LA CENA – Mª Carmen Prieto Menéndez

Por M. Carmen Prieto Menendez

Habíamos quedado a las nueve delante del restaurante. Llegué unos minutos antes, pero él ya se encontraba dentro esperándome. Nos saludamos y rápidamente ojeamos la carta. En realidad, ya sabíamos lo que íbamos a pedir; siempre solíamos comer lo mismo.

Esa noche lo encontré extrañamente ausente. Apenas me prestaba atención y miraba numerosas veces su teléfono. Cuando llevábamos unos quince minutos comiendo (por decir algo, ya que él solo había probado tres bocados), se levantó y me dijo:

– Creo que me he dejado la ventanilla del coche abierta. Voy a comprobarlo. ¡No tardo nada! -y me dejó sola con el bocado suspendido del tenedor, a medio camino hacia mi boca abierta.

Pasaron otros quince minutos hasta que volví a verle aparecer por la puerta algo sudoroso y despeinado. El primer plato, casi intacto, ya se lo habían retirado y el segundo se le estaba empezando a enfriar.

Se sentó y, rápidamente, ingirió todo lo que había en el plato. Yo, mientras, le miraba asombrada, pues era la primera vez que le veía comer con esa ansiedad. Engullía, más que comía, pues casi tragaba sin masticar.

– ¿Por qué comes tan rápido? ¡Te va a sentar mal! -le dije.

A continuación, cogió la copa de vino y se bebió todo el contenido de un solo trago. La volvió a llenar y se la volvió a beber con la misma urgencia.

-Tengo que volver a salir… Me he olvidado de poner el ticket del parquímetro… Ahora vuelvo. Pide postre mientras tanto. Yo no quiero nada.

Y allí me volví a quedar yo sola, con cara de tonta, saboreando lo poco que me quedaba en el plato y acabándome el vino que seguía enfriándose en la cubitera.

Esta vez no miré el reloj. Pedí la carta de postres y escogí mi preferido: el brownie caliente con helado de vainilla. El extraño comportamiento de mi marido no iba a estropearme la cena que había estado esperando durante toda la semana en uno de mis restaurantes favoritos. Le dije al camarero que me trajera, además del postre, una copa de ese delicioso licor italiano con sabor a limón que guardaba por ahí.

 

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Mientras tanto, Julián se apresuraba en dar la vuelta a la manzana para entrar en otro restaurante situado, justamente, en el lado opuesto del que había salido, de manera que casi se tocaban por el interior de los edificios.

Allí estaba esperándole con el segundo plato servido ya en la mesa, una rubia de mediana edad que no había parado de mirar hacia la puerta desde que él la había dejado con la ensalada a medio acabar.

– ¡Ya estoy aquí! -le dijo, dejándose caer en la silla con gran estrépito, mientras se llenaba la boca con tres trozos de carne a la vez.

 

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Yo ya había dejado de mirar la hora. Me importaba muy poco lo que Julián estuviera haciendo fuera. Lo cierto era que estaba disfrutando de una cena fuera de casa, cosa que hacía tiempo que no hacía. Todos los días eran iguales; llegar del trabajo, ducharme, preparar una cena ligera para los dos, ver la tele un rato y a la cama…

Le pedí al camarero otra copita de ese licor tan rico de limón. Ya me daba igual cuánto tardara Julián. Sin darme cuenta, el camarero había dejado la botella en la mesa, y me iba llenando la copa cuando ésta se quedaba sin líquido. Y durante esos acercamientos a mi mesa iba contándome episodios de su vida, los cuales eran muy interesantes. Sin duda, mucho más que las aburridas quejas sobre el trabajo de las que siempre me hablaba Julián.

El resto de los clientes del local iba abandonando poco a poco el establecimiento. Cuando apenas quedaban un par de mesas ocupadas, el camarero se sentó en la silla de mi ausente marido. Me acabé el delicioso postre mientras Alberto (así se llamaba el simpático camarero) seguía contándome divertidas anécdotas. El enfado que me habían ocasionado las repetidas salidas de Julián durante la cena se iba diluyendo a medida que el efecto del licor iba actuando sobre mi cerebro.

 

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Julián acabó de tragarse el último pedazo de entrecot con la ayuda de lo que quedaba de la valiosa botella de vino que había pedido para acompañar la cena.

– Cariño, pide lo que quieras de postre, tengo que renovar el ticket del parquímetro. Vuelvo en seguida -le dijo a la rubia.

Y salió, después de darle a Cariño un tierno beso en los labios. Tras oír cómo se cerraba la puerta a sus espaldas, Julián se sacó un pañuelo de su bolsillo y se secó las gotas de sudor que empezaban a empapar sus cejas y a resbalar por sus sienes.

