HERRERÍAS, AÑOS CUARENTA DEL SIGLO XX

Por Justa Marín Sevilla

Consuelo, mujer atractiva y dulce, de tez olivácea y pelo rubio, era natural de Herrerías. Dicen que era terca y fuerte. Dicen también que sabía peinarse como nadie y, pese a su pobreza, se sacaba mucho partido al coserse su propia ropa. Consuelo la Guapa, le decían. Se casó con Santiago, un minero más de los muchos que habían emigrado a Herrerías, pueblo minero y rico en plata.

Poco después de ser madre, se quedó viuda, como muchas de sus conocidas, también mujeres de mineros.

Se vio sola, con una niña pequeña, Marife,  una humilde casa alquilada y un futuro incierto siendo mujer y viuda en una posguerra miserable y cruel.

Buscó trabajo, pero era una época difícil en la que, si no tenías suerte, difícilmente podías encontrar un trabajo decente.

Su vecina, la anciana Ana María, también en su día viuda de minero, buena mujer, le comentó que tenía mano en casa de Luisa, la Lagarta, porque de joven había sido la cocinera de su madre, razón por la siempre tenía la costumbre de ir con delantal. “Costumbres que no se pierden”, decía.

Luisa venía de una de las familias de ricachones del pueblo y, además, se había casado con un rico empresario, el cual siempre estaba  de viaje.

Según las malas lenguas, Don Vicente, apodado Vicentón, llevaba una doble vida y tenía una querida en Francia, y decían que todo ello era más que conocido por Luisa, pero aún así se casó con él porque veía que se le echaba el tiempo encima y no pescaba marido. De ahí su tan conocido apodo. Sí, Herrerías era un pueblo minero, pero también muy de apodos.

De tal matrimonio nacieron los mellizos Luis y Rosario. No se sabe si Don Vicentón tendría por tierras francesas algún retoño más.

Ana María medió para que Consuelo trabajara en casa de la Lagarta, como limpiadora, modista o lo que se precisara. La Lagarta aceptó encantada porque siempre estaba sola y así tendría entretenimiento a la hora de bordar y coser, una de sus pasiones, que compartía con Consuelo.

Aunque la anciana vecina Ana María se ofreció a cuidar de Marife, Consuelo decidió que viviera con ella en casa de Luisa, pero que siguiera yendo a la escuela.

Madre e hija pasaron a vivir en la zona reservada para el servicio: un pequeño  dormitorio de una cama para las dos, pero suficiente.

Marife era una niña buena y bien educada. Físicamente había salido a su madre. Muy rubia y con rasgos armónicos, le gustaba llevar delantal desde pequeña porque lo veía en la vecina Ana María, y su madre le había cosido más de uno. Pero tenía la sensibilidad de su difunto padre, no tenía el carácter de Consuelo y eso le creaba problemas, sobre todo con los mellizos.

Luis y Rosario no tenían nada de especial. Ni guapos ni feos, ni listos ni tontos, más bien destacaban por ser envidiosos y maleducados.

Tenían la misma edad de Marife, unos nueve años, y un profesor particular que venía todas las semanas a darles clases.

Y desde el primer momento en que Marife pisó su casa, la tomaron con ella.

Primero, porque Marife tenía en el brazo una pequeña mancha en forma de corazón, un gran defecto para ellos y objeto de burla. Luego, por sus delantales, con los que le gustaba vestirse. Y así sucesivamente,  siempre y cuando Consuelo no anduviera cerca.

Le tiraban del pelo, la pellizcaban…

Un día amaneció soleado, como siempre en Herrerías. No había escuela y pasó Marife toda la mañana pegada a su madre mientras ésta limpiaba la escalera. Cuando Consuelo fue a vaciar el cubo del agua sucia, los mellizos aprovecharon para empujar a Marife escaleras abajo. Se hizo una brecha en la frente y empezó a  perder la paciencia. Fue a quejarse a su madre, pero Consuelo no quería darle mucha importancia, porque, aunque la tuviese, no podía reñir ni criticar a los hijos de Luisa.

-Madre, ya no puedo más. Son malos conmigo todos los días y me dan miedo.

Consuelo, entonces, no tuvo más remedio que hablar con Luisa.

-Señora, mire que esto es un tema delicado, pero debería usted de reñir a sus hijos, que son muy traviesos y se portan muy mal con Marife.

