ISIDRO Y MI «PARAISO PARTICULAR» – Mª Eugenia Cartagena Menoyo

Por M. Eugenia Cartagena Menoyo

ISIDRO  Y MI “PARAISO PARTICULAR”

Íbamos desde Madrid a mi casa de Guardamar, en Alicante, para pasar un puente de cinco días. Esta vez nos acompañaban Lara y Vicente, una pareja de buenos amigos que por el trabajo de Carlos, mi pareja, habíamos hecho.

Mi casa de la playa tiene una historia muy peculiar. El antiguo pueblo de Guardamar hace siglos  fue enterrado enteramente por las dunas, así que un importante ingeniero ideó el plantar unos pinos sobre la arena para sujetarla, al mismo tiempo que proyectó un plan para construir más de cien casas alineadas y pareadas a lo largo de la costa, cimentadas sobre la propia playa. Para ello, durante la República, se vendieron concesiones a quien quisiera comprarlas. Mi abuelo fue uno de ellos: Se prestaba el terreno, que era de Costas, durante cincuenta años, y todo aquel que tuviera una concesión construiría su casa sobre la propia arena  manteniendo una estética similar en todas ellas, aunque luego cada persona tuviera su espacio  para edificarla a su gusto. La mía era bastante sencilla: Una hermosa terraza con muebles de verano, un comedor, un pasillo con muchas habitaciones, un hermoso patio lleno de flores con una gran mesa,   una cocina individual, un baño con ducha,  un wc con lavabo, otro dormitorio, y la otra puerta que daba a la carretera. Las terrazas de las casas estaban unidas por una endeble verja, que podíamos traspasar levantando una pierna. Guardamar era para Carlos y para mí, el paraíso. En verano la compartíamos con la familia: padres, hermanos, abuelos, tíos, primas…y fuera de temporada, aterrizábamos  solos o con amigos. En cualquiera de los casos estábamos muy a gusto. Solos, porque nos permitía hacer una vida algo caótica, a nuestra manera, como era levantarnos para ver amanecer, o reencontrarnos románticamente; y con los buenos amigos, porque disfrutábamos compartiéndola con ellos,  pues mi casa de Guardamar era única.  Pasaron por allí varias  generaciones de todas las familias: Abuelos, hijos, nietos, bisnietos,  etc. Mi adolescencia y juventud fueron allí extraordinarias: pandillas de veinte o treinta jóvenes, a menudo mezcladas. Muchos éramos parientes unos de otros más o menos cercanos. Siempre nos encontrábamos con algún vecino cuando aparecíamos por allí. Recuerdo nostálgicamente veranos en que por las tardes mi padre y yo nos sentábamos en dos mecedoras en silencio, cogidos de la mano, escuchando y admirando el mar. Inolvidable.

Como era de esperar, cuando llegamos, Lara y Vicente alucinaron al comprobar que tan solo con bajar dos escalones que daban a una pequeña acera, y luego otros dos, ya estaban pisando la arena. Podíamos estar bañándonos en el Mediterráneo y subir al terrado para ponernos a la sombra o tomarnos un aperitivo, y luego volver a bajar. Por mucho  que detalláramos la distancia que había entre la casa y el mar, nadie podía suponer realmente lo que era, y cuando lo veían por vez primera se quedaban maravillados.

Les dejamos a ellos la habitación que daba a la terraza con su gran ventanal, porque desde allí  se escuchaba nítidamente el sonido de las olas rompiendo en la orilla. Nosotros nos instalamos en la habitación del patio, desde la cual,  dejando abierta la puerta, podíamos perfectamente ver el cielo, resultando una experiencia casi mágica.

Normalmente si las casas estaban deshabitadas, los muebles de los miradores que daban al mar se guardaban en el interior y el terrado quedaba vacío. No había nadie en la casa de al lado, que pertenecía a una familia francesa, amigos todos de todos después de tantos años.

