HERMANAS – M. Pilar Belle Trullen

Por M. Pilar Belle Trullen

Como cada domingo alterno, aparco sin problemas a pocos metros de la entrada principal. Subo las dos escaleras con mucha pereza. Es en ese momento cuando me gustaría darme la vuelta, meterme en el coche y salir corriendo hacia algún sitio lo más distante posible de esa casona de tres plantas con la fachada marrón y ventanas altas y estrechas. En cada una de ellas hay barrotes de seguridad, teóricamente destinados a impedir que alguna de las desgraciadas residentes se decida a saltar, cosa improbable dado el estado de la mayoría. Ningún adorno. Ninguna concesión a la amabilidad ni a la bienvenida. Un letrero pequeño y discreto: Sanatorio mental El Candil” y al lado un timbre al que hay que llamar para poder entrar. Lo pulso y a los pocos segundos se enciende una lucecita verde y se escucha un chasquido. Entro y otra vez ese odioso olor a sopa.

-Buenos días -me saluda el portero-. Le devuelvo el saludo mientras avanzo hacia la segunda puerta que también se abre de forma automática y que va a parar a un recibidor con sillones muy desgastados de color verde, pegados a la pared. En una esquina hay una mesita baja con un montón de revistas de National Geographic y una caja de pañuelos de papel. No entiendo la utilidad. Tal vez las ganas de llorar que te pueden entrar si permaneces allí más de cinco minutos.

En la pared frente a la hilera de sillones hay colgado un cuadro que califico como abstracto porque no se parece a nada ni guarda ninguna armonía de colores o proporciones. Los martes se realiza un taller de pintura creativa, que consiste en que una docena de locas se embadurnan de pies a cabeza mientras intentan rellenar el lienzo que tienen delante. Cada semana se escoge una obra de entre todas para exhibirla en el recibidor. En el cuadro de hoy los colores son chillones y escandalosos. Manchurrones enormes de todos los tamaños, como si algún dibujo anterior se hubiera derretido ante la exposición a un calor extremo. Hace un mes colgaron uno que perfectamente podría haber sido expuesto en alguna muestra de arte moderno.

Por fin se abre la puerta por la que aparece la auxiliar que me conducirá hasta el salón de visitas. Se podría ahorrar el paseo, porque me conozco el camino de memoria, pero la seguridad es la seguridad. Allí lo tienen a gala.

El pasillo tiene puertas a izquierda y derecha que yo se que son despachos porque he entrado en varios de ellos algunas veces: el del director médico, el de la jefa de enfermeras, el de contabilidad… Creo que están vacíos porque no se detecta ningún tipo de actividad, nadie entra o sale, no se oye nada.

En realidad me doy cuenta de que voy intentando distraerme para no pensar en lo que me voy a encontrar un minuto después. Quiero ir lenta para poder preparar el momento de la primera visión y al mismo tiempo deseo correr para que las dos horas pasen lo antes posible. Me martiriza lo que siento. Me repugna el malestar que me produce siempre esta visita. Odio a mi hermana por haberse rendido y haberse dejado llevar por la nada, por otra realidad que no es esta y a la que no tengo casi nunca acceso. La quiero intensamente y también quiero que muera pronto porque si no yo enfermaré. La acidez ya me sube por la garganta debido al olor a sopa que ahora hora es muy intenso y se mezcla con un aroma a pis disimulado con producto químico. Camino automáticamente y me digo que estoy haciendo lo correcto, que estoy siendo moralmente intachable y que otras personas no irían como yo, tan a menudo, a visitar a su hermana enferma.

Aparece caminando hacia mi como si no me reconociera, o como si ni siquiera me viera. Anda tambaleante, no entiendo por qué. Lleva la parte delantera de la bata azul mojada por las babas. Me digo que tampoco saliva tanto, que seguramente no la cambian tan a menudo como debieran porque se ven unos cercos ya secos debajo de los churrutones más recientes. Pero no quiero pensar más en ello. Sólo puedo sentir una desolación indescriptible. ¿Dónde está mi hermana mayor? ¿Dónde fue a parar su ingenio y su rapidez para inventar un chascarrillo oportuno?

No puedo evitar pensar en la primera vez que sufrió el ataque. ¿Y si hubiéramos actuado de otra manera? ¿Y si…? ¿Y si…? Mi padre la encontró en el suelo, con el cuerpo paralizado, rígido, no podía hablar. Ese fué el primero de una serie de infartos cerebrales que acabaron volviéndose más agresivos. La llevamos de neurólogo en neurólogo, no sabían qué le ocurría. ¿Tal vez un tumor no detectable? Tal vez, tal vez, tal vez. Una retahíla inacabable de pruebas, de tratamientos farmacológicos. Un poco más de un año que nos arrastró a la impotencia de no poder frenar el deterioro brutal de su salud física y mental. Mi hermana se empezó a ir. Cada vez era menos el tiempo que permanecía conectada a la realidad y eso era con terribles dolores de cabeza que la enloquecían. Hubo que intervenirla quirúrgicamente para intentar una solución muy complicada que salió mal. Nadie tuvo la culpa. Hicimos lo que pudimos en todos los aspectos.

