LA MALDICIÓN

Por Arturo Ortega

Tendida en el gran charco sobre el que había caído de bruces vi, reflejada entre grandes gotas que rebotaban salpicando con fuerza, a una joven vieja y fea. Mi cara estaba manchada con salpicaduras de barro y chorretones de rímel.  Con el pelo empapado y pegado parecía una bruja. Estaba, me sentía, asquerosa.

Había sido la última en desembarcar. No había tenido prisa; prisa para qué… Levanté la cabeza y desde mi ridícula posición vi al resto del pasaje con paso apresurado, avanzando en medio del gran aguacero hacia la terminal. Parecía que nadie había sido testigo de mi resbalón cuando una voz aflautada pronunció mi nombre:

—¿Compañera Irune? Soy el capitán Marlon y estaba esperándola, señorita. Bienvenida a Managua  — dijo un joven vestido de militar, con bigotito y  pómulos de indio, al tiempo que me tendía su mano.

***

Esperaba con temor el momento de la explosión y cuando se produjo me sobresalté porque fue muchísimo más fuerte de lo que jamás hubiera imaginado. Aunque ya habíamos recorrido algunas calles y estábamos llegando a la N1, la onda expansiva sacudió los cristales de las viviendas y del coche. El ulular de mil sirenas invadió de inmediato Donostia, que se había sumergido de golpe  en el caos. Esperaba con ansia alguna noticia. Ya camino de Madrid oí el primer avance informativo de lo ocurrido. Entré en pánico:

Interrumpimos nuestra emisión para comunicarles que una fuerte explosión se ha producido, hace escasos minutos, en la Casa Cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo, en San Sebastián. Testigos presenciales nos informan que parte del edificio se ha venido abajo. De momento no se conoce el número de víctimas. La explosión ha tenido lugar en el interior del Cuartel  y  nos informan que se ignora la causa del siniestro, pero parece descartarse el atentado terrorista. Algunas fuentes afirman que podría haber estallado, de manera fortuita,  material explosivo almacenado en alguna de sus dependencias. Seguiremos informando…

—Dios mío ¿por qué me haces esto? —No podía creer lo que oía.

Fui captada por ETA cuando estaba en mi último año de enfermería y había comenzado a estudiar euskera en una ikastola. Siempre había sido excesivamente prudente y discreta, pero una inoportuna confidencia a una compañera hizo que me contactaran cuando supieron mi origen vasco, quién era mi padre y mi maltrecha relación con él.

El comandante Federico Otegui, jefe de las operaciones antiterroristas, es mi padre. Su despacho se encontraba en el primer piso del bloque contiguo al que nosotros, con otras familias, ocupábamos. Nuestra casa estaba en la cuarta planta. Justo en el piso de abajo vivía su segundo, el capitán Gurruaga, con su mujer y una niña preciosa de dos años. Nuestras familias estaban muy unidas y era habitual que pasáramos tiempo unos en casa de los otros, compartiendo la mesa. Siempre que querían ir al cine, yo me quedaba con Valeria, su hijita.

Entraba y salía con absoluta libertad  en aquella gran sala  saturada de humo, ocupada por la unidad que mandaba mi padre. Había allí una gran mesa de madera que siempre estaba repleta de mapas y fotografías. A su alrededor todos hablaban y fumaban sin prestarme la más mínima atención. Las paredes estaban llenas de grandes cartulinas con organigramas sobre los que había fotos pegadas, con nombres escritos debajo de cada una de ellas. Yo retenía todo en mi memoria y en cuanto volvía a casa, me encerraba en mi cuarto, le decía a mi madre que iba a estudiar, y lo reproducía en una libreta que después entregaba a mi enlace con la organización.

***

Tuvieron que explicármelo varias veces, porque no daba crédito a lo que oía. Más que convencerme, no supe decir que NO.

Me entregaron una mochila cargada de Goma-2 Eco, tornillería y un temporizador y me dieron instrucciones de cómo debía actuar. También me explicaron que debería salir de España antes de que se descubriera mi implicación en el atentado. En un vuelo desde Madrid huiría hasta Nicaragua, donde el Frente Sandinista me acogería como enfermera cooperante, en su recién estrenada Revolución.

Finalmente se estableció que la fecha de la acción sería el 8 de este mes de septiembre, a las 9.30 am., coincidiendo con la reunión matutina de la unidad de mi padre.

