LA DIVINA PROVIDENCIA – Mª del Carmen Aleixandre Pla

Por Mª del Carmen Aleixandre Pla

Es Navidad. ¡Qué felicidad más grande! Por fin este año, la Providencia había escuchado mis deseos de poder pasar estas fechas de forma diferente. Al principio parecía que sí, pero ahora sé que no entendió el mensaje que le envié de la forma que yo quería. En absoluto.

Todo iba de maravilla, una gran borrasca en el centro del país me impedía llegar a mi ciudad natal en cualquier medio de transporte conocido. Era la excusa perfecta para marcharme a latitudes más cálidas sin remordimientos. Tenía la maleta preparada llena de bikinis y pareos. Mi compañero de los últimos meses podría viajar conmigo, somos inseparables.

Mi propósito se truncó en pocas horas, la borrasca se extendió hacia el Este, llegó a la capital y cerraron el aeropuerto. A pesar de todo, me consideraba afortunada, la ciudad estaba bloqueada, pero había podido coger el metro a casa. Incombustible frente al desaliento, pensé en un plan alternativo: me sentaría a leer y a escribir mi columna semanal frente a la chimenea, apagaría el teléfono y me dedicaría tiempo a mí misma. Nadie me esperaba y no recordaba la última vez que se presentó esta oportunidad. Después de todo, para aislarse no es imprescindible huir en avión.

De repente el ascensor se para, estoy completamente a oscuras y sin cobertura. No tener internet es del todo irrelevante porque me queda un uno por ciento de batería y la linterna no funciona. Estoy furiosa y mi paciencia está llegando al límite, me niego a cambiar mis planes de nuevo.

Tengo que salir de aquí cuanto antes.

Las paredes son completamente lisas y duras, tanta modernidad digital es contraproducente, no encuentro la puerta. Golpeo con fuerza la chapa de metal hasta donde alcanzo y no pasa nada.

Comienzo a gritar a pleno pulmón como una loca, insisto y persevero durante un rato largo, sólo consigo quedarme afónica. Acabo de descubrir que los que dicen que gritar elimina el estrés tienen razón, relaja bastante. Kriptón aúlla a mi lado al unísono, cree que estamos jugando, mejor así porque si se pone nervioso tendré problemas más serios.

Pasan los minutos y mi angustia aumenta. Aunque fuera hay temperaturas bajo cero, tengo mucho calor y me falta el aire, empiezo a desesperarme. Me quito el abrigo, el fular, el gorro, los guantes y también las botas de cualquier manera.

Lamento no haber recibido clases de yoga y meditación, algunas de mis amigas las consideran imprescindibles para afrontar y superar cualquier situación difícil. Me siento en el suelo, mi perro sigue tranquilo y se tumba con la cabeza en mi regazo. No tiene miedo y se siente feliz porque le acaricio y estamos juntos. Me gusta más él que muchos de los humanos que conozco y es más divertido que un terapeuta.

No se oye nada. Seguramente ya no hay viento, pero sigue nevando. Cierro los ojos y la visión de un paisaje blanco con un muñeco de nieve me provoca una sonrisa y me da un respiro, son imágenes de mi niñez, cuando todo era sencillo.

Empiezo a pensar que nadie sabe que estoy encerrada y, además, les he dicho a todos que voy a desaparecer hasta Año Nuevo, no me van a buscar y no sé cuando tardarán en rescatarme. ¿He sido reportera de guerra y moriré en un ascensor? Bonito epitafio.

Necesito serenarme, sólo así conseguiré pensar con claridad. Fui girl scout durante más de diez años, debería servir de algo en momentos como este.

Busco en mi bolso para averiguar qué me puede ayudar a sobrevivir, consigo palpar entre el desorden: una cajita de caramelos de menta, tres piruletas, dos chocolatinas, una bolsa con golosinas para perro y un botellín de agua. Insuficiente, sobre todo para Kriptón que necesita tragar varios kilos de comida al día. ¿Sería capaz de devorarme? Alejo este macabro pensamiento de mi cabeza, sería una traición intolerable por su parte y el fin de nuestra relación.