-¡Tonterías, Consuelo! Cosas de críos.

-No, señora, que le digo a usted que esto está pasando de castaño oscuro. Que Marife es muy buena y nunca se queja, pero que ya no puede más. Fíjese usted que hasta les ha cogido miedo. Aunque le pido por favor que no se ofenda.

-Pues mira que al final sí que me voy a ofender. ¡Mira que eres terca, Consuelo, que te digo que exageras!

Como Luisa la Lagarta no entraba en razón y ni se le pasó por la cabeza reñir a los mellizos, al final Marife tuvo que quedarse con Ana María.

La anciana se portaba muy bien con ella y hasta le cosió un delantal nuevo, pero echaba de menos salir de la escuela y  reunirse con su madre, a la cual no sabía ni cuando podría ver, aunque trabajara a dos calles de la suya.

Todo esto sumió a Marife en una profunda tristeza. Los días en Herrerías empezaron a ser más grises. El sol se escondió durante semanas.

Llevaba tiempo sin ver a su madre, así que un día, como quien no quiere la cosa, Marife decidió acercarse a  casa de la Lagarta. Se conformaba solo con ver a su madre por los grandes ventanales e imaginaba que allí dentro estaría, limpiando el polvo o sentada cosiendo en una de las sillas forradas de terciopelo rojo de Doña Luisa, que seguramente estaría junto a ella.

Pero no fue así. No llegó a asomarse por las ventanas porque los mellizos, que nunca salían de casa, ese día estaban jugando fuera.

Cuando la vieron llegar, comenzaron a gritarle que no iba a ver a su madre nunca más. Marife empezó a correr hacía la casa de la anciana, donde se sentía protegida, pero ellos salieron tras ella, deprisa, bajo una lluvia de barro que empezó a caer.

Marife se paró llorando en la puerta de Ana María, que alertada por el llanto salió. Entonces, la pequeña cerró los ojos con fuerza, apretó los puños y empezó a repetir varias veces una rima a modo de rezo: “Que os pille el carro y os llene de barro. Que os haga pupa enseguida y salgáis de mi vida”. Una, dos, tres, cuatro…. Y cuando Luis y Rosario, raudos y llenos de ira cruzaron la esquina, el carro tirado por dos caballos desbocados y totalmente incontrolados por su dueño, el gitano Mariano, se los llevó por delante, dejándolos aturdidos y con múltiples heridas ante los ojos asustados, pero satisfechos, de la niña.

Luisito y Rosarito no se murieron, pero se llevaron un susto para toda la vida. No se percataron de los deseos de Marife, todo lo contrario que la anciana Ana María, que la miraba atónita.

Pensaba que cómo era posible, que de dónde había salido el carro, que Mariano por ahí no echaba nunca, que qué le había pasado a esos caballos. Y se apartó un poco de la niña, que empezó a darle repelús mientras la repasaba de arriba a abajo.

El gitano Mariano se echó las manos a la cabeza y decía que el susto no se le quitaba.

La Lagarta rompió a llorar. Y Consuelo sólo atinó a  abrazar a Marife.

Ana María, en calidad de testigo directo de los hechos, explicó lo acontecido. Pero a nadie, salvo a su madre, contó lo que realmente había visto: cómo Marife  había deseado algo malo que realmente pasó.

-Consuelo, te lo estoy contando como es.

-¡Mujer, qué tonterías dices!

-De todas formas, esto no cambia el aprecio que os tengo, pero se lo que he visto. Nunca se lo diré a nadie.

Luisa no regañó a sus hijos. Marife explicó mil veces que sólo quería ver a su madre y que ellos la persiguieron hasta la casa de la anciana. Aún así, La Lagarta le echó la culpa por provocadora. Nunca supo hasta qué punto era responsable Marife de lo sucedido.

Consuelo dejó de trabajar para Doña Luisa. Preparó una maleta con lo poco que tenían y junto a su hija cogió el primer autocar que apareció por el pueblo, con destino desconocido. En el fondo, tenía miedo de que Marife volviera a hacer una de las suyas al perder la paciencia.

Se dice, se comenta, que en Herrerías hay una mujer, apodada la Vieja de la Calle Fresneda. Se dice que cura el mal de amores, que corta el mal de ojo y hasta que  si tienes un crío poco comiente, ella lo cura. Se dice que podría ser Marife, que ha vuelto a Herrerías…

 

 

 

 

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