LA IRA DEL MAL – Mónica Aida García Bildósola

Por Mónia Aida García Bildósola

– ¡Gorda! ¡Bolintxe! Ten cuidado, no te pongas debajo del sol que lo vas a espantar. ¡Chica! Vaya color de piel que tienes, que pareces un frasco de leche “Beyena.”
Alicia nunca respondía a todos aquellos insultos diarios que recibía cuando ellos asomaban por la puerta de su casa. Esos eran los más dulces que recibía. Y lo peor era que cuando tenía que salir acompañada por sus primos, o la dejaban abandonada en uno de los arcenes o se reían de ella a grito pelado para que la gente que se encontraba allí la señalase con la mirada. Parecía mentira que fueran miembros de su familia. Así era su vida, una continua burla. Vivía con su abuela, su madre, su padre y sus dos tíos, y no tenía donde esconderse. La vivienda era bastante pequeña. Un pasillo estrecho, y nada más entrar, a la derecha, el dormitorio de sus padres, a la izquierda la salita donde dormía su tío Quique. Enfrente del baño, la cocina, y otra habitación que compartían su abuela, su tía, que era la hermana menor de su madre. La pobre bastante desgracia tenía con la discapacidad que sufría y que la había dejado en aquella situación. Al parecer, según contaba su madre, cuando Olgi tenía tres meses sufrió meningitis, y en aquella época, o te dejaba tonto o te morías, y a su tía le tocó la primera opción, dejando parte de su cerebro inmovilizado. Apenas se podía expresar, solo las personas que convivían con ella a diario podían descifrar aquel lenguaje oculto con el que transmitía todo. Las tres recogidas en una minúscula habitación pasaban buenos ratos y Alicia se olvidaba de que el día había sido un auténtico calvario. ¡Cómo se reía con la abuela! Estaba sorda, y cada vez que le decía algo salía con otra cosa a causa de su falta auditiva. A veces, después de que sus primos le hubieran hecho pasar un espantoso día, le preguntaba a ella, ajena a sus desgracias; – ¡Abuela! ¿Estoy muy gorda?
– Un poco sorda sí que estoy, pero tampoco hace falta que sea mofa hija, bastante lo estoy pasando ya. De todas formas, para las estupideces que hay que escuchar, mejor estoy así. – contestaba mientras pasaba las páginas de una de las novelas de Estefanía que coleccionaba en el cabecero de la cama.
Su tía y ella se miraban como diciendo; ¡qué está diciendo esta mujer! A pesar de su incapacidad para hablar, entendía perfectamente las conversaciones, y a Alicia le entraba la risa y se la contagiaba a ella. Su abuela, creyendo que se reían de ella, le lanzaba un cojín a cada una y las mandaba callar, para no despertar al resto de la casa que estaba en silencio.
Su abuela apenas pisaba la casa. La mujer se pasaba la vida trabajando en varios sitios a la vez para poder sustentar una familia, aunque a esas alturas no hacía falta. La mayoría de sus hijos, siete en total, habían dejado el nido, quedando solo bajo su cobijo la madre de Alicia, Quique y Olgi, sin olvidar que el padre de la niña se había ido a vivir con ellos cuando se casó con su madre antes de nacer Alicia. Mery se hacía cargo de su tía y de ella. Carlos y Quique se iban temprano al trabajo. Quique, de profesión panadero, se levantaba a las dos de la mañana para entrar en el obrador y no era por presumir, pero era el que mejor preparaba el pan de todo el barrio, el hombre salía a las doce de la mañana con sus cuatro barras de pan para que les llenaran bien la panza. No eran barritas de pan de las que se hacen hoy en día, no, cada barra pesaba más de un kilo. ¡Cómo se notaba que barría para casa cuando las escogía! Carlos, en cambio, trabajaba a turnos en una fábrica de petróleo, él era químico de laboratorio y muchas veces se notaba su falta, tanto de día como de noche, dejando a Mery a cargo de su hija. Cuando Alicia tenía cinco años su madre le trajo un muñeco de regalo como hermano. En aquellos años, allá por los finales de los setenta, se llevaban mucho unos bebés pelones y blanditos que anunciaban por la televisión en campaña de Navidad. Alicia se pasaba el día entero pidiendo ese muñeco. Le iba la vida en ello. Mery respondía con evasivas; – cuando venga Papá Noel.
Contaba los días para que llegara la nochebuena. En aquellos días apenas podía dormir, esperando la llegada del dichoso Santa Klaus. Se escondía detrás de la puerta de la sala, mientras todos dormían, por si en algún momento ese rechoncho ser aparecía por la puerta del balcón. ¡Cómo se iba a imaginar la manera en la que iba a entrar si estaba cerrada a cal y canto! Cansada por el sueño se volvía a su cama, esperando a que la luz del sol atravesara los cristales de la habitación. Salió corriendo esa mañana para ver si de verdad Papá Noel le había dejado lo que le prometía su madre desde la última vez que le había dado la matraca con aquel muñeco. El prometido y el real.
