IMPREVISTO A BORDO – Beatriz Macías Fernández

Por Beatriz Macías Fernández

Después de haber atravesado todo el aeropuerto corriendo y llegar jadeante a la puerta de embarque, acaban de anunciar que el avión va con retraso. Es el último viernes de julio y, tras una semana aburridísima de trabajo, estoy deseando regresar a casa y disfrutar de unas merecidas vacaciones. ¡Qué mala pata! Había quedado con amigos para cenar y llegaré tardísimo.
No quiero que este inconveniente me arruine la tarde, así que decido acercarme al bar para hacer tiempo. He superado cuatro días en pleno julio en Sevilla y puedo aguantar otro poco, aunque ahora que lo pienso, qué calor hace también en el aeropuerto y qué obsesión todos con el ahorro de energía y las limitaciones de temperatura. Me siento en la barra y llamo al camarero.
—Una cerveza bien fría, por favor. Y en copa si es posible.
Me la acerco a la boca. Me encanta el cosquilleo de la espuma en los labios. Le pego un buen trago largo, está fresquísima y siento como empiezo a entrar en modalidad relax.
Sentados en una mesa a mi izquierda hay una pareja de treintañeros. Él, rechoncho y con nariz a lo Depardieu; ella, sin embargo, menudita y de tez clara. Ambos llevan unas camisetas rojas con la letra “M” grabada en grande. Al pobre grandullón se le ve muy acalorado y suda a borbotones. Ella lo abanica con garbo como si temiese que le colapsase allí mismo. La imagen me provoca mucha ternura y me asaltan los recuerdos de mi primer novio.
Desde lo alto del taburete me atrevo a sugerir que se tome una Coca-Cola. El gordito, sin articular palabra, levanta su pulgar con sonrisa agradecida mientras ella me mira entre enfadada por la intromisión y aliviada por la ayuda. Pido el refresco al camarero para que se lo acerque a la mesa.
Fue así como empezamos a charlar y me entero del motivo de esas “emes” en las camisetas. Se llaman Marcos y Mónica. Se van de luna de miel hacia una típica isla paradisíaca, de la que no recuerdo el nombre. Se casaron en la época post COVID y por aquel entonces no habían podido irse de viaje. Además, Marcos había tenido siempre mucho miedo a volar, pero acaba de terminar un cursillo especializado para superar este tipo de fobias. No sé por qué, pero me cae bien. Es muy dicharachero, tiene una risa contagiosa y se le ve muy enamorado de ella. Desde luego, hace todo lo posible por complacerla. Me cuenta que incluso, en un arrebato de romanticismo, se atrevió a ir como copiloto en un vuelo acrobático del que salía humo lleno de corazones de colores y con una escrita que ponía: Mónica, te amo. Aunque por el aspecto actual del pobre desgraciado, se diría que todas esas prácticas no le han servido para mucho.
Mónica, sin embargo, es más callada. Asiente sin comentar a todas las anécdotas que cuenta el marido. Parece un poco hastiada de escuchar siempre las mismas gracias. Quizás debería darse un capricho y comerse el resto de la trenza de chocolate de la otra mesa porque no le quita el ojo.
Llega el momento del embarque y Marcos parece sentirse un poco mejor. Sigue charlando sin parar. Creo que eso le evita pensar demasiado en el vuelo. La cola para el embarque no es más que un batiburrillo de gente cansada de esperar, pero el mal humor que se respira en el aire no logra eliminar la sonrisa de la cara de Marcos. El avión es de esos pequeñitos y sólo tiene un pasillo que lo divide en filas de dos asientos. La casualidad quiso que mi sitio esté justo detrás de la pareja. Sentada en la ventanilla se encuentra mi compañera de viaje. Es una adolescente con la cara pegada a un móvil que ni siquiera levanta la cabeza del aparato para responder a mi saludo. Coloco el equipaje de mano en el compartimento superior y compruebo que atrás viajan una señora enfrascada en una revista y un niño de unos diez años que juega con un iPad. Imagino que serán la madre y el hermano de mi compañera de vuelo. ¡Cuánta comunicación en la familia!
Embarque completado. Cierran las puertas del avión y se encienden los motores. El calor resulta ahora más sofocante si es posible. ¿Por qué no encienden el maldito aire acondicionado? Pienso en Marcos, en sus sudores y su fobia. Veo su cabeza apoyada en el hombro de ella. Parece que todo está tranquilo.
El sobrecargo coge el micrófono para comenzar con las instrucciones en el despegue. Oigo un leve gimoteo, es un sonido lastimero de quien no quiere hacerse notar. Contengo la respiración y cruzo los dedos con la esperanza de que sea algo sin importancia. Parece que ha parado, menos mal. A lo mejor han sido sólo imaginaciones mías. Pero de repente, un chillido; es un alarido de dolor, un sonido estridente y profundo que enmudece a todo el avión. Una azafata se acerca deprisa por el pasillo buscando el origen de los gritos. Entonces el asiento de Marco empieza a moverse con fuertes sacudidas. El sobrecargo, dejando el micrófono, también se aproxima corriendo.
—Caballero, ¿está usted bien? ¿Qué le pasa?