” En menudo lío me he metido… ¿por qué no me lo habría apuntado en la agenda?”, pensó mientras se apresuraba en volver a rodear la manzana de edificios para entrar de nuevo en el restaurante donde le esperaba su mujer.

 

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Cuando Alberto me estaba contando el desenlace de su peligrosa aventura durante una carrera de bicicletas de montaña a través del desierto, se abrió la puerta de la calle, dando paso a un desencajado Julián que entraba mientras se recolocaba la torcida corbata. Con sus ojos me estaba pidiendo perdón por haber tardado tanto, pero, en un instante, éstos pasaron a formar parte de una mirada terrorífica, con los párpados semiabiertos, como tratando de enfocar algo que estaba mirando pero que no creía estar viendo. Ya no me miraba a mí, sino a la persona que ocupaba su silla y que estaba hablando conmigo. En un par de zancadas se situó delante de Alberto y lo alzó de su asiento agarrándole de la pechera del jersey con la mano izquierda, mientras con la derecha apretaba tanto el puño que sus nudillos estaban blancos, y lo separaba de su cara para aumentar la distancia y con ello la fuerza del choque en su nariz.

Pero eso no llegó a pasar. Con mis dos manos sujeté la botella vacía de limoncello y la dejé caer con fuerza sobre la espalda de Julián. El alcohol, afortunadamente (o no), había impedido que acertase a darle en la cabeza, pero con ello solo conseguí que su atención se desviara hacia mi persona. Y no solo su atención, sino también su puño, que, estando a solo unos pocos centímetros de mi rostro, interrumpió su trayectoria cuando, súbitamente, se volvió a abrir la puerta de entrada y entró una mujer rubia que, al parecer, conocía a Julián, pues le llamó por su nombre con evidente sorpresa:

– ¡Julián! Pero… ¿qué coño haces aquí? ¿Qué cojones está pasando? -dijo la individua gritando y sin poder esconder la evidente conmoción al ver la escena.

Eso mismo pensé yo: ¿Qué cojones estaba pasando? Y… ¿Quién era esa rubia que, al parecer, conocía de sobras a Julián?

– ¡Te habías dejado las llaves del coche! -siguió gritando con desesperación la desconocida-. Te estaba persiguiendo para dártelas cuando he visto que entrabas aquí. ¿Quién es esta mujer? -dijo refiriéndose a mí.

– ¿Que quién soy yo? ¿Quién es ésta? -le contesté yo mirando a Julián.

Julián estaba blanco y con las dos manos se sujetaba la que empezaba a ser una prominente panza. Su semblante colérico se había transformado en un rostro asustado y de dolor. Intentó explicarse, pero solo emitía palabras inacabadas o incoherentes, mientras un sudor frío recorría los surcos de su cara y seguía agarrándose la parte de la barriga donde seguramente se encontraba el estómago.

La otra mujer y yo nos miramos, mientras Alberto, el camarero, observaba asustado, desde el otro lado de la sala. Los pocos comensales que aún quedaban no se habían movido. Por lo visto les estaba resultando bastante entretenido el espectáculo.

Julián seguía emitiendo sonidos a través de su boca, pero ya no parecían palabras. En realidad no eran sonidos articulados para pronunciar vocablos, ahora parecían ruidos que venían directamente de las entrañas. Súbitamente cayó de rodillas y se quedó a cuatro patas, mirando directamente al suelo. La columna vertebral empezó a arquearse como un gato y el vientre empezó a moverse hacia adentro y hacia afuera como si hubiera un oleaje dentro de su cuerpo. Los músculos de la cara se contraían y se relajaban al mismo ritmo, mientras la cabeza acompañaba al vientre con los mismos movimientos de vaivén…Hasta que, como en una explosión, salió despedido todo el contenido gástrico hacia afuera. Su boca se había convertido en un cráter por donde salía en tromba toda la lava, que consistía en dos copiosas cenas sin apenas masticar ni digerir, de un volcán que era su panza y que ahora se estaba aliviando de la presión a la que hasta hacía un momento había estado sometida. Toda una mezcla de texturas, olores y sabores estaba atravesando los órganos que van desde el estómago al exterior, con el consiguiente ardor y quemazón que producen los ácidos gástricos, y salían expulsados con fuerza hacia los zapatos y bajos de pantalones de algunos de los que aún permanecían contemplando, atónitos, el desenlace.

Desparramados por el suelo del restaurante quedaron los restos de dos deliciosas y caras cenas poco aprovechadas.

Sin embargo, a mí, la cena de aquel día me sentó de maravilla…

Decidí abandonar a Julián. Sonia (así se llamaba la rubia) y yo nos hicimos amigas. Ella también dejó a Julián y lo reemplazó por un agradable camarero que trabajaba en el restaurante del lado opuesto.

Y yo…me quedé con Alberto.

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