LA CAMPANA SONÓ – Aurea Xumetra Grau

Por Aurea Xumetra Grau

La campana sonó. Sonó tres veces. Eran las seis de la mañana del 2 de febrero de 1958. Sor Francisca salió como si el diablo la quisiera alcanzar. El resto de las monjas sonrieron mientras continuaban rezando. Era la hora de la oración matutina. Se oyeron pasos rápidos y enérgicos. Las monjas dejaron de rezar. Miraron a la madre superiora y tras su asentimiento salieron disparadas. Se arremolinaron alrededor de Sor Francisca y contemplaron al recién nacido que llevaba en brazos.
– ¡Es una niña! -Sonrió Sor Francisca.
– ¿Has podido ver a la persona que la ha depositado? -Preguntaron al unísono las monjas.
– No. No he llegado a tiempo. -Dijo con el semblante compungido.
Sor Francisca abrió la manta que envolvía a la recién nacida y empezó a buscar. Todas sabían lo que estaba buscando.
– Lucía. Se llama Lucía. -Pronunció muy despacio la palabra escrita en el trozo de papel que sujetaba fuertemente entre sus dedos.
La madre superiora, que se había ido acercando a un paso más cansino, debido a su elevada edad, contempló a la niña con una sonrisa de tristeza.
– ¡A ver qué será de su vida! -Suspiró moviendo la cabeza levemente.
Aquella campana sonaba dos o tres veces al año. Sor Francisca, en estas ocasiones, salía veloz con el objetivo de poder hablar con la persona que depositaba al recién nacido. Creía que, si hablaba con ella, podría convencerla para que, como mínimo, se quedara a amamantar a su hijo. Nunca triunfó. Nunca llegó a tiempo para hablar con ninguna de ellas.
Parecía que la niña estaba sana. Era tan diminuta que, como mucho, tendría, dos o tres días. Esta vez había llegado muy bien abrigada y, además, habían tocado la campana. El año anterior, por desgracia, no había sonado la campana ni habían abrigado a dos recién nacidos, que murieron de frío. Tuvieron que enterrarlos.
En la entrada de la Casa de la Caridad de la Maternidad, hacía ya bastantes años que, habían ahuecado un bloque de piedra para que pudieran depositar allí a los recién nacidos las madres que no podían cuidar de ellos. Por regla general, dejaban en un papel escrito el nombre de la criatura. Eran los años de la penuria. Por suerte, en los últimos años, los casos eran excepcionales.
La Maternidad fue construida para alojar a los niños de 0 a 5 años y a sus madres que mal vivían en la Casa de la Caridad del Raval, que estaba masificada y sin las instalaciones adecuadas para garantizar las necesidades médicas e higiénicas de los internos. Sus instalaciones ofrecían aire puro, sol y luz, además de un método de organización eficiente. Fue una apuesta en favor de la salud y las condiciones de vida de la infancia.
La gran mayoría de las madres, entraban a vivir en la Maternidad durante la lactancia de sus hijos. La estancia podía durar de meses a un año. Allí, cuidaban de ellos, los amamantaban. Ayudaban limpiando las estancias, cocinando, lavando y remendando la ropa, que recibían de la beneficencia. Algunas hacían de nodrizas. Todos salían ganando.
Sor Francisca, después de realizar una inspección ocular al cuerpecito de Lucía, la llevó a enfermería para que el médico le echara un vistazo.
– Esta niña está muy delgada. Necesita ser alimentada enseguida. -Indicó el Dr. Piqué.
Sor Francisca se dirigió con la niña a la sala de las madres. Se dirigió a Matilde, una mujer-niña que acababa de perder a su hijo y que estaba a rebosar de leche. Su semblante era de una gran tristeza que rompía el corazón a todas las monjas. Lo estaba pasando muy mal por la pérdida de su Carlitos.
– Matilde, te traigo una niña, se llama Lucía. Necesita que le des de mamar. Cuídala como si fuera tu Carlitos. Seguro que Dios te lo recompensará.
Sor Francisca acercó a Lucía al regazo de Matilde, que ya se había sacado el pecho rebosante de leche. Le dolía. Lucía se agarró a él y empezó a chupar con tal fuerza que empezó a toser. Matilde la miró con ternura y empezó a enseñarle a mamar susurrándole:
– Despacito, despacito, mi niña.
Matilde era una chica morena, ni fea ni guapa, pero con formas, rolliza, apetecible a los ojos de los jóvenes. No tenía aún los dieciséis años y ya se había dejado engatusar por un joven que luego se desentendió de ella y de lo que venía. Desapareció de su vida con igual rapidez como había aparecido.