Entreveo a Mónica por el hueco de los asientos. Permanece sentada sin abrir boca mirando a su marido fijamente y sin pestañear. Está en shock. La chica sentada a mi lado se levanta y empieza a grabar la escena. Me giro horrorizada hacia su madre que sigue tranquilamente leyendo la revista. Así que le doy un toque en el brazo a la chavala, indicándole que deje el móvil y sólo consigo que me saque la lengua. En qué nos hemos convertido. Marco empieza a convulsionar. Ante el mutismo de Mónica, decido levantarme y explico a los azafatos que el desdichado tiene miedo a volar, que probablemente sea un ataque de pánico. Eso, y el ambiente tórrido y asfixiante, que tampoco ayuda.
—Caballero —insiste el sobrecargo—, tiene usted que tranquilizarse. Pruebe a respirar despacio. No pasa nada, aún no hemos despegado. Cálmese, por favor. Piense en todo lo bueno que le espera al llegar a destino.
La azafata pregunta si hay algún médico a bordo, pero nadie se levanta. Eso sólo ocurre en las películas americanas. Se dirige entonces hacia la cabina de mando para informar a los pilotos mientras que algunos pasajeros se alzan impacientes y empiezan a dar sus propios diagnósticos: ¿No será un cólico? Se mueve mucho y está morado. Yo creo que es un infarto porque se lleva las manos al pecho. Qué va, para mí que el tío es epiléptico y le está dando un ataque ahora mismo.
El caos es total. Se escucha al sobrecargo que de nuevo desde el micrófono pide a todos que se queden sentados y en silencio.
—Pss, psss, Mónica, ¿Marcos está tomando algún medicamento? Quizás ha ingerido ansiolíticos para la fobia a volar y le ha causado algún efecto secundario.
Mónica me mira como si no entendiese que le estaba preguntando y alza los hombros por toda respuesta.
Escucho por detrás a la madre de la adolescente protestando. La que faltaba.
—Esto es intolerable. Primero el retraso de dos horas y ahora, el gordo con miedo a las alturas. El daño que han hecho las compañías de bajo coste permitiendo que hoy en día cualquiera pueda volar. ¡Es que no hay derecho!
Sin dar crédito a mis oídos, decido morderme la lengua y no calentar más los ánimos. Finalmente, tras una frustrante media hora de berridos, espasmos e histerismo colectivo, aparecen por la puerta un par de sanitarios de la Cruz Roja.
—Señor, calma. ¿Cómo se llama? Hemos venido para sacarlo de aquí, pero tendrá que ayudarnos. ¿Cree usted que podrá levantarse?
Los dos enfermeros agarran como buenamente pueden a Marcos. Estaba semiconsciente y es un peso muerto, pero al menos ahora, a sabiendas que hay ayuda profesional, parece más relajado. No sin mucho esfuerzo, caminan en fila india por el pasillo con movimientos torpes y a trompicones. Mónica, atónita y confundida, sigue sin reaccionar. Recojo su bolso del suelo y la mochila de Marcos.
—Mónica, ten, vete con ellos. Ya verás que no es nada del otro mundo.
Se levanta y explota en sollozos. Mientras se aleja por el pasillo la escucho farfullar entre dientes:
—Lo siento, yo no quería, lo siento muchísimo.
Me da mucha pena. Se sentirá infinitamente culpable. Lo que tenía que haber sido el viaje de sus sueños, se ha convertido en una terrible pesadilla.
Tras otra hora de espera, finalmente el avión se alza en los aires. Me he quedado con el corazón encogido. Me paso a uno de los asientos que la pareja había dejado vacante. No soporto la idea de tener que lidiar con la niñata de “sólo levanto la cabeza del móvil para hacer una foto morbosa” durante el resto del viaje. Una cosa la tengo clara: hoy no es un buen día para empezar las vacaciones ni para juerga con amigos, lo dejaré para mañana. Quiero sólo llegar a casa, pegarme una ducha de agua fría y derecha a la cama. Deseo con todas mis fuerzas que Marcos y Mónica estén bien y que todo se haya quedado en un susto, pero no tengo sus contactos y nunca lo llegaré a saber. Cierro los ojos y caigo en un sueño inquieto hasta que por fin aterrizamos en destino.
A los dos días, bicheando por internet, una noticia me llama la atención: Todo lo que se sabe sobre el intento de asesinato de una mujer a su marido en Sevilla. M.G.F de 29 años se encuentra en estado crítico y permanece en la UCI del Hospital Virgen del Rocío de Sevilla.
Ante mi estupor, vengo a saber que el susodicho, un tal Marcos G.F, había realizado un cursillo para superar la fobia a volar. Al parecer, tuvo un breve romance con la monitora que impartía el curso. Su mujer, M.R.P, se había hecho eco del affaire y urdido un macabro plan para envenenarlo como represalia. En los días precedentes al viaje y con la excusa de prevenir problemas durante el vuelo, le había estado dando una sustancia tóxica, cuyo nombre no ha trascendido a los medios de comunicación. Sólo se sabe que los sanitarios lograron revertir sus efectos con medicación utilizada en casos de envenenamiento grave y que, a pesar del pronóstico reservado, parece que está fuera de peligro de muerte.
Ella se suicidó ahorcándose en su domicilio a las pocas horas del ingreso del marido en el hospital. A su lado, encontraron una nota donde se leía: “La venganza nunca es buena, mata el alma y envenena”.

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