HERMANAS – Eva María Menéndez de la Vega

Por Eva María Menéndez de la Vega

Alejandra se había quedado dormida a los pies de la cama del hospital una vez más, pasaba muchas noches allí hablando con su hermana, aunque los médicos le decían que ya no la escuchaba. La desperté suavemente y se marchó a trabajar, llegaba tarde.

Esa imagen me recordó cómo fue mi embarazo de Alejandra. Yo estaba profundamente triste. Adriana, mí otra hija, había sufrido un grave accidente con un añito y medio, cuando yo estaba embarazada de cuatro semanas. Casi la perdemos, el resultado fue una parálisis en el lado derecho del cuerpo.

Durante todo el embarazo, la cargaba pegada a mi cuerpo, pegada a Alejandra. Mientras íbamos y veníamos de rehabilitación, mi pensamiento constante era, si me siento triste nacerá triste. Pero según avanzaban las semanas empecé a notar que cada vez que Alejandra escuchaba la voz de su hermana, era como si hiciera pequeñas volteretas de pura felicidad dentro de mi abultada tripa, y así fue nació sonriendo. Y en cuanto oyó la voz de Adriana soltó una pequeña risa, como si hubiera estado esperando ese momento desde hacía mucho tiempo.

Adriana se recuperó. Pero en una de sus revisiones, contaba ya cinco años, nos dijeron que el cráneo no se cerraba y había aparecido un tumor. Era necesario operar, de no hacerlo, antes o después sería un vegetal. Pasó por una operación en la que le extirparon el tumor, le reconstruyeron el cráneo y le siguió un periodo de rehabilitación, todo este proceso causo un gran impacto en Alejandra.

La vida parecía sonreírnos una vez más. Pasaban horas en su cuarto ideando cosas para hacerle la vida más fácil a otros niños que tenían problemas, a mí me divertía, porque muchas de estas cosas ya existían y otras eran tan disparatadas como coloridas. El color decía Adri era muy importante porque ningún niño prefiere el gris a cualquiera de los colores del arcoíris.

– El arcoíris me pone contenta, mamá – decía- Y un niño enfermo tiene que estar feliz para poder curarse- añadía. Y volvía corriendo con su hermana, con su invento entre las manos, lleno de purpurina dejando un rastro de felicidad y risas.

Y así transcurría su tiempo juntas lleno de ocurrencias, juegos alocados y todo tipo de comentarios sobre la vida y como lo complicábamos todo, los adultos, pudiendo hacerlo más sencillo.

Un día que salíamos al parque, estaban preparadas en la puerta, Ale con sus deportivas, pantalón vaquero y jersey, perfectamente peinada, estática como en un catálogo de moda infantil. Pero Adri seguía en pijama y yo le pregunte si se iba a quedar en casa. Me contesto muy seria.

– No, solo me he puesto cómoda. Tu dijiste el otro día que antes a las mujeres les estrujaban el cuerpo con ropa y así tenían menos ideas brillantes. Y yo hoy quiero brillar.

– Cariño, estábamos hablando de cómo determinadas modas resultan molestas e incomodas, como el corsé, por ejemplo, pero Madame Curie llevo corsé toda su vida y fue una Física y Química brillante, no es la ropa lo que te limita, solo tú te pones límites-le dije.

-Vale, pero yo hoy voy así.

Adriana era una niña decidida, con una percepción de la vida diferente a las niñas de su edad.

Una mañana, con poco más de seis años, se despertó bastante agitada y me preguntó sobre la muerte. En realidad, su miedo era a desaparecer; le expliqué que cuando alguien ya no está con nosotros todo lo que hemos aprendido de esa persona permanece. Y si en un futuro tenemos cualquier problema, es como si estuviera a nuestro lado, ayudándonos, porque la enseñanza y el cariño queda en nuestro interior.

-Así que cuando yo no esté, seguiré viviendo en otras personas.

-Algo así- contesté yo, y se quedó conforme.

Fueron pasando los meses y de la mano de estos, los años. Su vínculo se hacía cada vez más fuerte, compartían ropa, opiniones, gustos, amistades, tanto es así que en alguna ocasión llegué a pensar que estaban conectadas mentalmente. A lo que mi marido, me contestaba riendo que veía demasiado a Iker Jimenez.

En lo único que no estuvieron de acuerdo fue a la hora de elegir sus carreras, una cursó medicina especializándose en neuropsiquiatría y la otra, bellas artes. Esto debía habérmelo esperado; el dormitorio de Adriana era como una pista de circo, el desorden era el rey de cada rincón y la variedad de colores su reina. Mientras que el de Alejandra se asimilaba a uno de los que publica la revista AD en sus portadas, no había nada fuera de lugar, todo sigue un patrón con una estética férrea.

