LA CASA DE MUÑECAS – Beatriz Palenzuela Afonso
Por Beatriz Palenzuela Afonso
– Hay algo inquietante en una habitación con llamas y espejos ¿no te parece?
– No, ¿por qué lo dices? – no pude evitar que una pequeña sonrisa se me escapara, pero enseguida la corté, evitando que se transformara en una carcajada al ver la mirada seria de mi abuela.
– No le veo la gracia, recuérdalo siempre Alba, nada bueno viene de jugar con los deseos de los espíritus – me miró seriamente.
– Ay abuela. Ya sabes que yo no creo en esas cosas, pero lo recordaré siempre no te preocupes.
Esta última frase la dije en ese tono risueño y desenfadado que utilizaba cuando quería cambiar el tono de una conversación hacia uno más ligero y sabía que con ella siempre funcionaba. Esta vez también y mi abuela me miró como quien mira a un niño con el que sabe que no puede seguir razonando porque su atención ya ha cambiado hacia otra cosa.
Estábamos paseando cogidas del brazo por el centro de la ciudad como hacíamos cada fin de semana después de desayunar. Ese era nuestro momento juntas, para mí era una cita ineludible, aunque hubiera salido la noche anterior de fiesta siempre conseguía levantarme a tiempo para llegar a la cita, no siempre puntual, eso sí. Era el principio del otoño, las hojas de los árboles estaban empezando a llenar el suelo de un color amarillento y dejando las copas sin protección frente al frío que se acercaba. Se podían ver algunas ardillas corriendo de un lado a otro, tratando de pasar inadvertidas para los perros que paseaban con sus dueños. Ese día estiramos un poco el paseo, hacía buen día y dada la época del año había que aprovechar, pues una vez instaurado el frío no se podía saber cuándo se repetiría una ocasión así. Llegamos a la fachada de una casa bastante lujosa, de estilo neoclásico, muy señorial y con una cola bastante larga de gente esperando en su entrada.
– Hacía mucho tiempo que no veía esta casa, ¡anda, vámonos! – me susurró mi abuela con un timbre de miedo en la voz.
– Vale, sí, vamos – dije. No comenté nada en ese momento, pero me sorprendió su reacción. ¿Qué podría haber pasado, por qué tanta prisa en irnos? Sólo era una casa, probablemente una con un interior igual de lujoso que la fachada y en la que se hacían visitas guiadas, tendría que buscar más información al llegar a casa.
Finalizamos el paseo sin hacer ninguna mención de la casa y centrándonos en los temas habituales, como las relaciones amorosas de mis amigas, el habitual cuestionario sobre la mía, la comida en los restaurantes de moda de la ciudad y demás. Tras llegar a casa encendí el portátil, convencida de empezar y, con suerte, terminar un trabajo de la universidad que llevaba posponiendo algunas semanas ya. Veía la línea parpadeante ante mí y en seguida llegaban a mi mente miles de cosas que hacer que no implicaban terminar ese trabajo. Finalmente, cedí ante una de esas ideas y abrí Google decidida a averiguar qué había ocurrido en aquella casa misteriosa.
Para mi sorpresa, no me costó demasiado encontrar una referencia, al parecer la casa había sido el escenario de la desaparición de una niña de unos ocho o nueve años, Emilia, que nunca se resolvió y que había dado origen a una leyenda que afirmaba que la casa estaba hechizada. Actualmente, dentro de un proyecto municipal de conservación del patrimonio, la estaban enseñando porque mantenía casi intacta la estructura de una mansión del siglo XVIII.
“Interesante” pensé enseguida, era como una señal. El trabajo, que continuaba esperando a que me decidiera a hacerlo, porque contrariamente a mis deseos no parecía que fuera a aparecer un día hecho espontáneamente, era precisamente sobre arquitectura neoclásica. Hice otra búsqueda rápida y la posibilidad de visitas guiadas solo se mantenía dos semanas más, después proseguían por otras mansiones. Reservé una visita para esa tarde mientras me autoconvencía de que era una forma de documentarme para el trabajo y no otra excusa, una más, para procrastinar.
Llamé a Isabel y, como suponía, se unió al plan encantada. Ella siempre dispuesta a cualquier plan cultural, y a cualquier fiesta también, en realidad.
– Menos mal que ayer nos fuimos cuando dijiste, esta mañana casi no me levanto – me dijo al verme.
– Te veo bastante buena cara – respondí sinceramente. En realidad, ella siempre tenía buena cara. Es de esas personas que irradian luz, diría yo, que son capaces de alegrarle el día a cualquiera que se cruce con ellos, aunque ellos mismos no estén teniendo su mejor día.
