LA GRABADORA – Angel Peñalver Martínez

Por Angel Peñalver Martínez

Hecha un manojo de nervios, sin apenas dormir y con suficientes reservas de Trankimazin 0,5 en el bolso, Rocío toma un autobús. Está citada en la Jefatura Superior de Policía a las 10:00 h.
Sobre las seis, ya se había aseado y maquillado con esmero. Atinó a perfilar sus labios con el carmín violeta que tanto le favorecía, pero no a enderezar el trazo del delineador de ojos, reservado para ocasiones especiales como la graduación de sus alumnos. Por último, se colocó sus pendientes favoritos. Le gustó la imagen que le devolvía el espejo a sus casi sesenta años.
Treinta minutos antes de la hora de llegada del autobús, está en la parada, levantándose y sentándose, intentando desenredar la madeja que han ido tejiendo sus nervios y apartar los pensamientos catastróficos que burbujean en su cabeza. Paradójicamente desea que el autobús no tarde y también que no llegue.
Si al menos nos hubieran citado a los dos…, se repite. No entiendo por qué si han encontrado a los ladrones, sea solamente yo quien deba presentarse en la Jefatura. ¿Qué tienen que hablar conmigo? ¿Por qué le han dicho a mi marido que no venga? No puedo ser sospechosa del robo en mi propia casa. Ahora me arrepiento de no haber aceptado su ofrecimiento de llevarme en el coche.
La media hora de trayecto de autobús hasta la ciudad se le figura un auténtico viacrucis. Cada parada es una estación con destino final en el Gólgota de la Jefatura de Policía. Mientras arranca el autobús, la tarjeta de abonada, que necesita para pasarla por el lector, no aparece entre las demás de su cartera. La busca también en el bolso, sin éxito. Piensa que se le habrá olvidado en casa o se le habrá caído de sus manos temblorosas. Mira al suelo, la encuentra. Tras recogerla, siente un ligero mareo mientras todo se nubla a su alrededor.
El matrimonio de Rocío y Rafael ha cruzado el umbral de los cuarenta años, sin sobresaltos. Dos profesionales estupendos. Padres de dos chicos que aún viven en casa. Rocío es maestra de educación especial. Buena escritora. Una madre con mayúsculas. Rostro de rasgos delicados que le aportan un especial atractivo y cercanía; mirada cálida, plena de amor… Seguramente, su trabajo ha desarrollado en ella una vena maternal que la lleva a cuidar con ternura incluso a quienes no son sus propios hijos. ¿Cómo es posible que se vea envuelta en un asunto policial?
Rafael ha sido librero desde joven y acaba de jubilarse. Un hombre cercano, tranquilo, sencillo, infinitamente empático. Su pasión por los libros la lleva en el ADN y a ellos se ha dedicado en cuerpo y alma. Cada noche, las luces de su comercio eran las últimas en apagarse en todo el vecindario. Con enorme dolor ha traspasado la librería a una pareja joven porque ninguno de los hijos ha querido hacerse cargo. Es buen padre. No se inmiscuye en el trabajo de su esposa. Un buen compañero de vida.
Una vida que comparten en la casa de la huerta en la periferia de la ciudad. En ella pueden contemplar amaneceres y puestas de sol, aspirar los aromas primaverales de jazmines, rosas y alhelíes y, en otoño, el olor húmedo de la tierra mojada o recién arada. Pueden escuchar el silencio, al que ponen banda musical los cantos de las merlas y los verderones. Pueden sentir la brisa que trae aires libres de contaminación. Un pequeño paraíso en el que hay intercambio de saludos cuando alguien pasa por el carril frente a la puerta. En el que las cervezas, solos o con amigos, saben a gloria. De tarde en tarde, alguna culebra serpentea en el porche, como en todo paraíso.