Al día siguiente de nuestra llegada, cuando me levanté a desayunar, vi que un perrillo que parecía un cachorro perdiguero, blanco y con manchas marrones, estaba hecho un ovillo en la terraza de los franceses. Llegué a tiempo para ver cómo mi pareja golpeaba con una zapatilla fuertemente a su lado, con el fin de asustarle y que se fuera; aunque él quería y respetaba a  los animales tanto como yo,  sabía que con solo verlo allí  iba a ponerme muy triste. Por entonces y por desgracia, en Guardamar había demasiados perros sin dueño y cada vez que veía alguno por la pinada,  sentía angustia y me tentaba la idea de recogerlo. Nunca lo hicimos, aunque sí darles de comer y de beber.

Yo padecía habitualmente fuertes dolores de espalda debido a una antigua lesión que llevaba soportando desde hacía muchos años; era por tanto complicado el tener un perro al cual  había que sacar a pasear dos o tres veces al día, y por mi situación y el trabajo de mi marido, que apenas pisaba la casa y a veces tenía que viajar, poseer un perro era algo utópico, pues había ocasiones en que debido a las fuertes crisis que podían ser un auténtico calvario, yo no podía levantarme de la cama hasta que un fuerte calmante me hiciera efecto.

A pesar del infructuoso intento de alejarlo, el perrillo no se movió. Cuando Lara salió a la terraza y lo vio, se quedó igualmente impresionada; a ella y a Vicente también les gustaban mucho los animales. Fue inevitable. Empezamos a llevarle comida y agua a donde estaba; él lo recibía agradecido dándonos fuertes lametazos. Era listísimo, y sin darnos cuenta siquiera -no recuerdo el momento- el perrillo se trasladó a nuestra terraza. Le hicimos una especie de cama con un almohadón viejo y unos periódicos, sin dejarle pasar al interior. Ahí empezó el conflicto. “-Se viene a Madrid con nosotros”,  dije yo  “-¡De ninguna manera! ¿Vas a levantarte a sacarlo cuando no te puedas ni mover de la cama y yo no esté? Sabes que es imposible”, espetó Carlos “-¡Pues me levantaré aunque sea arrastrándome!” contesté. La discusión duró un rato más. Yo estaba rabiosa y preocupada, pero entonces Lara pensó en una solución. Llamó a su padre y le preguntó si el perrillo podría quedarse con él, ya que éste tenía un terreno con una pequeña casita en Ocaña cerca de Madrid.  La dulce sorpresa fue que le dijo que sí.  Lara y su marido iban muchos fines de semana al terreno y podrían encargarse  del can. Cuando la escuché me tranquilicé de golpe. Entonces abrimos la puerta de la terraza que daba a la casa, y le dejamos entrar; el cachorro se quedó algo sorprendido, pero como le hicimos gestos de que pasara, entró. Al instante, con alegres carreras, se recorrió el pasillo y las habitaciones de arriba abajo. Se dio cuenta del cambio inmediatamente. Trasladamos  su camita al patio interior, y decidimos que al día siguiente le bañaríamos y desinfectaríamos a conciencia en la parte trasera que daba a otra pequeña acera pegada a la carretera, que a su vez daba a una parte de la pinada, que era inmensa. Esa noche, mi marido,  ya “converso”, le bautizó como Isidro, puesto que estábamos en las madrileñas fiestas de San Isidro;  el nombre fue aprobado por unanimidad. Él enseguida asumió que así es como se llamaba, y venía cuando le convocábamos.

Cuando pienso que le encontramos, me doy cuenta de mi error; no le encontramos, fue Isidro quién nos encontró a nosotros y nos eligió.

Desde el primer momento en que se hizo oficial su entrada como un miembro más de derecho en nuestras vidas, unos y otros nos lo comíamos a besos y caricias, mientras Isidro nos lamía con rápida ternura. Le compramos una correa y jugábamos con él en la playa o entre los pinos, corriendo, tirándole pelotas o palos que él nos devolvía diligentemente. A la noche siguiente, cuando “el converso” y yo estábamos acostados con nuestra puerta abierta por la cual observábamos las estrellas, Isidro entró en nuestro cuarto y se hizo un ovillo a nuestros pies, quedándose muy dormidito. Al “converso”, rendido ya por completo, le resultaba una delicia tenerle allí, así que trasladé su camita a los pies de la nuestra.

Pasamos todo el tiempo con él, y si nos acercábamos al pueblo, lo dejábamos dentro de la casa. Fueron días inolvidables, en los cuales, sin darme apenas cuenta, empecé a quererle mucho.  Hablo por mí, pero creo que los cuatro sentíamos así.

