitantes encontraron consuelo en mi
interior. Las risas de los niños resonaban a lo largo de mis pasillos, mientras las historias se tejían alrededor de mi chimenea. Las habitaciones en mis pisos superiores fueron testigos de nacimientos y celebraciones, de lágrimas de alegría y de tristeza. Yo, la casa que cobijaba sus vidas, aprendí a sentir y

He visto cómo las familias crecían y cambiaban, cómo las vidas
se entrelazaban y se separaban. A veces, mis paredes escuchaban discusiones y desacuerdos, pero también eran

testigos de las reconciliaciones y el amor que superaban todas las dificultades. He sabido de infortunio, enfermedad, vida dura,

generaciones se sucedían, me di cuenta de que no todas las
familias me trataban igual. Algunas cuidaban de mí con amor y respeto, manteniéndome fuerte y saludable, mientras que otras me descuidaban, permitiendo que el tiempo dejara sus marcas con mayor intensidad. Notaba también que los que mejor

A pesar de las diferencias en el trato, seguía cumpliendo mi
propósito fundamental: proteger y proporcionar un refugio seguro para aquellos que habitaban mis espacios. Yo no era solo una estructura inanimada, sino un ser vivo. Mi esencia estaba entrelazada con las almas que habitaban mis habitaciones y corredores. Podía sentir la energía y la emoción que emanaban de cada rincón, y a veces me encontraba susurrando palabras de aliento en momentos de soledad y tristeza. Mi papel no se limitaba a ser un simple testigo. Me esforzaba por influir en el estado de ánimo y el bienestar de mis habitantes. Estaba íntimamente unida al entorno, a la energía de la tierra, de la montaña, del aire y del río que me rodeaban. Intentaba que los cuatro elementales fueran benevolentes con mis humanos. En los

de seguridad y calidez que envolvía a todos los que se
refugiaban dentro de mí. Mis habitantes sentían mi abrazo tranquilizador y se sentían inspirados a enfrentar los desafíos que

A medida que pasaban los años, me convertí en un reflejo de la
historia y de las vidas que había tocado. Había visto cómo la sociedad evolucionaba, cómo las tradiciones se entrelazaban con

la modernidad, y cómo las personas encontraban nuevas formas

Había notado algo especial en los últimos habitantes que me
habían elegido para formar su hogar. Una joven pareja, Maru y Joaquín, se habían mudado a mi interior con una chispa de emoción en sus ojos. Ella se enamoró de mí nada más verme. No eran los primeros en vivir bajo mi techo, pero algo en su presencia me hizo percibir una conexión que iba más allá de lo evidente. Sus risas resonaban en mis pasillos, y cada noche, mientras se sentaban junto a mi cálida chimenea, podía sentir la profunda camaradería que los unía y lo familiar que Maru me

A medida que pasaban los días, observé cómo comenzaron a
explorar mis rincones, curiosos por conocer mi historia y absorber la energía que flotaba en el aire. Había algo en su presencia que me recordaba a una pareja que había vivido en mí hace algunas décadas. Sus nombres eran Yugo y Feliciano y habían sido un pilar de amor y devoción durante tiempos difíciles. Fueron la

produjeron a principio del siglo pasado. Tuvieron cinco hijos.
Vivieron todos hasta la edad adulta, por primera vez en los años que tuve humanos. Dejaron de utilizar el segundo piso como pajar y almacén, y lo transformaron en dos habitaciones más y una estancia común donde reunirse y contar historias. Eran felices. Entonces vino la guerra. No les pilló jóvenes, pero a sus hijos sí. Dos chicos y tres chicas. El chico mayor, Javier, ya llevaba tiempo con novia. Solamente sobrevivieron dos de los cinco: la hermana mayor, Itziar, y la más pequeña, Amaya. Con el tiempo se casaron las dos. Itziar se marchó al caserío de su marido, que era el primogénito. Amaya se quedó conmigo. No tuvo descendencia, y sus últimos años los pasó recolectando

alguna fotografía y muchos pedazos de papel con notas y cartas, intentando de alguna forma dejar plasmada la vida de su familia. Encontró así una forma de dejar constancia, de hacer que nada de lo vivido desapareciera en el tiempo y en el olvido. Iba metiéndolo todo en cajas metálicas de jabón, o de productos para la casa, ordenado por fechas. A veces escribía sus propias notas explicativas de todo lo que recordaba. Antes de morir, dejó las cajas escondidas detrás de una piedra suelta del muro de la cocina. Le dijo a una de sus sobrinas dónde estaba, y le encargó que las fuera pasando a las siguientes generaciones, ya que su

