HORMIGAS EN EL JARDÍN – Elena Bautista Albadalejo

Por Elena Bautista Albadalejo

Solo tenía pocos días de vida cuando le ingresaron por tos ferina, una enfermedad erradicada que había vuelto a hacerse un hueco en las salas de los hospitales. El campus de la salud donde se ubicaba el centro se convirtió en el domicilio habitual de los padres. Dos meses de oraciones aferradas al pilar agnóstico se sus creencias, y un rosario día y noche en la mano, bastaron para tener cierta confianza mística en una tal Santa Rita.

Como buen catalán salió adelante; o quizás, fue su ascendencia vikinga por parte de la abuela paterna; o quizás, la sangre bandolera de sus antepasados de Plasencia. Años más tarde, su abuelo le contaría cómo el abuelo de su tatarabuelo corría a caballo por toda Extremadura para quitar el alimento a los ricos y dárselo a los pobres, con la esperanza de infundir al nieto algo de bravura en su dócil y afeminado carisma.

Sus días transcurrían entre juegos y fantasías, mientras la madre dedicaba las mañanas al jardín y a acabar con los hormigueros e insectos que mordisqueaban sus strelitzias. La época estival era un jolgorio de fiestas en la piscina con las amigas de mamá. Ponía atención a las conversaciones de aquellas señoras con los pechos al aire y gafas de sol, sin perder detalle y sin entender nada. Aquellas mujeres de sentimientos libres y llenas de vida y risa, hablaban de cualquier tema subestimando la agudeza del niño. Durante esa época apenas veía a su padre, pasaba fuera largas jornadas de trabajo y volvía muy tarde, pero al niño le gustaba quedarse despierto para espiarlos en la piscina. Le atraía ese enredo de piernas y cuerpos desnudos, los gemidos y bocados, las aspiraciones que hacían con un billete enrollado.

Y así, entre tantas mujeres: empezó a jugar con los tacones de la madre, se disfrazaba con los vestidos de las amigas, delante del espejo se colocaba la pamela y con un golpe de “melena” se giraba chillando de emoción como si fuera una estrella. “¡Mama, píntame las uñas!”, y las mil lágrimas de súplica no la ablandaban. Al principio, verle bailar disfrazado de esa guisa provocaba risas y juegos, pero con el paso del tiempo los comentarios del padre fueron acabando con el ambiente festivo de la casa. Durante el invierno parecía que el comportamiento de cada uno de ellos se centraba y aposentaba como si tocara hibernar, pero el niño, al final siempre suplicaba ir a gimnasia artística, y bailar.

—¿Quieres probar de jugar al fútbol?— intervenía su padre con un halo de esperanza en la voz. Y el niño, como siempre, se negaba en redondo. Y si su padre insistía le daba manotazos en defensa al imaginarse vestido con la equipación y chutando un balón. “Deja al niño”, mediaba la madre.

El niño continuó con sus estiramientos, sus ensayos, sus dulces movimientos amanerados; y la irritación del padre crecía sin querer asumir que su hijo no se comportaba como el resto de chicos de su edad. Era el único de los nietos que había heredado los rasgos fineses de la abuela paterna: la nariz ancha, los ojos azules, la tez blanca y un tupé rubio que peinaba frecuentemente con sus dedos. En el colegio se convirtió en el chico popular de la clase, capaz de abrir las piernas de un salto de capardo.

 

—Papa, hoy tenemos una función de gimnasia artística en el cole. ¿Vendrás a verme?preguntó mientras cogía su mano.

—¿De verdad no prefieres jugar al fútbol? Eso es de niñas, eres el único chico que baila con ellas, ¿no te da vergüenza?— dijo retándole con la mirada.

—¡¡¡¡Te odiooooooo!!!— gritó soltando su mano después de sostenerle largamente la mirada. No soportaba el asco con el que su padre le trataba. Corrió hasta casa, llorando de rabia y sin dejar de repetir: te odio. Buscó consuelo en los brazos de su madre. A ella se le partía el alma verle en ese estado. Por más que hablaba con el marido y trataba de hacerle entrar en razón, él no bajaba del burro. Siempre se excusaba en lo mismo: “tiene que hacerse un hombre”, y ella lo traspasaba con la mirada. Le parecía tan injusta la batalla entre padre e hijo que sentía una impotencia visceral contra su marido, pero nunca se lo demostraba. Prefería las lágrimas y las súplicas para enternecer el corazón de ese animal. Como madre comprendía esa protección innata de las mujeres hacia los hijos pero le costaba entender el comportamiento de su marido. Los maestros siempre elogiaban al niño y los compañeros le tenían gran estima. Quizás él era el único que no veía lo que todo el mundo, y esto la sumía en una mezcla de rabia y rencor. Costó habituarse a las trifulcas familiares, la alegría por la que era conocida esa casa fue sustituida por peleas e insultos donde la madre arbitraba por el bien familiar. Y en cada episodio, los gritos eran más fuertes, las palabras más hirientes y las escenas más grotescas.