Aun así, disfrutaban de interminables discusiones sobre perspectiva, color, adicciones y psicotrópicos, una curiosa mezcla que me recordaba a la portada del disco de los Beatles “Lucy In The Sky With Diamonds”.

 

Pero esta suerte de vida no duró. Una mañana Adriana no despertó, quedó suspendida en una especie de noche eterna, le hicieron todo tipo de pruebas, nada. Podía ser causa de aquella primera lesión que apenas recordábamos, la cuestión era que ya no estaba.

Alejandra dobló las horas en el trabajo, estudió casos similares, consultó a colegas de otros hospitales y el tiempo libre que tenía lo pasaba con Adriana. Sin resultados.

Una noche me llamó bastante alterada – ¡Creo que hemos encontrado una solución mamá, podemos hacer que vuelva! –

Hizo que la trasladasen a casa, pero lo curioso fue cómo preparó la habitación, aparte de toda la aparatología necesaria, se centró sobre todo en los colores y la disposición de los muebles creando así un entorno único, donde pudiera recuperarse o eso decía ella.

Los siguientes meses transcurrieron tranquilos, Alejandra se mudó temporalmente a casa y pasaba horas con su hermana. Aparte de los cuidados médicos necesarios, entre todos la aseábamos, le poníamos su perfume favorito, leíamos para ella y comentábamos las últimas noticias.

 

Un día, al dejar ropa limpia para Alejandra, tuve que sortear todo tipo de objetos abandonados a su suerte en aquel dormitorio, su vestido favorito en un rincón, los zapatos diseminados por el suelo, el batiburrillo de cadenas en su joyero no era propio de ella, pero no le dije nada estaba demasiado tensa.

Empecé a notar ese olor a jacinto y mandarina, que conocía tan bien, en diferentes sitios de la casa. Le pregunté a Alejandra si había usado el perfume de su hermana.

-No, no lo uso-me contestó con una amplia sonrisa.

Lo olía en el pasillo, como si Adriana hubiera pasado por allí unos segundos antes, en la cocina cuando preparaba el café de la tarde, ocupaba todo el espacio. Hasta que empezó a difuminarse. Otro olor, avainillado, más cálido y dulzón se mezcló con el jacinto y la mandarina, dando paso a otro aroma nuevo pero conocido, era como estar en casa sin estarlo.

Unos días después Adriana se marchó para siempre, mi marido y yo no podíamos con la pena, Alejandra sin embargo no parecía estar afectada… estaba feliz. Yo no podía soportarlo, la miraba intentando descubrir un gesto, un atisbo de tristeza en su mirada, nada no había nada.

Se mudó de nuevo a su casa y siguió con su vida como si nada hubiera pasado.

Un domingo nos invitó a comer y accedí de mala gana, había estado evitándola. Cuando entramos en el salón lo percibí inmediatamente, ese olor otra vez. Sentí que me faltaba el aire, fui al baño a refrescarme un poco. Al pasar por la habitación de Alejandra me quedé petrificada.

Su dormitorio se había transformado, ahora era más parecido a la selva tropical, por la cantidad de colores en el papel de la pared, así como por la cantidad de cachivaches que acumulaba, no existía un orden lógico en aquel espacio; me inundaba el desconcierto.

Y de repente sentí su mano que apretaba la mía, como si tuviera miedo de que fuese a salir huyendo. Levante la vista y allí estaba Alejandra, me miraba fijamente sin soltarme la mano, intenté zafarme, pero no lo conseguí apenas podía moverme. Me iba a explotar la cabeza, un montón de pensamientos se agolpaban uno detrás de otro. Finalmente ella dijo:

-Mamá, teníamos que explicártelo. Antes o después te ibas a enterar. Al final lo conseguimos, ahora estaremos juntas para siempre, Adriana está aquí, vive en mí, nunca se fue.

-Eso es imposible- contesté.

-Mamá, ya lo hablasteis una vez y estuvisteis de acuerdo. ¿No lo recuerdas?, aquella conversación cuando Adriana era pequeña.

-No así, yo no me refería a esto.

-Pero aquí estamos, no sé cómo, pero lo hemos hecho posible. Adriana y yo.

Abracé a Alejandra con fuerza, temía que si la soltaba se desvanecería esa sensación de felicidad plena. Esa felicidad que experimentaba Alejandra desde la muerte de Adriana.

No sabré nunca si este estado de gracia, es psicológico, físico o mágico, pero desde ese día puedo disfrutar de mis hijas otra vez.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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