La noche de San Juan, noté que Maru se sentía melancólica.
Después de cenar habían estado un rato mirando esas pantallas que tanto les entretienen. Joaquín lo notó también. Ella empezó entonces pensar en voz alta, a recordar que no sabía nada de su familia. Sólo sabía que venían de esa zona, pero nada más. Ella era hija única, sus padres murieron cuando era joven y apenas tuvo tiempo de escuchar las historias que tejen nuestra niñez, que nos dan pertenencia a un linaje, a una familia. Solo recordaba que había tenido un tío abuelo llamado Javier, que fue

Entonces sentí que posiblemente Maru era descendiente de
aquella familia. ¿Qué pasaría si lo fuera? ¿Era por eso que tenía

Desde entonces enfoqué mi energía en hacer visible la piedra de
la cocina que estaba floja y que escondía las pequeñas cajas de metal. Un susurro inaudible apenas, un brillo especial, un movimiento imperceptible… Finalmente, un día, mientras Maru barría la cocina se tropezó y empujó la piedra. Al ver que estaba floja la movió, y la sacó. Su sorpresa fue mayúscula al ver lo que escondía detrás.

Cuando Joaquín llegó a casa esa noche, encontró a Maru llorando. Eran lágrimas de emoción. Las miradas de asombro y ternura en sus rostros mientras sostenían esos recuerdos del pasado me llenaron de satisfacción. No podía evitar sentir que estaba desempeñando un papel importante en tejer la historia de

A medida que Maru y Joaquín se sumergían en el contenido de
la caja, comenzaron a preguntarse si la familia que empezaban a conocer podía ser la suya. De pronto a Joaquín se le ocurrió algo. Quizá había algo, entre toda la memorabilia, que conservara una muestra de ADN. Fueron vaciando cuidadosamente la caja en la mesa, un objeto detrás de otro. Había tres. Una boina con una mancha de sangre, una cinta de pelo y un pequeño mechón de pelo oscuro y tieso. Tuvieron que hacer un buen trabajo detectivesco para encontrar referencias a estos pequeños recuerdos en los escritos que había dejado Amaya. Resultó que el mechón de pelo era de Itziar, que murió antes de su hermana; la boina era de Javier, el mayor de los varones que falleció en la guerra. La cinta de pelo era de Maria Eugenia, la hija mayor de Itziar, a la que Amaya encargó la custodia de los humildes tesoros familiares. ¿Sería posible? ¿Era suficiente? Había pasado mucho tiempo. Con nerviosismo pero emocionados, resolvieron ir a un laboratorio y hacer las pruebas correspondientes. El mero hecho de tomar esta decisión abrió un mundo de posibilidades para ellos al pensar en el pasado.
Aquella noche les costó conciliar el sueño. Leyeron y releyeron

Mi presencia había sido un catalizador para que estas
conexiones emergieran a la superficie, permitiendo que una historia que se había perdido en el tiempo resurgiera de manera inesperada.

información, sus corazones se llenaban de una profunda
apreciación por la historia compartida que yo había estado

Aunque no soy un ser humano, he utilizado mi presencia y mi
capacidad de sentir las emociones humanas para guiar a Maru hacia el descubrimiento de una conexión profunda y perdurable. En realidad, fuera cual fuera el resultado de los análisis, ya habían aprendido a amar la casa, su historia, y a los habitantes

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene un comentario

  1. María Victoria González Iglesias

    Hola ,María Elena:
    Me ha gustado mucho el tema y el punto de vista desde el que has desarrollado la trama. No obstante me faltan partes del texto y lo lamento,pues me enganchó el relato desde el principio. Me he ido imaginando todo según lo ibas narrando.
    Un saludo,
    María Victoria González Iglesias.

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