Tomo una decisión: si sobrevivo, llevaré siempre un kit de supervivencia en el bolso, un teléfono vía satélite perfectamente cargado y usaré las escaleras cuando los conserjes no estén en el vestíbulo. Después de todo, siete plantas son una nimiedad para una persona que corre maratones como yo. Llego a la conclusión de que estoy encerrada por perezosa y confirmo que, la mayoría de las veces, somos artífices de nuestra propia desgracia.

Cedo al dramatismo y, con la grabadora que utilizo para hacer entrevistas, empiezo a dictar mis últimas voluntades. Y ahora que todo parece perdido, también un mensaje para mis familiares, amigos y colaboradores más cercanos. Les digo lo que pienso de ellos y descubro que algunos me caen incluso peor de lo que imaginaba. Me arrepiento de no haber tenido el valor de verbalizar todo esto en su cara. Me quedo muy tranquila y en paz conmigo misma. Tal vez sea la parte positiva de esta experiencia: saber a quién aprecio de verdad.

Recuerdo años pasados de festejos tradicionales, cantando los mismos villancicos durante los últimos treinta y dos años,  con manjares similares en la mesa, parecida decoración, idénticas conversaciones, aumentando el número de comensales con la llegada de la familia política y los sobrinos. En estos momentos de debilidad hasta echo de menos a mis cuñadas, me dura sólo unos instantes.

Tanta adrenalina me deja exhausta, me quedo traspuesta y creo que hasta me duermo un rato.

 

 

En el apartamento del ático

Odio que me interrumpan, en especial en momentos como este, cuando mi cabeza funciona a gran velocidad y siento con extraordinaria intensidad.

Rex y Pax llaman mi atención, pasa algo, me conocen mejor que nadie y no lo harían si no fuese importante.

Me seco las manchas rojas de las manos y les sigo por las escaleras hasta el piso de abajo. Ha saltado la alarma. Veo por una cámara térmica de seguridad que hay una persona encerrada en el ascensor. Lo que faltaba, son la diva laureada del séptimo y su pastor alemán; un animal formidable por su belleza que no pasa desapercibido. Se suponía que este fin de semana estaba solo en el edificio y por eso les di vacaciones a los conserjes. No podré terminar el encargo en paz, eso me perturba y enfurece a partes iguales.

Me debato entre ayudarla ya o hacerla sufrir un rato, es lo que merece por haber roto el hechizo creativo. La observo y abro el micrófono para escuchar. Está enfadada y la emprende a golpes con las paredes; luego grita como una histérica a dúo con el perro; después empieza a quitarse la ropa, pero no la suficiente; agita la maleta que lleva por bolso, pero parece no encontrar lo que busca; le quedan fuerzas para insultar y vilipendiar a un montón de personas que está claro que aborrece; finalmente se queda dormida. Cuánta intensidad en cuatro minutos y treinta y ocho segundos.

Muy interesante todo lo que ha dicho, me gusta, tiene carácter y está tan enfadada con el mundo como yo. No es coherente con la imagen que proyecta siempre: fría, altiva y profesional.

Me decido a actuar, salgo de casa y voy al rescate con lo puesto.

 

 

A través de las puertas del ascensor

De repente Kriptón se levanta, ha oído algo. Está muy contento porque bate su cola con fuerza. Presto atención y escucho:

  • ¿Hay alguien ahí? ¿Necesita ayuda?

Siento tal alivio que hasta tengo ganas de llorar y respondo:

  • ¿Quién es usted? ¡Identifíquese! ¿Cree que estoy aquí por decisión propia? Llevo horas encerrada.
  • ¿Que quién soy? Es irrelevante. Aquí soy yo el que hace las preguntas y el único que la puede ayudar. No exagere.

No reconozco la voz, es fuerte y ronca, con buena dicción, leve acento italiano y tono irónico. Hace sólo unas semanas que vivo en el edificio e intento no llamar la atención para que no me reconozcan, he tenido algunos admiradores lunáticos que me han causado problemas. Parece más joven que los dos únicos inquilinos con los que me he cruzado. Decido seguir hablando, es lo mío y siempre me saca del apuro.

