HAY DEMASIADOS AUSENTES AQUÍ, MADRE

Por Ana Cecilia García Balestena

Aún recuerdo la sensación con la que amanecí aquel día.

Nada iba a ser igual a partir de entonces.

Sentía la certeza de que mi infancia se había acabado, en silencio, sin haber jugado el tiempo necesario, e intentando asimilar cosas demasiado grandes para mi corta vida.

Tragué saliva y construí un muro para que mis lágrimas no salieran; no cabían en aquel escenario, no era el momento, no había lugar para ser niña, ya no…

  • Encárgate de esas maletas que yo voy a ver dónde meto las otras.
  • No te preocupes, acabo de llamar a dos taxis para que nos lleven el resto, ocúpate de los niños y deja que el resto nos encarguemos de lo demás.

Aquello era un amasijo de nervios, tristeza y de miedo, mucho miedo.

Habían pasado ya demasiadas cosas a nuestro alrededor y sólo quedaba esa opción, no lo habíamos elegido, nadie nos había preguntado lo que deseábamos hacer, sencillamente porque no cabía pregunta alguna. Nuestro futuro estaba decidido, o, mejor dicho; se había decidido nuestro presente, el futuro se nos habían robado y ahora tocaba reinventarlo.

  • Creo que mejor iré en el segundo taxi con el pequeño, está intranquilo y necesita estar conmigo, le llevaré sentado encima.

Asegúrate de que los otros se metan en los coches con sus abrigos, mi cuñada se encargará de revisar la casa cuando nos hayamos ido para cerciorarse  de que no olvidamos nada.

De camino al aeropuerto los nervios se apoderaron de todo mi cuerpo, sentía unas ganas terribles de orinar, pero allí seguía, callada, sin moverme apenas para que el Universo olvidara que allí estaba yo, aprendiendo a esconderme de todo. “es importante llamar lo menos posible la atención, es de vital importancia”, eso me repetía a mí misma desde ocho meses atrás, cuando el mundo se empezó a tambalear, cuando nos dejó prometiéndonos que lo entenderíamos cuando creciéramos, con la voz entrecortada y el sentimiento de orgullo pero salpicado de culpa descolgándose de sus ojos llorosos.

Me tocó el lado de la ventanilla, gran privilegio en ese momento porque eso me permitiría ir divisando mi mundo por quién sabe cuánto tiempo, me zambullí en los colores de mi playa y prometí que siempre volvería a ella cuando me sintiera sola, estaba segura de que ella me escuchaba, habían sido siete u ocho años contándole mis sueños, y últimamente aquellos terribles miedos se me habían metido en el cuerpo. Me reconfortaba hacerlo y creer que me comprendía, hacía que no me sintiera sola y confieso que aún lo sigo haciendo…

El aeropuerto encerraba además de la despedida de nuestra vida una sorpresa; ¡la familia! Allí estaban todos, como siguen estando hoy día. Aquello resultó ser una mezcla extraña entre la tristeza que nos pegaba los pies al suelo para impedirnos embarcar, y el amor que nos llegaba desde aquellas miradas que intentaban esconder el dolor de la separación.

La escena la recuerdo como una especie de comic, con imágenes fijas, sin movimiento, o quizás es que realmente no nos movíamos… éramos como un gran retrato de espectros sosteniendo las emociones cada cual como mejor podía.

  • Nos lleváis con vosotros! No os olvidaremos!, Ojalá nos veamos prontito! (y demás parabienes que nos lanzaban cuales boyas salvavidas para hacernos más llevadera la partida hacia quién sabe qué)

Llegó el momento de partir. Recuerdo el esfuerzo tremendo que me costó no volver la cabeza para ver, quizás, por última vez a mis primos, estaba a punto de romper a llorar y no quería perder el control y si los veía sabía que no iba a poder aguantar más la angustia y eso haría que a todos se les cayeran también los hilos que les sostenían de montar el espectáculo… la tristeza era tangible, se masticaba el sabor amargo del adiós.

El viaje fue muy largo, intentamos dormir, pero nos costó bastante. Era difícil escapar de la realidad, del presente que estábamos viviendo, no hacíamos más que dar cabezadas de agotamiento, pero de inmediato despertábamos sobresaltados “si estás despierto eres menos vulnerable a los peligros que acechan entre todas las sombras” y había tantas…

En plena noche, durante el vuelo, desperté sobresaltada, sin consciencia del tiempo que me había ausentado de la realidad, debía de haber pasado al menos un par de horas desde la última vez que había oteado los asientos controlando que siguiéramos estando todos allí, eran lo único que me quedaba para aferrarme a mi vida.  Y allí estaban, mal durmiendo, cada cual como podía, salvo mamá que miraba al vacío con los ojos cansados y el corazón en un puño, abrazando al pequeño, que se agarraba con sus manitas a la blusa de su salvadora.

No quise molestar a mamá, porque sabía que le dolería si la descubría en tal estado de abatimiento (aunque confieso aquí y ahora que deseaba con todas mis fuerzas que me abrazara, y poder apoyar mi cabeza en su pecho y sentir ese aroma a amor que desprendía con cada movimiento que hacía), dirigí mi mirada hacia la ventanilla desde donde sólo se veía oscuridad interrumpida por una lucecita roja intermitente, decidí empezar a tomar las riendas de lo que se venía encima, no había ya posibilidad de volver y sólo quedaba adelantarse a lo que fuera que pasaría de ahora en adelante.

