LA CASA DE LOS ABUELOS – Vicente Alumbreros Núñez

Por Vicente Alumbreros Nuñez

Cualquiera diría que su deseo era imposible, sin embargo, hoy podría alcanzarlo. Después de mucho tiempo (es una forma de hablar; la vida es corta y nunca es mucho tiempo), volvía al pueblo y reviviría sensaciones dormidas. Más que un deseo, era, desde un punto de vista emocional, una necesidad. Tenía que acabar con sus remordimientos.

Encontró el barrio muy cambiado después de 30 años. Se paró un momento delante de la casa de sus abuelos, la que fuera luego de sus padres y de su propia infancia. Ya no estaba a las afueras, el pueblo había crecido mucho por aquí. La calle que daba a las portadas ahora estaba asfaltada. Recordó su infancia y por aquellos años, en la esquina se oían gritos, risas y, a veces, llantos de los niños que jugaban al tejo con los futbolistas que venían en las carterillas para coleccionarlos, o al guá, haciendo un pequeño hoyo en la tierra donde meter las bolas. Las niñas preferían jugar a la comba o a la goma. También, chicos y chicas juntos jugaban al pillado. Ahora, a su regreso, no encontró niños en la calle. Una pena. Eso sí, casi todas las casas seguían construidas en planta baja. Eso es lo que tienen los pueblos, espacio de sobra. Observó que el tendido eléctrico había mejorado; ya no se veían las jicarillas que servían de aislante de los cables en los postes de sujeción. Aquel blanco deslumbrante de las fachadas de antaño había cambiado a gris cemento, a rojo ladrillo o a floridos alicatados. Cayó en la cuenta de que él también había cambiado, más que el barrio incluso. Había perdido parte de la melena que lució más joven y, desde luego, había ganado peso. Ese que le pesaba quitarse, porque nunca se aficionó a ningún deporte, ni siquiera de niño.

Llegó el momento que tanto había soñado. Se encaró frente a la puerta principal de la casa, avanzó los pasos que le separaban de ella, suspiró y golpeó tres veces el llamador.

Cuando se abrió la puerta, los ojos se le llenaron de agua. Ahí estaba delante, delgado, de porte erguido a pesar de sus años. Mirada inteligente. Sus ojos hundidos no habían cambiado nada. Su semblante era serio, acorde con el hombre que había sido: firme, íntegro y honesto.  Aunque se esforzaba en ocultarlo, su mandíbula apretada delataba la emoción contenida que le impedía articular palabra. Extendió sus brazos y se fundieron en un abrazo largo, muy largo y sin revelar palabra.

Repuestos de la primera impresión, el abuelo, con tono amable y socarrón, dijo: —¡ya era hora! — A lo que el nieto respondió: —Más lo deseaba yo. Llevo pensando en este momento desde hace tres décadas —. Desde la puerta de la calle caminaron por el pasillo hasta el luminoso patio, en cuyo centro, aún se conservaba la higuera a la que tantas veces se subió de niño. Le resultó familiar y le transmitió serenidad el olor de los higos maduros. En un rincón, el pozo, que luego sería objeto de disputas familiares. En un cubo de zinc con agua del pozo había pepinos de la huerta a refrescar y una botella con vino.

—Sinceramente, ya no te esperaba.

—Lo entiendo. Nadie espera una visita como esta. Pero necesitaba hablar con vosotros, aunque fuera una última vez. Por cierto, ¿dónde está la abuela?

—Ha ido a hacer unas compras. Volverá presto. —Contestó mientras se llevaba un cigarrillo a la boca, y con un gesto le ofreció uno. El color amarillento de sus dedos índice y corazón de la mano izquierda delataba el mucho tiempo que ese hábito le acompañaba.

—No, gracias, no fumo. Y me resulta raro que no lo hayas dejado.

—¿Un poco de vino sí querrás?, ¿o tampoco bebes?

—Sí, pero solo un poco.

En ese momento fijó su mirada en el farolillo situado encima de la puerta del patio que él mismo había hecho en el colegio como trabajo de manualidades y que había pintado de blanco y azul. Quedó ensimismado…

 

*   *  *

 

Muchas veces cuando salgo del instituto paso un instante por casa de mis abuelos. Su casa me pilla de paso y mi abuela me espera con una cata de la comida que ha preparado. —Ve ya para tu casa, que tu madre te estará esperando, —me dice siempre. Muchos domingos vamos mi abuelo y yo a dar una vuelta por el campo. Como soy su nieto mayor me pregunta por lo que aprendo en clase. A veces me pone en aprietos con sus preguntas, lo que me sirve de acicate para aprender mejor los temas que estudiamos. Tiene curiosidad por todo: matemáticas, historia, ciencias; siempre me recuerda que él no pudo estudiar de niño y que lo que aprendió, lo hizo por su cuenta. Aprendió a leer cuando pocos de su generación sabían; y de cuentas, las cuatro reglas, como él dice: sumar, restar, multiplicar y dividir. Por eso cuando yo le hablo de ecuaciones o de trigonometría presta mucha atención. El próximo domingo hemos quedado en dar un paseo hasta el majuelo que mi abuelo tiene a unos dos quilómetros del pueblo. La última vez que fuimos juntos, él podaba y yo recogía sarmientos. Me dice que trabajar el campo es ponerlo bonito, como dibujar el paisaje. Lo dice porque sabe que me gusta dibujar. Esta semana tengo varios exámenes por lo que no podré ver a mi abuelo. Además, el fin de semana lo tengo muy ocupado, aunque espero sacar tiempo para todo. Tengo partido de fútbol con el equipo del instituto, aunque yo soy suplente. Me llevan de relleno y casi nunca juego.