El robo los ha conmocionado. Alguien conocedor de que cada año la casa está deshabitada durante el mes de agosto ha hecho de las suyas. ¬Tras la puerta, el panorama es desolador. Los ladrones han tenido tiempo de vaciar y revolver todo en busca de dinero y objetos valiosos. Desde la cocina hasta el cuarto de la plancha, como un huracán. Hasta han hecho jirones los canapés de camas pensando que bajo el colchón habría dinero. Se han llevado los pequeños electrodomésticos, el robot de cocina, la televisión nueva. Todo. Han arrancado la pequeña caja fuerte empotrada en el dormitorio principal, disimulada tras la mesita de noche. Han quemado prendas de vestir de tejidos sintéticos para usarlas como antorchas. En el suelo, las prendas, ya fundidas, forman cúmulos de materia incrustada, como excrementos de bestias prehistóricas. Las latas de cerveza vacías y los charcos de orina, reunidos en pestilente maridaje.
Permanecen petrificados ante el panorama. Es la violación del hogar, de la intimidad de toda una vida representada en los objetos y su orden. El matrimonio se abraza y llora. Los hijos acuden a protegerlos abrazando, en un círculo completo, el núcleo que forman la mujer y el hombre que les han dado la vida. Por un momento se han convertido en padres.
—Id a poner la denuncia —dice el mayor—. Mientras, vamos a llamar al seguro y empezar a ordenar cosas. Apartaremos lo que esté estropeado y cuando volváis, decidimos lo que tiramos.
El amago de desvanecimiento de Rocío no pasa desapercibido para una joven monja, usuaria habitual también de ese autobús, que se acerca con premura antes de que pueda desplomarse. La ayuda a sentarse, toma la tarjeta de las manos temblorosas de Rocío y la pasa por el lector. Rocío masculla: <<Coca-Cola>>. La monjita, que podría perfectamente apodarse sor Intrépida, no lo piensa.
—¡A ver, hay una emergencia! —pronuncia con voz potente para que pueda oírla todo el autobús—, ¿no tendrá alguien una Coca-Cola?
Un estudiante se acerca y saca de su mochila un bote. Es la quinta estación del viacrucis que está recorriendo Rocío: el Cireneo que ayuda. A continuación, conforme se va recuperando, la monjita le seca el sudor frío que aún baña su frente. La Verónica: sexta estación.
El recorrido del autobús le parece una eternidad. Por momentos, se escandaliza de la pesadilla que no acaba.
La monjita ha estado a su lado durante todo el trayecto. Cuando está próxima su parada le pregunta dónde se baja. Rocío se da cuenta entonces de que se le ha pasado la suya. Sor Intrépida decide quedarse con ella para bajar juntas en la siguiente por si puede ser útil. Y también por la curiosidad que ha ido despertando en ella el motivo del estado de Rocío. A la pregunta sobre su destino y si quiere que la acompañe, Rocío inventa que tiene cita en la clínica dental y que le produce pánico. La sor insiste, pero la negativa agradecida y rotunda de Rocío la convence.
En la Jefatura la recibe un agente que hace una búsqueda en la base de datos de DNI y la dirige hasta una sala de interrogatorios acristalada en uno de sus frentes. Le retira el bolso y le dice que allí debe esperar al inspector jefe. No se atreve a protestar por lo del bolso y se inquieta porque entre otras cosas lleva en él su móvil. Mira a su alrededor y siente que está dentro de una pantalla de cine y que la van a interrogar con frialdad, al igual que en las películas.
Efectivamente, eso es lo que ocurre cuando el inspector cierra la puerta y se sienta frente a ella.
—Señora, dígame su nombre y apellidos, su dirección postal, en qué estación del año estamos, día del mes y la semana. Su edad, los nombres de su marido e hijos —pronuncia el policía con ademán áspero—. Necesito escuchar su voz para compararla con la que tengo en esta grabadora.
La grabadora que pone el inspector sobre la mesa es la suya, la que le robaron. ¿Qué hace allí? ¿Han recuperado los objetos robados? Rocío responde a todo, sin alcanzar a entender de qué va aquello. Está muy inquieta. No puede ser cierto lo que está ocurriendo.