Recuerdo que nos teníamos que volver un lunes por la mañana, sobre las 6, y nos levantamos a las 5 para recoger, limpiar y dejar la casa en condiciones. Cuando quisimos sacar a Isidro para que hiciera sus cosas antes de irnos, éste se resistía a salir; era obvio que sentía miedo. Era tan perspicaz que se dio cuenta de que nos marchábamos; en ese momento imagino que  su pensamiento perruno emocional advirtió que era posible que volviera a quedarse solo. Al final Vicente  consiguió sacarlo, y tras comer, se sentó al lado del coche muy quieto, viendo cómo íbamos llenándolo de maletas y trastos. Le acaricié; el corazón le latía a mil por hora, era evidente la ansiedad que tenía. Cuando acabamos de meter todo y cerrar la casa, le dijo Lara: “-Anda, sube”, y como un rayo,  pegó un salto y se metió en el coche. El viaje lo íbamos a hacer sentadas Lara y yo detrás con Isidro en medio. En cuanto el coche arrancó, se quedó profundamente dormido; estaba tan nervioso, que cuando se percató de que se venía con nosotros, le bajó la adrenalina de golpe y se relajó completamente.

Al cabo de unas cinco horas llegamos  a la casa del padre de Lara. Carlos y yo teníamos que despedirnos de él, y aunque nos afligía la tristeza, estábamos tranquilos porque Isidro ya no sería un perro abandonado más; tendría unos amos que le colmarían de cariño y cubrirían todas sus necesidades. Se me saltaron algunas lágrimas, pero pronto pasó pues mi conciencia estaba en paz.

Al cabo de un tiempo, un tiempo en el que por circunstancias  apenas quedábamos con Lara y Vicente, pero sí estábamos informados de lo bien que estaba Isidro, mi amiga me llamó: “-Hola Paula, estoy muy triste. El otro día estando en Ocaña, sin darnos cuenta dejamos la puerta de la verja abierta, y al volver de comprar no encontramos a Isidro por ningún lado. Han pasado ya seis días, hemos puesto anuncios y le hemos buscado como locos, pero seguimos sin rastro alguno”. Me quedé en shock, y sin decir palabra, colgué el teléfono y me eché a llorar  desesperadamente. No podía parar, y de golpe me vino un recuerdo que creí ya sepultado: Cuando yo era cría, mi hermano trajo a casa un cachorro de Pastor Alemán, Kiche, que acogimos como perro familiar, asumiéndolo todos como un miembro más. Cuando mi hermano se casó,  se lo llevó  con él, siendo ya era un animal adulto, dejándole entrar y salir de su casa a su antojo. Un día Kiche no volvió.  Miramos hasta por debajo de las piedras, nos volvimos chiflados indagando por todas partes, pero nunca apareció. Durante meses tuve pesadillas con él. Menos mal que habían transcurrido muchos años, e imaginándomelo ya muerto, dejé de torturarme,  pues nadie podría hacerle daño ya. Pensé de nuevo en Isidro y llamé a Carlos llena de  rabia. “-¡Si nos lo hubiéramos quedado, esto no habría sucedido!”. Él se vino de inmediato para consolarme, temiendo  cómo me iba a encontrar. Durante dos días enteros no pude dirigirle la palabra.

Mi amistad con Lara y Vicente se enfrió casi del todo, pues yo era incapaz de verlos sin percibirlos culpables. Rompí todas las fotos de ese viaje, y tampoco pude volver a Guardamar durante un par de años, ya no lo sentía mi “paraíso particular”; era demasiado doloroso. Mi familia no lo entendía, pero daba igual.

Ya han pasado dos décadas de este suceso, y he vuelto a mi “edén”, que me provoca el mismo efecto placentero de siempre. Pero aunque parezca mentira, mi corazón sigue palpitando y llorando por un cachorro con el que conviví durante cinco días, y quise con toda mi alma. A veces cierro los ojos y le veo saltando por la playa con alegría y devoción hacia nosotros, e intento grabar esa imagen por encima de todas las demás. Él siempre será “mi adorado Isidro”, al que jamás olvidaré, ni dejaré de amar.

 

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