HISTORIA DE LOS SEIS DEDOS – Maite Pancorbo Alvarez

Por Maite Pancorbo Alvarez

Era 1981, tenía 24 años.
-¡Cómo vuela el tiempo!, me dije cayendo en la cuenta.
Disfrutaba de una semana de vacaciones de agosto, de las tres programadas por la empresa. No coincidía con la de mi marido. Tenía que hacer algo. Era mi primer día de libranza y no quería quedarme en casa ni en Madrid.
En aquella época estaba atravesando una crisis existencial y casi todo me contrariaba y me agobiaba. Necesitaba alejarme de mi pareja, la familia, los amigos y los habituales entornos. Me molestaba cualquiera que estuviese al alcance de mi vista. Me sobraba hasta yo misma. Pero no sabía cómo deshacerme de mí sin caer en los típicos vicios dañinos, de lo que sabía me arrepentiría más tarde.
Empecé a idear un plan, tan novedoso como arriesgado. Por una parte sonaba a reto, pues tendría que medir mi valor frente a mis miedos, lo cual me obligaría a cuidar de mi misma. Por otra parte, me enfrentaría a la soledad, y a los peligros propios de mi género.
Ya estaba decidido, tuve que plantearlo. A mi pareja no le hizo gracia la idea, pero intentó disimularlo, no fuera a parecer que se atisbase la típica sobreprotección hacia las mujeres, tan habitual en aquella época. Éramos una pareja de iguales en teoría, y poco convencional. Nos casamos por lo civil, por convicción y para alejarnos de pantomimas. Todo un cisma para nuestros católicos y conservadores padres. En aquella época era toda una provocación. Para nosotros, simplemente un puro trámite, una forma de acallar a las familias después de dos años de convivencia.
Como decía, tenía la solución para esa semana. No generaría ningún gasto a la unidad familiar. Acamparía a orilla del pantano al que solíamos ir a navegar y dónde guardábamos todo el material y el equipamiento en una pequeña nave del pueblo que teníamos alquilada. Estaría rodeada de naturaleza y acompañada de mi moto de trial y mi tabla de windsurf. Por aquel entonces, no existían las restricciones actuales para hacer acampada libre.

Hice un listado con lo necesario y comencé a preparar el equipaje. Incluí un par de libros y un cuaderno para escribir y dibujar. Además metí el walkman con los casetes de mi música favorita. Cuando terminé, sentí una cierta emoción y liberación. Era la primera vez en mi vida que iba a estar sola una semana sin otra sombra que la mía.
Después de comer, cargamos todo en el coche. Cuando llegamos, elegí el sitio de acampada, a kilómetro y medio del pueblo. Montamos la tienda de campaña con el avance y acoplamos todo en sus respectivos sitios.
Pasamos juntos el resto de la tarde y nos despedimos cariñosamente al atardecer.
Iba cayendo la noche, llegó un momento que en el cielo no cabían más estrellas. Estuve horas contemplando ese espectáculo, que consiguió envolverme en una paz que sin darme cuenta me quedé dormida.
Desperté con la claridad del alba y permanecí tumbada tranquilamente, contemplando las tonalidades de la mañana según se imponía el sol. Me sentía actora y espectadora de la vida, mientras admiraba el agua del pantano, mecido por una ligera brisa al tiempo que destellaban luces con distinta intensidad. Me sentía descansada y desayuné con el sosiego que me contagiaba el entorno. El sol comenzaba a elevarse e iba templando el ambiente según ganaba altura. El cielo estaba brillante, de un intenso azul cerúleo y despejado de nubes.
Mi primer día estuvo tranquilo. Alternaba baños con lectura, escritura, meditación y música bajo el avance de la tienda protegida del calor. Allí me preparé mi primera comida: Un delicioso arroz a la cubana. Más tarde, sucumbí a una siesta con la música de Alan Parson. El calor me despertó. Me zambullí desnuda en el agua ligeramente caldeada. Estaba tan limpia que veía toda mi figura en armonía con el entorno. Esto me incitaba a bailar mientras nadaba despacio, disfrutando de esa sensación.
Al atardecer, decidí dar una vuelta en moto inspeccionando la zona en la que me encontraba. De regreso, cené sándwiches fríos y fruta. Otra vez me puse a contemplar la noche estrellada. Conseguí un estado emocional tan placentero que detuve todo tipo de pensamientos, sintiéndome dentro de un escenario armónico, mágico y de profunda paz.
Experimentaba tanta felicidad que noté unas lágrimas rodando por mi rostro. No sé cuánto tiempo pasó, pero acabé sintiendo frio.