No esperaban su llegada tan pronto, así que no veía a su madre con la típica barriga de embarazada. Pero era una niña, ¡qué demonios iba a saber que su hermano había sido prematuro! La causa de que se precipitara su llegada fue un disgusto enorme. De esa escena se acordaría para siempre. Estaban su madre y ella solas en la sala, y Mery estaba justo delante de la librería, un mueble que su padre había encargado a un ebanista del barrio, que la había hecho a medida, de un color claro, como si fuera de mármol, era especial. Allí su padre albergaba cientos de libros que hoy en día serían imposibles de conseguir, si no fuera por medio de un anticuario. De repente, sonó el teléfono que estaba situado en aquel arrecife de libros, un teléfono en color rojo en forma de góndola. Escuchó a su madre; – ¿Sí? – ese fue el único monosílabo que oyó, después soltó el aparato dejando que se estampara contra el suelo.
La miró, una voz se escuchaba al otro lado del interfono y al ver a su madre que se acercaba hasta el sillón que daba al balcón, recogió el teléfono y lo colgó sin saber quién estaba detrás de él.
Su madre se llevó la mano hacía la boca y Alicia, un poco temerosa, se acercó a ella. – ¡Mamá! ¿Estás bien? – solo se le ocurrió preguntarle eso. No tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo.
Su madre desvió la mirada hasta el paisaje que se veía a través de los cristales del balcón, dirigiéndose hacia su hija; – ¡No! No estoy bien, hija. Me acaban de avisar que el tío José ha muerto. Y comenzaron a brotarle lágrimas por los ojos, no soportaba ver llorar a su madre, era un punto débil que la tenía prisionera, porque al instante se unía a ella, sin saber cuál era el motivo real. El hermano mayor de su madre acababa de fallecer, un cáncer de hígado lo había arrastrado hacía el abismo. Era muy joven cuando Dios se lo quiso llevar con él – treinta y ocho años – repetía su madre sin consuelo. Alicia tan solo contaba con cinco años, cuando ocurrió aquel fatídico suceso. El disgusto que provocó a su madre esa noticia hizo que su hermano naciera antes de lo previsto, por eso ese recuerdo de aquella Navidad, porque Mery la pasó en maternidad. Cuando regresó vino sin el bebé. Dos meses después regresó a casa, aunque su padre la llevaba para verlo. Detrás de una enorme cristalera estaba el peloncito de su hermano. Al ser prematuro, los médicos le dejaron en la incubadora para que cogiera el peso suficiente, no entendía muy bien por qué, si el mostrenco pesó dos kilos, pero apenas tenía formada las uñas y le quedó un pequeño defecto en el paladar, algo que no le impidió hacer una vida normal. Su abuela decidió que era hora de jubilarse y dedicarse más tiempo a pasar con los nietos y disfrutar un poco más de la vida. La fortuna nunca se pone de parte de uno cuando decide plantearse las cosas. Es cuando comienza la desgracia para Alicia, cuando su abuela toma esa decisión. El verdadero tormento. Esto solo era el preludio de lo que realmente fue la vida de una niña, que, sin tener conciencia, fue infeliz y la arrastró al odio más profundo por una serie de miserables y les deseó el peor de los males.
Alicia ya había cumplido los ocho años y solo le apetecía salir a jugar a un patio que tenía cerca de su casa con sus amigas del barrio, pero siempre acechaban los indeseables primos que la arrastraban a sus más peligrosos vicios, la separaban de sus compañeras de juego. Como es de suponer la sacaban unos cuantos años de diferencia y hacían con ella lo que les daba la gana. Entre insultos y golpes, la obligaban a fumar pitillos que la producían una enorme tos. Cuando la iban a buscar a la escuela, los primos, José, María Luisa, Robertín e Iñaki, obviamente estos haciendo sus correspondientes pellas, la obligaban a entrar a una pequeña panadería que estaba en mitad del camino de regreso a casa, y la inducían a cometer el delito; – ¡Entra a pedir un vaso de agua! – la obligaba su primo mayor, José.
Alicia acataba la orden, ya que necesitaba saciar la sed que le provocaba el paseo desde la salida de la escuela hasta llegar a su hogar.
Una viejecita, al verla con cara de pena, entraba en el almacén para satisfacer el capricho de la niña. Mientras, los primos acechaban en la tienda robando todo aquello que les entraba en los bolsillos.
Alicia tenía esas anécdotas guardadas en su mente. Durante años fue su rutina, creciendo con delincuentes juveniles que la prohibieron decir ni una palabra a sus padres bajo amenaza. Así que se sentía perdida y sola en aquella desastrosa vida que la iba a llevar a la perdición. Hasta que a la edad de trece años se plantó. Decidió no volver a arrimarse a ellos, simplemente se dedicó a huir cada vez que alguno aparecía por la puerta de su casa, a pesar de que la familia era ajena a todo lo que le había ocurrido en su niñez. Las drogas fueron la lápida de sus primos. Alicia solo tuvo que esperar unos años para ver caer a cada uno de aquellos desgraciados que hicieron de su niñez un camino de espinas, aunque ella supo correr para que no le alcanzara. No soltó ni una sola lágrima por ninguno de ellos, sin embargo, sintió descanso y paz en su interior, aunque a la edad adulta, le quedó alguna que otra secuela de todo lo vivido. Ahora, era una mujer de bien y una madre que protegía a sus hijos, como guardiana del abismo o así lo creía.
Las palabras se las lleva el viento, los hechos permanecen guardados en una pequeña caja oscura, escondida en algún recoveco de la memoria, que apenas sale.

 

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