LA CIUDAD NO ES PARA MÍ

Por Mireya Maldonado

Veinticuatro horas por una ciudad que no conoces son muy pocas horas. Si las llenas de emociones seguirán siendo pocas, sí, pero intensas. Todo empezó la mañana del último domingo de septiembre de 2017. Me acababa de levantar y mientras desayunaba me puse a curiosear Facebook. Tenía una solicitud de amistad de un tal Eros. No me sonaban ni su cara ni su nombre. No le conocía.

Antes de aceptar le pregunté quién era. Me explicó que era el cantante del grupo EliGT y que funcionan sin discográfica promocionándose por internet. Me solicitaba amistad porque me había gustado una canción de su grupo que había compartido un amigo común, el periodista Luis, sobre el próximo concierto que darían en septiembre en Madrid.

-¡Es cierto! La escuché ayer y me gustó mucho. Me apunto a compartir tu música para ayudar en tu promoción.

-Gracias, sabía que siendo amiga de Luis tenías que ser encantadora.

-Ya, bueno… en realidad no conozco a Luis.

-Pero le filtrarías como me has hecho a mí antes de aceptarle como amigo y eso es importante.

-Espero que tengas más argumentos a mi favor… fui yo la que le solicitó amistad porque es un periodista que me encanta, ¿sigo siendo encantadora?

-¡Aún más! Tu sinceridad también habla muy bien de ti. Yo trabajé con él muchísimos años en un periódico…

Me explicó que durante más de diez años recorrió el África subsahariana realizando, incluso, el trayecto de Senegal a Marruecos en patera para conocer de cerca la realidad que describía. “Periodismo emocional,” así lo definió. Después lo dejó todo y se dedicó a la música. Me impresionó su valentía.

Esa misma mañana me llamó una amiga de Barcelona y tuve  una gran idea: ¿ si íbamos al concierto de Madrid? No nos habíamos vuelto a ver desde que hacía dos meses había venido a visitarme a Pamplona. Se lo planteé. No quisimos concretar nada,  pero el “sí quiero” quedaba implícito en el silencio (posiblemente esto lo pensara sólo yo, ya que el optimismo no se busca, te elige, y yo me temo soy una presa fácil).

Cuando faltaban unos cinco días para nuestra cita en Madrid le llamé:

-Este finde es el concierto, ¿al final qué hacemos?

-Uff… ¡me está dando una pereza mortal!

Seguimos hablando de otras cosas y yo asumí que el viaje había terminado sin tan siquiera empezar. Pero hace tiempo que dejé de funcionar según lo planificado y en ocasiones me dejo llevar por arrebatos.  Antes de colgar le dije:

-Yo me voy. Mañana mismo reservaré hotel, compraré la entrada y buscaré un blablacar.

Y así fue. Según terminé de cerrarlo todo lo publiqué en Facebook: “Hotel reservado y entrada comprada. El domingo, yo me bajo en Atocha”. Tras esta publicación recibí la llamada de mi prima Blanca, que vive en Madrid. Quedamos para comer. El viaje fue bien excepto porque al llegar el conductor dijo:

-Las 12 en punto. Hemos llegado a Chamartín según lo previsto.

¿Chamartín? ¡Yo creía que llegábamos a Atocha! Bueno, no es problema. Me bajé la aplicación del metro y me saqué un bono de diez viajes. Puse cómo ir de Chamartín a Fuencarral (calle en la que estaba mi hotel y toda la marcha del mundo). Genial, estaba sólo a dos paradas.

Me bajé en Fuencarral y comencé a caminar. Me llamó la atención que en los alrededores sólo había jubilados y gitanos. Seguí caminando hacia los horribles edificios de ladrillo rojo caravista convencida de que a la vuelta de la esquina de alguno de ellos estaría la explosión de color que yo había imaginado.

Según me adentraba por esas calles, la idea de que en un momento dado se convertirían en un lugar apetecible empezaba a resultar casi imposible. Los gitanos aumentaban en número y los abuelos en años y miraban mi presencia allí como algo, cuanto menos, pintoresco.