La voz de la grabadora reproduce un rosario de breves audios: <<Se le van apagando los cigarros en los muslos>>. <<Es mejor que lo mate de una vez>>. <<Hay que meterlo en el maletero y después limpiar todo bien>>. <<Tengo que buscar en Google formas de ocultación de un cadáver>>. <<Si no hay cuerpo, no se puede probar el delito>. <<Después de la violación, la matamos>>.
Rocío pide al inspector que la apague, temiendo que se escuche el resto de lo que hay grabado. Él obedece y le pregunta qué es todo aquello y por qué dice esas barbaridades.
—Está usted ante una situación muy delicada que puede dar pie a considerarla sospechosa de asesinato —le advierte—. Estamos buscando en nuestros archivos crímenes con violaciones aún por resolver.
—Inspector, sí, es mi grabadora, es mi voz…, soy escritora —responde Rocío con una sonrisa nerviosa—, pero son solo anotaciones que grababa para la novela negra que llevo entre manos. ¡Ja, ja, ja! Antes las escribía en un cuaderno, pero grabar me resulta más cómodo y rápido. Lo hago hasta en el autobús.
Rocío se arrepiente de la carcajada con la que ha intentado aliviar su tensión. El inspector está pensativo. No esperaba lo de la escritora. Los minutos son interminables para ella. Se le borra la sonrisa.
—Señora, le pido mis más sinceras disculpas, también siento que del robo solo hayamos podido recuperar la grabadora. No está usted detenida, ni mucho menos, pero también le advierto que dispone de tres meses para acabar esa novela y traerla a esta Jefatura. Durante ese tiempo, queda usted libre de cualquier cargo, no se va a emitir informe al Juzgado; pero también tengo el deber de informarle que queda usted sometida a posibles comparecencias en caso de que se produzca algún asesinato con las características que hay en la grabadora durante los próximos tres meses. Hasta entonces la grabadora quedará bajo custodia.
—¡Gracias, inspector ¬—responde con rapidez—. Cuente con ella. Le puedo adelantar el título: El miedo ancestral.
El policía se levanta, abre y sujeta la puerta para cederle el paso. La acompaña hasta la salida y en el umbral le da la mano con extrema cortesía. Se despide alabando los pendientes de Rocío, que ha observado con minuciosidad a lo largo de la entrevista.
—¡Muchas gracias, inspector! Me alegra que le gusten. Ha sido usted muy amable.
Rocío camina despacio y telefonea a su marido para que la recoja. “¿Desde cuándo tengo estos pendientes?”, se pregunta. Necesita respirar aire puro en su porche y tomar otro Trankimazin con algún quinto de cerveza bien frío.
El inspector bucea en una base de datos. Está seguro de haber visto antes esos pendientes. Tras unos minutos encuentra el expediente del robo de una colección de joyas de gran valor, denunciado años atrás. Lee detenidamente. Escudriña las fotos. ¡Bingo! Ha encontrado los pendientes. Eso significa que debe poner en marcha el protocolo. Quién sabe si tras la apariencia de bondad y perfecta profesionalidad, no hay una ladrona o una psicópata. Una cara oculta, como la Luna. Tiene que poner en marcha la investigación: revisar a fondo el asunto del robo en el domicilio, conseguir la información sobre el origen de los pendientes, comprobar si ha publicado novelas y, en caso afirmativo, leerlas. Descartar incluso que se trate de una asesina.
Treinta minutos después, convoca a dos agentes en su despacho, les facilita la información y cursa la orden de seguimiento discreto de la profesora doña Rocío de Luna y Heredia.

 

 

RELATO DEL TALLER DE:
Taller de Escritura Creativa

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Esta entrada tiene 3 comentarios

  1. Rosa Rodríguez

    Muy bien escrito, ameno, interesante, los personajes muy bien dibujados. Te felicito por tu relato

    1. Ángel Peñalver Martínez

      Te agradezco sinceramente tu comentario, que leo precisamente en un día tan significativo como es nuestro Día del Libro.
      Un saludo cordial, Rosa.
      ¿Has publicado tú alguno?

  2. Ángel

    Me ha dejado con ganas de más. Enhorabuena!

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