Desde los doce años que era criada de una acaudalada familia de Barcelona, muy conocida en el gremio textil. Había llegado de un pueblecito de Badajoz para trabajar allí, a través de una señora que iba por los pueblos buscando criadas para las casas bien de Barcelona. Era analfabeta, nunca había ido al colegio. En los cuatro años que trabajó, nadie había tenido ninguna queja de ella. Era limpia, obediente, cumplidora, tranquila. Estaba contenta de trabajar con aquella familia, era feliz. Pero el idilio se acabó.
Al quedarse embarazada fue despedida sin recibir nada a cambio, como era costumbre en aquella época. Matilde tuvo suerte porque no la echaron a la calle. Su señora la llevó a la Maternidad para que pasara su gestación y cuidara de su hijo, al menos, durante un año. Luego ya verían si la volvían a coger o no, ahora bien, sin el niño o la niña, le dijo con semblante muy serio la señora. Continuó su discurso: ya te explicarán lo que deberás hacer. Piensa que hay muchas familias muy buenas que no pueden tener hijos y cuidarán muy bien del tuyo. No fue necesario. Su Carlitos murió. Eso le dijeron, porque no pudo verlo. Ella estaba muy mal. Lo enterraron antes de que se recuperara.
Cuando le susurró a Lucía “despacito, despacito”, su cara cambió de máscara, pasó de la tristeza a la alegría. Sor Francisca la miraba con un sentimiento de alivio. Había hecho feliz a dos personas y este hecho la reconfortó.
Al cabo de una semana de la llegada de Lucía, la campana volvió a sonar. Sor Francisca empezó a trotar hacia la entrada del recinto, preguntándose, ¿otra niña? con extrañeza. Al abrir la puerta se encontró frente a frente con una mujer de unos cincuenta años largos. Sus miradas eran pura interrogación.
– Si. ¿Qué quiere?
– ¿Encontraron a Lucía?
– Si, Si. ¿Es su madre? – El rostro de Sor Francisca pasó de la ilusión a la decepción. No puede ser su madre, es demasiado mayor, pensó al instante.
– No. Soy quién la colocó en el agujero. Quería asegurarme de que estaba bien.
– Si. Está muy bien. ¿Sabe quién es su madre?
– Si, se llama Aurora Pérez Martínez. Es de Xinzo de Limia, Galicia. Está muy enferma y no puede hacerse cargo de la niña. Además, no tiene los recursos necesarios para …

Antes de acabar la frase, la mujer, se giró y empezó a alejarse lentamente. Sor Francisca gritó:
– ¿Cómo puedo encontrar a su madre o a usted? Me gustaría …
La mujer ya había doblado la esquina, por lo que Sor Francisca empezó a correr, pero ya no la vio. Había desaparecido. Escudriñó los alrededores, pero no había rastro de la mujer. Como perdida, azarosa y con una gran pena volvió hacia el recinto y se encerró en su habitación para apaciguar el estado en el que se encontraba.
Sor Francisca era la monja más joven de la Maternidad. Tenía veintitrés años. Tenía cara de pez, sin barbilla, sin apenas cuello. Sus ojos eran brillantes y pequeños. Había nacido en Vitoria-Gasteiz. Su padre había muerto por la coz de un asno y su madre se volvió a casar con su cuñado para mantener las tierras que poseían. A Sor Francisca nunca le interesó el campo. Lo que le apasionó, desde el primer momento que la escuchó, fue la vida de Jesús de Nazaret, la Biblia, Los Diez Mandamientos, los cantos religiosos. Todo lo aprendió en el colegio de monjas Vera-Cruz. Fue novicia durante dos años, donde llevó una estricta vida de clausura y una dedicación exclusiva a la oración. Aprendió las reglas que debía cumplir una monja: el celibato, la obediencia, la pobreza, la castidad y, en algunos casos, el aislamiento total de la vida civil, la clausura. En su caso, se descartó la clausura. No tenía madera para ello, decían todas sus maestras.
Sor Francisca y Matilde cuidaron de Lucía durante su primer año de vida. Jugaban con ella, la mimaban, la amaban con locura.
Llegó el momento de la marcha de Matilde. Su estancia en la Maternidad había acabado y debía irse. Los pechos de Matilde se habían secado y ya no podían alimentar a Lucía. Matilde la abrazó con tanto amor que sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¿No me la puedo llevar? -Susurró Matilde.
Sor Francisca le cogió a la niña, casi se la arrebató, ya que Matilde no quería desprenderse de ella. Fue un momento difícil y duro para las dos. Pero Matilde debía irse. No podía estar más tiempo allí. Con la mirada muy fija en los ojos de Matilde, Sor Francisca le dijo:

– Matilde, si no eres capaz de cuidarte a ti misma, ¿cómo quieres cuidar a esta niña? ¡Llegaste hace más de un año porque no podías cuidar de ti ni de lo que venía! Te doy las gracias por haber cuidado de Lucía, pero ahora es el momento de irte. Matilde, vete en paz y con Dios.
Matilde se fue con la cabeza gacha, triste, desconsolada, sabiendo que Sor Francisca tenía razón. Sintió un gran dolor en el corazón, se rompía, se hacía añicos. Nunca había sentido aquello. La desgarraba por dentro. Dios, no puedo soportarlo, pensó, mientras se giraba dándole la espalda a Sor Francisca y a Lucía. No se volvió. No se despidió. Simplemente desapareció.

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