Tras un buen rato caminando decidí coger el móvil y cuando en Google Maps introduje la dirección del hotel este me indicó que: “desde su ubicación quedan cinco horas de trayecto a pie”. ¿Cinco horas? Entonces, por acelerar el proceso, en lugar de escribir le dije susurrando y ante la mirada atónita de mi público:

-Pedir taxi.

Como mi capacidad de abstracción es envidiable y muchas veces me está sonando el móvil y no me entero, acostumbro a llevarlo con el volumen al máximo. Con este volumen, mi móvil respondió a mi petición: “No le he entendido. Por favor, repítalo de nuevo”.

-Pedir taxi -esta vez elevé más el tono, aunque en mi interior la orden que quería dar era: “salir viva”.

Me entendió y me envió un taxi que tardó quince minutos en llegar y que ya marcaba cinco euros cuando lo hizo. Me daba igual. Me metí en él precipitadamente.

-Hola, buenos días, verá; yo quería ir a la calle Fuencarral pero no la encuentro…

-Joder, tía, no me extraña. Estás en el pueblo Fuencarral, ¡la calle está a tomar por culo de aquí!

El taxista llevaba la cabeza rapada, tendría unos veinticinco años y pinta chunga, hablaba mucho y de forma hortera y se giraba hacia atrás para mirarme cada vez que lo hacía (para mi tranquilidad).

Lo importante es que salí viva del falso Fuencarral y llegué viva al auténtico. El hotel estaba mejor situado imposible. Me duché, me perfumé y me dispuse a comerme Madrid (literalmente,  porque había desayunado a las cinco de la mañana y mi reloj ya marcaba casi las tres).

Tenía dos opciones: iba hacia la derecha o hacia la izquierda. Siempre la izquierda, pensé. Llegué a Gran Vía y me senté en la única silla de la primera terraza que vi. Pedí un vino y saqué el móvil para decirle a mi prima que la esperaba allí. Tenía un mensaje:

-¡Loca! (así me llama mi prima), cuando salgas del hotel vete hacia la derecha, hacia la izquierda las terrazas son mucho más caras.

Creo que aún no he comentado que me gasté en el taxi la mitad del presupuesto que llevaba para pasar el día en Madrid, así que la idea de haberme sentado en la terraza más cara, digamos que no me hizo muy feliz. Justo en ese momento, el camarero dejó el vino sobre mi mesa:

-¿Desea alguna tapita la señora?

¿Señora? La realidad es que deseaba todas las tapitas que tuviera, pero no estaba dispuesta a pagarlas y mucho menos después de llamarme “señora”.

-No, muchas gracias.

-Están incluidas con el vino.

-¿Ah sí? Pues entonces sí. -Lo sé, lamentable actuación… pero no estaba para tonterías.

Al poco llegó mi prima. Estaba alucinada de lo que me había costado llegar al hotel. Le expliqué mis periplos y le alegré la mañana (incluyendo el momento tapa gratis).

Blanca es muy correcta; yo no. Mide la expresión de sus emociones; yo no. Tiene un pensamiento equilibrado; yo no. Mira extrañada mi espontaneidad al contar las cosas y yo la miro incapaz de comprender por qué no se quita nunca el corsé. A pesar de estas diferencias nos llevamos bien.

Seguimos pidiendo vinos (con sus tapitas gratuitas), bastantes. ¡Qué rico estaba Madrid! Hablamos mucho y nos reímos más. Comimos una ensalada por aquella zona (la de la derecha) y fue una comida en la que nos reafirmamos de que la distancia no puede con el cariño. Callejeamos la zona y hacia las ocho fuimos al hotel para que yo me arreglara.

-¿Qué tal me ves? -pregunté emocionada.

-¿Vas a llevar el pelo así? ¿Y sin pintar? ¡Anda, ven!

De su bolso de mano, de ese en el que yo tengo toallitas, un globo de cumpleaños deshinchado, mi libreta, una goma de pelo y un caramelo derretido, sacó un neceser enorme con todo tipo de pinturas. Usó mi cara como un lienzo en blanco y dio rienda suelta a su imaginación.