– ¿Me vas a contar por qué te ha entrado tanta urgencia por ver esta casa?
– Bueno, prisa tampoco. Pero es que la vi esta mañana mientras paseaba con mi abuela y creo que podría servir para documentar mi trabajo de la universidad.
– ¡Ah, sí! Ese que llevas semanas haciendo – dijo mientras se reía.
– Ese mismo, sí – respondí mientras buscaba cómo cambiar de tema.
Por suerte, ya era nuestro turno para entrar. Nos dieron un folleto a la entrada en el que explicaban la leyenda en torno a la casa, la casa Atienza se llamaba, me hizo gracia que tuviera nombre, era como si fuera un personaje más en la leyenda. Al parecer, se decía que la niña seguía por allí, en sus espejos. Sentí un escalofrío, extraño pues no hacía frío, pero no le di más importancia.
Lo volví a sentir en la tercera estancia, la habitación de los espejos, enseguida me llamó la atención que la habitación estuviera llena de espejos y de candelabros, todos con velas encendidas. Me vinieron a la cabeza las palabras de mi abuela, comencé a sentir el corazón acelerado y busqué con la mirada a Isabel, para decirle que fuéramos a la siguiente habitación. La vi deleitada con un espejo en particular.
– Es increíble como le da la luz desde el exterior, crea un reflejo muy curioso.
– Emm, sí, pero ¿y si seguimos? – le dije. Eché un rápido vistazo al espejo y me pareció verme dándome la vuelta y una de las velas se apagó bruscamente… “vale, ya está, respira que estás empezando a flipar un poco” pensé mientras hacía un par de respiraciones profundas para relajarme. Voy al baño un segundo, le dije a Isa.
Me adelanté rápidamente para ir al baño, estaba un par de estancias más adelante tras una escalera. Me lavé la cara con agua fría y después, al mirarme en el espejo, sonreí. ¿Qué estaba haciendo, qué tontería era esa? Me estaba dejando llevar por supersticiones antiguas en las que yo no creía. Salí para volver con el grupo y disfrutar de lo que quedaba de la visita.
Volví a la habitación de los espejos y me encontré en la habitación vacía, fui a la siguiente pensando que me había quedado rezagada, pero tampoco en esa encontré al pequeño grupo que había entrado conmigo. Noté como el corazón me iba cada vez más rápido y comenzaba a sentir un calor que no se justificaba con la temperatura del aire. Seguí recorriendo la casa y me encontré en un pasillo largo, con puertas a ambos lados, que me recordó al que se veía en la película de Matrix. Abrí todas las puertas, pero invariablemente me llevaban a habitaciones decoradas lujosamente y vacías. Todas las habitaciones tenían en común un aire a casa de muñecas, los muebles con adornos florales y de pájaros, los armarios, las escaleras ocultas tras tapices del mismo color de la pared, todas las habitaciones eran tan parecidas que llegué a la conclusión de que debía de haberme perdido y había tomado un camino de regreso equivocado. Miré por una de las ventanas, quizás alguien desde el exterior me viera y alguien vendría a por mí, pero lo que vi me dejó completamente helada. Un coche de caballos y un señor con un bigote inmenso vestido como si fuera a montar a caballo. Ni rastro de coches, semáforos ni del resto de la calle que se situaba por fuera de la casa. Corrí de vuelta a la habitación de los espejos, pues sentía que en ella estaba la clave de todo. Una vez allí, vi como una chica aproximadamente de mi edad me miraba, en su cara había una mezcla de pena, determinación y frialdad, estaba encendiendo la vela que se había apagado y comenzó a correr hacia el espejo en el que me había mirado.
– ¡Espera! – grité con todas mis fuerzas.
Por impulso comencé yo también a correr, pero llegué tarde y esa chica desapareció por el espejo, cuando llegué no encontré ninguna puerta oculta, nada, la chica parecía haberse esfumado hasta que vi su reflejo junto con Isabel. En ese punto hice esfuerzos por despertarme, todo esto sólo podía tratarse de una pesadilla.
Mientras tanto Isabel dejaba la casa junto con Alba, una Alba un poco rara desde que había vuelto del baño. Isabel no acertaba a explicar bien por qué, pero sentía que algo había cambiado en su amiga, como si ya no tuvieran esa conexión invisible entre ellas.
– ¿Todo bien? – preguntó sencillamente Isabel.
– Por supuesto.
Isabel dejó de caminar, mientras notaba como su sangre se helaba, de repente, sin comprenderlo del todo sintió que nada iba bien.
– ¿Alba?
Nadie se giró…
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María Isabel López Ben
07/10/2024