  • ¿Nos conocemos? Seguro que no, me acordaría de una persona tan encantadora como usted.
  • Yo a usted sí, es la nueva periodista estrella del informativo nacional de máxima audiencia. Toda una celebridad, hasta tiene usted un Pullitzer.
  • ¿Cómo lo sabe?
  • Porque soy el propietario de este edificio e investigo a todos los residentes con los que firmo un contrato de alquiler. Soy así de extravagante. ¿No le parece bien?

Estoy perdida, es el tipo raro del ático. Todos le temen por su carácter excéntrico, aunque parece que nadie le ha visto ni le conoce en realidad. Se rumorea que se dedica al contrabando porque recibe y envía cajas de grandes dimensiones con frecuencia. Tiene dos dóberman. De repente estar encerrada no me parece tan mala idea. Kriptón está entrenado para la defensa, pero sería un dos contra uno, no voy a salir.

  • Claro, está en su derecho. Encantada de conocerle al fin, no se moleste, esperaré al servicio de rescate.
  • Durante el informativo, ¿lee las noticias o también entiende lo que dice? Porque, según usted, la tormenta durará varios días, seguirán los cortes de luz, habrá tres metros de nieve en la ciudad y los servicios de emergencia no siempre podrán ayudar porque las calles están cortadas.
  • ¿Disfruta usted siendo grosero e impertinente, o qué le pasa? ¿Está enfadado? ¿No le gustan las fiestas navideñas?
  • Soy así porque quiero y puedo y no me gusta la gente en general, en ninguna época del año.
  • Lo suyo es más grave y tal vez irreversible, a mí sólo no me gusta la Navidad. No la disfruto desde hace años.
  • ¿Por qué?
  • Todo es tan perfecto que parece irreal, nunca he conectado con esas emociones que nos obligan a tener, no las puedo sentir por imposición. Hace muy poco que he reflexionado sobre ello. Quería que este año fuese diferente.
  • Lo está consiguiendo. Pasar la Nochebuena encerrada en un ascensor y a oscuras es algo original y alternativo. Cuando se enteren sus seguidores, se va a poner de moda y este edificio  se convertirá en lugar de peregrinación.
  • Estoy hablando en serio. Si verdaderamente existe el espíritu navideño, deberíamos tener la voluntad de comportarnos siempre, no sólo en Navidad, con la empatía, solidaridad y generosidad propias de estas fechas.
  • Coincido con usted, pero la mayoría de la gente es egoísta e hipócrita. Prefiero a mis perros.
  • Yo también al mío.
  • La felicidad es un estado de ánimo que depende tan solo de nosotros mismos, no podemos confiárselo a nada ni a nadie. Los que tienen suerte encuentran buenos compañeros de viaje para compartirla.

Nos quedamos unos segundos en silencio hasta que él vuelve a hablar.

  • Mire, es ya muy tarde, hace frío y estoy cansando. No soy el pervertido psicópata que la atacó hace algunos meses. Le propongo que salga, les invito a cenar a su perro y usted. Podemos seguir hablando o no, lo que prefiera. Los próximos días los pasaremos solos y encerrados juntos en este lugar. Es inevitable, asumámoslo.

Al oír la palabra cenar, Kriptón se altera y después los tres perros empiezan a ladrar con júbilo, es ensordecedor. No tengo más remedio que aceptar. Se abre la puerta.

Luz después de oscuridad. Lo que veo me impresiona: cuarenta y pocos, alto, atlético, rostro cinematográfico y sonrisa de alto voltaje. Va descalzo y con la camiseta y el pantalón de chándal manchados con salpicaduras rojo escarlata. Huele a pintura y disolvente, las manchas no son de sangre, me relajo.

Un momento después me falta el aire porque le reconozco. Es Tiziano, el artista internacional más importante de la última década. Le llevo persiguiendo, con insistencia, dos años para una entrevista, todavía no ha concedido ninguna.

Se da cuenta, estalla en carcajadas y me propone un trato:

  • Usted me entrevista mientras yo la pinto.

Acepto con curiosidad y me disculpo en silencio por mi falta de fe. ¡La Providencia es divina!

 

 

 

 

 

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