Me dice un amigo que el partido del sábado lo han aplazado al domingo por la mañana. Aprovecho el sábado para terminar unos trabajos que debo presentar la semana que viene. El domingo nos desplazamos al pueblo de al lado para jugar el partido, y en el descanso, de repente, acompañado de una inspiración profunda, recuerdo que había quedado con mi abuelo. Lo había olvidado. No dejo de moverme de un sitio a otro. —¡Imperdonable, imperdonable! —me repetía una y otra vez. No puedo defraudar a mi abuelo. Seguro que me ha estado esperando. Quiero que el partido acabe ya. Quiero volver a casa. Quiero ver a mi abuelo.

En el pueblo, de vuelta del partido, corro sin parar hasta la casa de mi abuelo. No está. Y no volverá. —¡Tenía que haber llegado antes! ¡qué tonto soy! —me maldigo a mí mismo.

 

*   *  *

 

—¿En qué piensas? Te has quedado embobado. —Le advirtió el abuelo

—Solo recordaba la última que nos vimos. Mis recuerdos no me habían dejado tranquilo desde entonces. Debí haberte dedicado más tiempo de conversación, de aprendizaje, de compañía. Abuelo, quiero agradecerte el buen ejemplo que fuiste para mí. Siempre he presumido de abuelo razonable e inquieto por conocer y aprender. Te fallé aquel día.

—No tiene importancia. Yo entendí que tenías otras ocupaciones. Olvídalo. Cuéntame qué has estado haciendo todos estos años.

—Me fui a trabajar a Bruselas para la Unión Europea. Mi vida ha estado allí, pero ahora estoy considerando volver al pueblo.

Pasaron un largo rato charlando sobre los últimos seis lustros de la vida del nieto, de su trabajo, de sus aficiones y de sus relaciones. Iban por el tercer chato de vino, cuando oyeron ruido en la entrada de la casa.

—Ahí está tu abuela.

El nieto se levantó para recibirla. Cuando ella le vio le reconoció al instante, el gesto se le tornó serio, giró la mirada como si nada y se dirigió a la cocina.

—¡Abuela!

No tuvo respuesta. —¿Qué le pasa?, —dijo mirando a su abuelo.

—Nada. Ve y habla con ella.

El nieto entró en la cocina donde reconoció de inmediato los olores de antaño, especialmente a azafrán, y encontró a su abuela de espaldas a la puerta colocando el hateo. Seguía igual que la última vez que la vio, con su pelo negro salpicado con algunas canas, y aquello que a él siempre le recordó a una morcilla, su moño. No estaba delgada ni gorda. La falda oscura con pequeños detalles blancos cubría hasta los tobillos, y no contrastaba con la camisa que parecía del mismo estampado.

—Abuela, —insistió con voz suave.

Oyó un sollozo, se acercó y la abrazó sin decir nada. Cuando el llanto cesó se miraron y le reprochó que hubiera tardado tanto en volver.

Fueron al patio con el abuelo y estuvieron sentados en torno a una mesa blanca y pequeña donde estaban los vasos y un plato con unas rodajitas de chorizo para picar. El nieto continuó poniendo al día a sus abuelos sobre su vida, cuando se fijó en el rosal en un rincón del patio, lo que le llevó otro episodio de su infancia…

 

*  *  *

 

A las siete de la tarde, durante las vacaciones de verano, voy a casa de mi abuela que me espera con la merienda: unas veces pan y chocolate, y otras una rebanada grande de pan empapado en vino con azúcar. Trago cada bocado con impaciencia porque mis amigos del barrio van a llegar pronto a la esquina de la casa. Mientras van llegando los demás, les espero sentado en el suelo de la acera. Llega mi mejor amigo que vive cuatro puertas más allá de donde estoy. Se sienta a mi lado y se queda mirando el pan de mi mano. Le doy un trozo y hablamos de a qué vamos a jugar hoy. Han pasado cinco minutos y ya estamos todos. Decidimos jugar al fútbol. Echamos pies y me toca con los mejores, no como siempre. Nada más empezar, cuando voy a dar una patada al balón, fallo, le doy con fuerza al adoquín de la acera y me hago daño, mucho daño. Sangro. Varios amigos me acompañan a casa de mi abuela y me cura con delicadeza.

 

*  *  *

 

—¿Cuántas veces me socorriste de niño, abuela?

—No sé cómo te las arreglabas, pero siempre tenías algún percance y luego me decías que no se lo contara a tu madre.

—Nunca agradecí lo suficiente el cuidado y cariño que recibí de vosotros durante mi infancia y adolescencia.

Cuando la sombra de la higuera se posó sobre la mesa blanca y pequeña se dieron cuenta de que se estaba haciendo tarde. En el momento de la despedida, abuelos y nieto quedaron atrapados como si de un solo pensamiento se tratara. Dejó atrás la casa mientras caminaba abstraído y reconfortado por este encuentro.

Al día siguiente tenía cita con el notario donde se encontraría con su hermana. El asunto que le trajo al pueblo esos días era el de formalizar la herencia que les había sido asignada de acuerdo con el testamento de su madre, quien heredó la casa del pueblo cuando fallecieron hace treinta y veintitrés años respectivamente la que fue del abuelo y la abuela. Ahora sería para él. Su hermana recibiría la casa de la playa.

—¿Has visto ya la casa de nuestros abuelos? La que ahora será tuya. —Le preguntó su hermana

—Sí. He estado allí y la he visto tal como la recordaba. Y no puedo evitar verlos a ellos como si aún vivieran en ella.

Estaba decidido: Se quedaría a vivir en el pueblo de manera que pasado, presente y futuro confluirían en el mismo espacio.

 

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