—¿Pero no te das cuenta que después de cada pelea hasta enfermas?— le decía a su marido. Por la noche en los días de pelea, ella se atemperaba con el “rulito” de veinte euros, y cuando llegaba su marido de trabajar, lo invitaba a relajarse con ella. Cuando las peleas dejaron de ser ocasionales y cada vez más agresivas, ella optó por esa vía de escape, y le inducía a consumir con ella. Esas  mañanas le costaba levantarse para ir a trabajar pero los vómitos, los dolores de cabeza y el malestar general no le inducían a aceptar la feminidad de su hijo. Era terco como una mula. Él aceptaba la homosexualidad pero no en su casa y menos en su hijo. Cada vez se encontraba peor, y su mala salud, que parecía que se volviera crónica, aún crispaba más el ambiente de casa; pero no se dignó a cambiar de actitud aunque ya las fuerzas le fallaran.

Empezó a ingerir la cocaína para poder ir a trabajar ya que la sensación de euforia y el aumento de energía mitigaban su malestar. Se volvió loco, tenía la sensación que el consumo le proporcionaba el mismo bienestar de siempre, pero la mezcla de paranoias junto con las dolencias que acarreaba se convirtieron en una bomba.

Un día, el padre, ya no se levantó, permanecía retorcido de dolor, con sudores fríos y la sensación de que la vida se le iba. La madre le cuidaba con sumisión, atenta a sus dolencias y delirios. “Si en unos días no mejoras te llevo al médico”, le decía disfrutando de la paz en el hogar. A los días siempre mejoraba pero cada recaída era peor a la anterior. Su situación le hizo olvidarse de las diferencias con el hijo, estaba centrado en recuperarse y salir de ese bucle de muerte que le circundaba la cabeza como un buitre. Se sentía muy débil pero poco a poco recuperó la musculatura y el malestar desapareció progresivamente.

La casa se convirtió en un lago, se sentaban a la mesa en familia y el niño explicaba el largo día de colegio. El niño apreció el cambio en su padre, las conversaciones eran apacibles, le escuchaba sin ningún tipo de prejuicio y se interesaba por sus anteriormente odiadas aficiones. La madre celebraba la escena en silencio, sin comentarios. Aunque la relación de la familia se recompuso lentamente al mismo ritmo que la salud del padre, el mutismo de ella desvaneció la poca alegría que quedaba en la casa.

La madre pasaba mucho tiempo entre las plantas, trasplantando macetas y fumigando insectos. Por las mañanas, el convaleciente padre se sentaba en la silla del jardín a observar a su mujer, su esmero con las plantas y su sabiduría ante cualquier tallo enfermo o pulgón rebelde. Observaba el orden en la caseta de jardinería y su disciplina diaria para mantener esa jungla. Nunca había dedicado un pensamiento a cómo gobernaba su mujer la anarquía en la que crecían todas esas plantas exóticas. Fue en un arranque de sentirse útil, que una mañana, aprovechando la ausencia de ella, decidió matar los prolíficos hormigueros de cada verano. Hizo un esfuerzo por incorporarse de la silla del jardín, a pasos pequeños recorrió el largo camino que le separaba de la caseta, el reino de su mujer, como decía él. Era impresionante el orden y la limpieza que imperaba allí, como si en un rato estuviera preparado el espacio para intervenir una cirugía. Aséptico. Dudó conocer esa faceta de su mujer, en la casa había menos rigor. Buscó en los estantes el producto para matar los insectos. Fue leyendo caja por caja, etiqueta por etiqueta. No podía ser, no encontraba nada para las hormigas. En la estantería más alta había una caja rectangular de cartón parecida a las de abono. Recorrió con la mirada la estancia en busca de la escalera de tres peldaños. La colocó cerca y estiró el cuerpo hasta alcanzarla. Aún subido, la miró extrañado, la giró, metió la mano y sacó una bolsita transparente con un polvo blanco en su interior. Desconcertado pero sabiendo lo que era volvió a meter la mano y extrajo otra bolsa: Arsénico, leyó; y trastabilló

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene un comentario

  1. María José Amor Pérez

    No acabo de entender el final, ya que veo varias opciones:
    ¿Para quién quería el arsénico, para el hijo, para la mujer o para él?
    Porque el polvo blanco se supone que era coca ¿no? O sea, del hijo.
    Entonces ¿era el hijo el que pretendía matar a alguien?
    O ¿quizá somos los lectores los que habríamos de descubrirlo o decidirlo según nuestro criterio?

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