Entonces pensé en mi padre, estaba deseando volver a verle, lo habíamos estado necesitando durante muchos meses, y no podíamos refugiarnos en él pese a tanta necesidad que sentíamos; el fuerte, el voluntarioso, el de los grandes principios, no estaba… fue entonces cuando ocurrió.

Posiblemente el dolor más profundo que había sentido jamás.

Mi mente de niña nublada por todo el sufrimiento sentido hasta el momento, y con muchas lagunas en el conocimiento, dado que había muchas cosas que no llegaba a comprender, derrumbó la figura del ilustre caballero que debía rescatar a la princesa y lo convirtió en un villano que nos había condenado.

En ese instante, cuando nos íbamos a encontrar, algo en mí decidió volver aquello tan anhelado en un frío rechazo.

Lo primero lo había estado sintiendo durante toda mi vida, lo segundo me acababa de caer en ese instante. por sorpresa, como una patada en el estómago. No me gustaba sentir eso hacia la persona que más quería en ese preciso instante.

Incertidumbre, hecatombe produciéndose en mi cerebro, dudas que invadían de todo mi ser, mi pequeño ser, con una gran contradicción en el pecho que me cortaba el aire.

Por fin, en ese momento, escondida del mundo me permití llorar, en silencio como he seguido haciendo durante toda mi vida desde ese momento. Se me había caído la inocencia al suelo y allí estaba, hecha pedazos diciéndole adiós a mi niña pequeña…

  • Mami: ¿falta mucho para llegar? Tengo ganas de ver la casa nueva- dijo el saltimbanqui de la familia, (él siempre tan optimista y alegre, siempre encontraba lo bueno de todo)
  • Queda ya poco, ahora nos servirán el desayuno y ya no falta nada para ver a papá.

Y aterrizamos… expectantes y asumiendo ya que empezábamos una nueva vida, misteriosa, sin tantas comodidades con las que habíamos vivido hasta entonces, pero con la esperanza de poder vivir sin miedo (ingenuos éramos al pensar que eso se quita con sólo coger un avión y de un día para otro) y sobre todo, de volver a estar reunidos con él, la familia otra vez reunida, a miles de kilómetros de lo conocido, en otra cultura distinta, con otra realidad, y sin base alguna sobre la que sustentarnos, pero juntos.

Yo traía la resaca de la tormenta emocional que había experimentado hacía pocas horas mientras todos, excepto mamá, dormían.

Deseaba verlo y que me abrazara bien fuerte para sentirme segura después de tanto tiempo de inseguridades, necesitaba a mi papá para que espantara los fantasmas horribles que me acechaban, pero a la vez sentía que algo había cambiado en mi interior.

De pronto le vi, con los ojos vidriosos de la emoción de volver a vernos, abrazando a mamá y queriendo abrazarnos a todos con la mirada, ansioso.

Nos había venido a buscar con un regalo para cada uno de nosotros (a saber de lo que se había tenido que privar para poder comprarlos)

En cuanto me llegó el turno, el reencuentro con él, se me heló la sangre, nos miramos y él notó que algo había pasado… lo noté en la tristeza que le invadió la mirada en ese instante. Me abrazó y sentí en ese momento que algo se había quebrado, yo había cambiado y lo acababa de descubrir momentos antes en el avión, ahora se confirmaba, y se lo ratifiqué a él cuando al darme un beso yo le devolví una mirada de desaprobación y un estúpido: “qué mal te queda la barba, estás feísimo” le dolió en el alma y a mí me produjo la misma sensación, aún siento la culpa martillándome la conciencia.

  • Vigila que no se despiste ninguno de los pequeños que yo voy a buscar un par de carros para recoger las maletas – dijo mi padre mientras desaparecía con el gesto paralizado en una sonrisa, pero con los ojos hundidos en quién sabe qué preocupaciones.

Ir y venir de gente tropezándose con nuestro equipaje y con los juguetes que nos había traído papá y que estábamos ansiosos por usar. Mucho ruido, muchas miradas indiferentes, muchas preguntas en el aire y el miedo…

El miedo había embarcado con todos nosotros y nos miraba desde lo alto del hangar, con sus ojos fríos y su olor ácido e hiriente. Lo seguíamos sintiendo en nuestras entrañas, algo había fallado, no estaba en nuestros planes que viniese a acompañarnos la pesadilla de la que habíamos querido huir.

Otra gran novedad en mi pequeña vida; los sueños no siempre se cumplen por más empeño que pongas en ello, a veces “ganan los malos” con lo cual, el final de los cuentos que hasta ahora conocía se disipaba igual que el humo de un cigarrillo.

Rendida ante aquel muro desafiante de realidad decidí forjarme una armadura, hermética, indestructible, donde proteger a mi niña pequeña y dulce para que ninguna adversidad pudiera dañarla, ya no podría resistir más desilusión, había que esconderla para que no la destruyesen, para que no desapareciera su magia, para que dejara de llorar…

 

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