Los tres días siguientes trascurrieron de forma parecida. El viento no hacía acto de presencia y no se podía navegar.
El quinto día decidí subir al pueblo por provisiones. Echaba de menos pan recién horneado, fruta, ingredientes para ensalada, unas cervecitas y una bolsa de hielo.
Entré en el bar de Plácido y Maruja.
– Vaya, benditos los ojos que te ven, dijo desde la barra, – ¿cómo te va la vida?
– Muy bien, Maruja, – ¿y vosotros, qué tal estáis?
– Por aquí, como siempre, poco que contar, – hacía meses que no nos veíamos.
– Sí, es cierto, casi tres meses, – ahora estoy acampada en el pantano, – te dejo encargado para mañana medio cabrito con patatas y ensalada, vendremos sobre las dos y media.
– Muy bien, tendréis la mesa puesta.
No tenía mucho jaleo en esos momentos. Se me hacía extraño hablar nuevamente con una persona.
-Ponme un café solo, por favor. Me llevaré cuatro latas de cerveza y hielo
Mientras lo preparaba, entró un hombre de unos 35 años. Pidió un carajillo. Se quedó en la barra, a mi izquierda. Tenía su mano derecha apoyada en el mostrador y para mi sorpresa, le conté seis dedos. Me quedé impactada. Vuelvo a contar. ¡Sí, seis dedos!, me dije. Mientras le servía Maruja, observé a los clientes del local. Había dos mesas ocupadas por dos hombres en cada una. Eran de edades diferentes y todos bastante rudos, por cierto. En general, hablaban tan alto que parecían estar sordos. Gesticulaban con las manos como si eso les hiciera expresarse mejor.
Observé a los de una mesa, después de espiarles unos minutos, y comprobé que uno de ellos también tenía seis dedos. No daba crédito a lo que veía. Repasé las dos mesas, observando las manos de toda aquella gente. Solo había uno con aquella peculiaridad. El hombre de la barra, se instaló con su copa en la mesa del que tenía seis dedos y se incorporó al griterío con ellos.

Pedí otro café, ahora descafeinado y con leche. Con la oculta intención de sonsacar información ante mi enorme curiosidad.
– Oye Maruja, dos de aquella mesa tienen seis dedos, ¿y eso…, son familia?
– Casi, casi, son Cayetano y Abelino, pero no son familia. Sonrió.
Me contó la historia. Al parecer, tiempo atrás nacieron ocho niños en el pueblo con esa característica en el trascurso de dos años. Fruto de las relaciones que mantuvo el cura, con varias mujeres del pueblo. Se daba la circunstancia que el susodicho cura tenía seis dedos en ambas manos, cualidad que otorgó como legado a los retoños que engendró. Con los últimos nacimientos pidió traslado a otra provincia. Ya no se le volvió a ver por el pueblo. Pero se sabía que tenía contacto con D. Cipriano, el anterior alcalde. Algunas veces, les vieron bebiendo en la sacristía y haciendo risas. También, volviendo al pueblo de madrugada juntos en el coche del alcalde.
Al poco rato, entraron tres hombres jóvenes, andarían sobre la veintena. Hablaban también altísimo. Había tal algarabía en un momento dado que creí no soportarlo. Era insufrible para mis oídos. Pidieron cañas en la barra y allí se quedaron. Reían a carcajadas mientras recordaban como en las fiestas patronales del pueblo de al lado, habían participado en el bar de Tomasín emborrachando a un ternero con una litrona. El animal daba vueltas sobre sí mismo y terminó sentado en el suelo, jadeando con la lengua fuera. No pude escuchar más. Me despedí, pagué y me fui.
-¡Vaya pedazo de cafres!, me dije al salir. Me senté en un pretil de granito vetusto. Pensaba en ese pobre animal y la diversión de esos energúmenos, vestigios de la España profunda, ansiosos de ejercer su brutalidad. Al parecer, no fueron pocos los que participaron en esa bacanal, avivada por instintos primarios e impulsos ocultos que el ser humano tiene y que manifiesta en manada.
Más recuperada, me acerqué a la única tienda de ultramarinos del pueblo.
-Hola Josefa, ¿qué tal estás, qué tal todo?
– Muy bien, maja.
– Vengo por una barra de pan, fruta, una lechuga, algunos tomates y dos cebolletas, por favor. Mientras me iba sirviendo, me puso al día.