¡Qué guapa me vi! Salí del hotel sintiéndome una estrella de cine. Nos tomamos una copa antes del concierto y en la puerta del local nos despedimos:

-Mil gracias por este día. Lo he pasado de maravilla -le dije.

-Yo también, de hecho… igual me quedo al concierto.

¡Genial! Era un local pequeño con el escenario en el fondo y un pasillo que llevaba hasta él con la barra a la derecha. Antes de entrar en ese pasillo había un pequeño espacio al principio de la barra y nos colocamos ahí ya que no había nadie. Bailamos, cantamos, reímos… mi prima estaba eufórica. La noche no habría sido igual sin ella.

Le conté cómo había conocido al grupo y que Eros me había dicho que si iba al concierto fuera a saludarle, que sería un placer conocerme. Blanca quería ir a toda costa y yo ni loca, pareceríamos unas quinceañeras ridículas. Cuando terminó el concierto me fui al baño y al regresar ella no estaba. Miré al frente y los vi: Eros y Blanca. Sin pensarlo me agaché.

-Te veooooooo! -me canturreó el camarero asomándose por encima de la barra.

-Es que no me escondo de ti sino del cantante -dije (aún en cuclillas) para justificar mi comportamiento y tratar de aparentar normalidad.

Cuando emergí de mi escondite Eros me miraba sonriendo desde el otro extremo. Yo también sonreí para justificarme  y me acerqué a él.

Es discretamente atractivo, con el encanto desenfadado de la madurez forjada en una vida diferente. Interesante. Me sentía tan guapa esa noche que apenas hablé para reducir las posibilidades de decir tonterías. Me preguntó qué me había parecido el concierto, qué tal sonaba desde el fondo, me contó que al día siguiente tocaban en Murcia…

Salimos fuera a fumar y allí estaban el resto de la banda, que le dijeron que se iban a cenar. También estaba mi prima y yo me quedé con ella.

-Nos vamos a tomar algo pero enseguida volvemos -me dijo mirándome  y sonriendo.

-Muy bien -respondí (no se me ocurrió nada mejor).

Cuando se alejaron unos metros Blanca me dijo:

-¿A qué ha venido eso? A mí me ha sonado a que le esperemos, ¿no?

-Una cosa es que me venga desde Pamplona para verle y otra muy distinta es que me quede aquí a esperarle (cuatro gin-tonics ayudan a apreciar ese tipo de diferencias).

Nos fuimos. Estábamos muertas de hambre y buscamos un lugar donde poder tomar algo sólido a las tres de la mañana. Comimos una porción de pizza sentadas en una acera recordando momentos del concierto. A la mañana siguiente salí a buscar un bar donde desayunar.

El tiempo acompañaba y como era temprano las calles estaban bastante vacías y se podía disfrutar de los escaparates de manualidades, fachadas bonitas, grafitis, jardines escondidos, librerías… Paseé escrutando la ciudad, sintiendo que la vida era mi casa y que la felicidad me asaltaba en cada esquina.

A medio día Blanca me llamó:

-Voy a por ti, no me fío. Comemos juntas y te acompaño a tu coche de vuelta, ¿te parece?

Me pareció estupendo. Disfrutamos de esas últimas horas juntas y le confesé que me había quedado algo pillada por Eros. Me dio pena irme. Nos abrazamos y vi en mi cartera el flamante bono de diez viajes de metro metido en ella.

-Toma. Así te acuerdas de mí cada vez que cojas el metro -le dije al despedirme.

Al llegar a casa le envié a Eros un fragmento de video que grabé del concierto diciéndole que me había encantado  y él  me respondió:

-¿Al final viniste? ¿Pero dónde estabas? ¿Por qué no viniste a saludar, mujer?

Me costó unos segundos entender esa respuesta, pero haciendo memoria recordé que con los nervios olvidé presentarme. Tal vez, pienso ahora,  casi prefiero que no sepa que soy la que emergió de la barra como de la tarta de una despedida de soltero, pero entonces tampoco sabrá nunca que era esa chica que no se quedó a esperarle… la que estaba tan guapa esa noche.

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