Mi padre, una mañana, no se despertó. Un infarto agudo. La tensión le destrozaba y no lo resistió. Mi madre había muerto por culpa de un cáncer antes de empezar esta nueva pesadilla. Sólo quedé yo. Era lo único que mi hermana tenía en el mundo y eso me pesaba cada vez más. No podía abandonarla. La tristeza me empapó como lo hace la lluvia fina y mi vida empezó a girar alrededor de ella. Dejé de ver a mis amigas, huí de cualquier relación que me exigiera más tiempo del que yo estaba dispuesta a dar (que era realmente poco) y me fui encerrando en la casa que un día estuvo llena del ruido que hace una vida normal. Ahora echaba de menos los sonidos que en su momento me irritaban: la televisión demasiado fuerte, las peleas de mis padres, tontas pero escandalosas. Mi hermana y su piano. Las dichosas escalas que llegué a aborrecer. Pero en el fondo me encantaba sentarme a su lado y escuchar Claro de luna”, mi favorita. La interpretaba con la misma habilidad con la que resolvía ecuaciones, pero además impregnaba las notas de suavidad, transformaba el sonido en un terciopelo que envolvía las paredes de mi casa.

Pero eso fue en otra vida, cuando los días de lluvia nos cogíamos del brazo y bajo el mismo paraguas caminábamos hacia la chocolatería. Eramos dos. Un par. Indestructibles. Ahora soy yo. Y esa mujer que tanto se parece a Ana.

De repente observo que me está mirando como si realmente me viera y algo aletea en mí.La cojo de la mano y salimos a un jardín que detrás de la casa ofrece un sol muy agradable y espacio para pasear. Allí la dejé, mirando un matorral seco por el calor, que parecía acaparar toda su atención.

Durante los días siguientes, mis pensamientos no podían separarse así como así del ambiente asfixiante que invadía toda la casa, de la humedad que se me pegaba a la piel, del ruido de las máquinas que en la calle repiqueteaban contra el suelo con rabia y parecían querer taladrarme la cabeza.

Me pregunté si el pequeño supermercado estaría abierto, pues la mayoría de los comercios de la zona habían cerrado por vacaciones, y me decidí a salir.

Bajé los cuatro pisos por las escaleras y cuando llegué a la portería el pequeño transistor estaba encendido, pero a doña Consuelo no se le veía por ninguna parte. Lo más probable es que estuviera en el interior, desparramada en su sillón destartalado abanicándose el escote.

Abrí la puerta del portal y recibí una bofetada de calor que me hizo pensar en darme la vuelta, pero necesitaba comer algo. Llegué hasta la pequeña tienda y llené varias bolsas con las que regresé cargada a casa.

La radio seguía sonando en la portería y por la monotonía del locutor, sin duda se trataba de un canal de noticias, de esos que saltan sin ganas de un tema a otro.

Dejé las bolsas en el suelo con cuidado de no volcarlas y rebusqué en el bolso hasta dar con la llave. Topé con un trozo de papel y estuve a punto de tirarlo, pero ví que estaba doblado y que era parte de una hoja de alguna libreta. Lo desdoblé y leí una frase que apenas se entendía: por favor yo contigo”.

Inmediatamente supe de quién era y me pregunté cómo y cuando mi hermana la habría introducido en mi bolso.  Incluso pensé seriamente si la habría escrito ella, pero reconocí su letra en esas cuatro palabras temblorosas.

No me entretuve demasiado en decidir lo que iba a hacer. Iba a traerla a vivir conmigo. Daba igual lo que dijeran los médicos. Hacía mucho tiempo que mi vida había dejado de tener sentido y creía que esa decisión podría dárselo de nuevo.

Y eso hice. Me costó unas cuantas semanas y varias discusiones asumir la responsabilidad de su custodia pero me sentía bien. Estaba haciendo lo que me pedía el corazón. Se trataba de Ana. La Ana que me prestaba sus muñecas, la que me falsificó algún suspenso, la que se hacía la despistada cuando me ponía su ropa. Mi hermana seguía despierta en algún sitio, aunque fuera un poquito. Me pareció escuchar a lo lejos un fragmento de Claro de luna.

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