– Tuve una niña, ya tiene cuatro meses, gracias a mi madre puedo trabajar, pero no quiero más hijos, se lo dije al Manolo, con esta son tres.
Después de esta cháchara, saqué a relucir la historia del cura. Quería saber algo más.
En general coincidió con la información de Maruja. Añadió que la gente en verano, sacaban las sillas a la calle para ponerse al día. Allí oyó a su madre, entre otros, contar sobre D. Saturnino. Así se llamaba el cura. Venía de Zamora, de un pueblo dedicado al cultivo de viñedos. Vendían vino peleón a granel para cooperativas de la comarca. Al parecer, los padres del cura tuvieron muchos hijos y este, más listo que los otros, pero enclenque, le enviaron al seminario, para que tuviera estudios y comida.
Por lo que contó, D. Saturnino no tenía vocación, pero sabía, que estando bajo el paraguas de la iglesia tenía el futuro asegurado. Había estudiado el bachiller superior, y como “el tuerto es el rey en el país de los ciegos”, esto le servía en sus relaciones sociales. Al parecer, de todos sus hermanos era el único que nació con esa particularidad en las manos.
Físicamente era poca cosa, según Josefa, flaco, bajito y con cara de aguilucho, pero tenía un piquito de oro que engatusaba a sus víctimas.
Su moral debía ser laxa, y daba que hablar de lo lindo a sus parroquianos que pocas cosas profundas se planteaban.
-Nunca se arrepintió, le dijo al Pascual, que le ayudaba en la sacristía. Decía que les hizo un favor a las pobres chicas, pues eran feas, maduritas, y todas solteras.
-Por eso dicen que “el infierno está lleno de gente con buena intención”, dije.
Reímos un rato.
También contó como D. Saturnino, en época de catequesis, relataba a los críos historias de su pueblo. Les contaba cómo los jóvenes junto con los perros salían a defender a sus ovejas contra los lobos, luchando con palos y navajas, cuerpo a cuerpo. Incluso les metía miedo con historias de fantasmas. Los chavales mudos y con ojos de terror, oían al cura sin pestañear.
Cambiamos de tema, hablando del buen tiempo. Me despedí y me fui a mi asentamiento.

Esa tarde se levantó un moderado viento fuerza 4 beaufort, equivalente a 30 kilómetros hora. Preparé la vela a la botavara y un accesorio diseñado y construido por mi pareja, al que bautizó, como “Navegador”. Permitía pilotar la tabla más fácilmente con vientos fuertes y racheados. Disfruté mucho navegando con un viento a mi medida, surcando las aguas del pantano de costa a costa. Siempre con cuidado, pues estaba sola.
Al día siguiente, a mediodía, vi aparecer nuestro coche a lo lejos. Mientras llegaba Ramón transportando consigo su moto en el remolque y su tabla de windsurf en la baca, reflexionaba sobre la experiencia vivida. El contacto con la naturaleza había sido un bálsamo. Me había servido como terapia para meditar, serenarme y equilibrarme emocionalmente.
Conseguí clarificar mis sentimientos y relativicé mis miedos. Valoré el sentido de la vida y la oportunidad de estar viva. Aprecié a todas las personas que quería y deseaba tener a mi lado, especialmente a Ramón. Sentí que debía valorarme más a menudo como mujer y como persona. También consideré la conveniencia de cambiar de trabajo. Volvería a Madrid y a mis rutinas, pero esta vez de manera más feliz y renovada.

FIN

 

 

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