Comencé con los ensayos dos días antes. Vacié la mochila, la llené con libros y le di un aspecto semejante a cuando contenía los explosivos. Después de desayunar, mi padre bajó a su unidad. Yo esperé un rato, cogí la mochila, besé a mi madre y me dirigí hasta las dependencias del grupo antiterrorista. Mi padre estaba en un pequeño despacho conversando con su segundo. Ni siquiera me miró. Sus hombres hablaban entre ellos y tampoco me prestaron atención. Dejé la mochila debajo de la mesa y salí de la casa cuartel. Regresé, recogí la mochila y me fui hacia el hospital. Al día siguiente repetí todo, paso por paso, y lo mismo. Nadie me prestó la más mínima atención, ni se fijó en mí, ni en lo que hacía.

Esa noche no pude dormir. Tuve serias dudas sobre lo que estaba a punto de hacer. No deseaba defraudar la confianza que la organización había depositado en mí, pero tampoco quería hacerles daño a aquellos hombres, a muchos de los cuales apreciaba y conocía por sus nombres.

—Dios mío ¿qué hago? — me preguntaba una y otra vez.

8.55 am. Mi padre le dio un beso a mi madre y salió de casa. Permanecí sentada junto a ella, puse mi mano sobre la suya y le dije que la quería. Me miró sorprendida porque últimamente yo no era muy dada  a expresiones de cariño, y me sonrió. ¡Pobre mamá! ¡Cuánto me había distanciado de ella! Me conocía bien y yo sabía que era el único modo de mantener mi secreto. Desde que mi padre nos había encerrado allí, se había sentido muy sola. No es fácil vivir en una casa cuartel del País Vasco. Dios mío, ¡cuánto quería a mi madre y qué poco se lo había dicho!

Durante la noche no me había atrevido a contemplar la espantosa posibilidad de que mi padre muriera con la explosión. Pero ahora, junto a ella, en mis últimos minutos a su lado tuve que afrontarlo:

—Si mi padre muriera ¿podría ella perdonarme una monstruosidad semejante? ¿Cómo le afectará lo que estoy a punto de hacer? ¿Recuperaré alguna vez su cariño? —No me arriesgué a darme respuestas porque advertí que pisaba arenas movedizas que podían engullir la misión.

Sabía que cuando saliese por la puerta de Intxaurrondo nunca más volvería a verla, o al menos tardaría mucho en hacerlo. Tuve que controlar mis sentimientos para no romper a llorar. Le dije que debía irme al hospital y la abracé. Entonces mi madre me dijo casi al oído:

—Tienes que contarme lo que te ocurre. ¿Qué te pasa? — y me besó.

—Luego, mamá,  luego, en cuanto vuelva… hablamos. Te lo prometo —mentí.

Recogí la mochila cargada tal como ETA me la había entregado, fijé el temporizador a las 9.30 am., la besé y bajé las escaleras hasta el gran patio central. Entré en el zaguán contiguo y subí hasta el primer piso.

9.10 am. Al entrar vi que mi padre no estaba en su despacho. Me alegré. Había un enorme revuelo en torno a la gran mesa. El segundo de mi padre explicaba una acción y yo dejé la mochila debajo de la mesa.

9.12 am. Salí.

9.13 am. Me detuve a mitad del camino. El corazón me latía en el cuello.

9.14 am. Me di la vuelta. Cualquiera que me estuviera observando pensaría que regresaba porque me había olvidado de algo. Así era.  Sabía que no podía permitir que los acontecimientos que ya se habían puesto en marcha, tuvieran un final tan previsible. Lo que me pedía el cuerpo era recoger la mochila, salir de allí, meterme en el coche con ella, y ¡boom! Tenía tan agitados mis pensamientos que era incapaz de urdir un plan que acabara con esta pesadilla a la que me había dejado arrastrar.

—¡Dios, ilumíname! —le pedí.

9.15 am. Subí los escalones de dos en dos, agarré la mochila y miré a mí alrededor. Al fondo de la sala, junto a la pared, vi una mesa metálica sobre la que descansaba la cafetera eléctrica. No dudé. Me pareció una idea brillante.

— ¡Gracias, Dios mío! —Me sentí aliviada.

9.17 am. Deposité la mochila debajo y la arrimé todo lo que pude a la pared medianera y recé para que aquella mesa amortiguara la explosión. Presentí que todo iba a salir bien.

9.19 am. Salí de Intxaurrondo y en la esquina vi el coche que me iba a llevar hasta Madrid.

***

Hundida en el asiento del DC 10 de Iberia me esforzaba en no pensar, pero una y otra vez, como fogonazos, vislumbraba  imágenes espantosas. Eran aquellas horrorosas escenas que los televisores de Barajas proyectaban mientras esperaba a que nos llamaran para embarcar. La bomba había afectado a un elemento estructural del bloque colindante, en el que las familias de los mandos vivíamos, colapsó y se replegó sobre sí mismo convirtiéndose en montaña de escombros. No sabía lo que había sido de mi madre, de su amiga, de su hija, mi pequeña Valeria, y del resto de mujeres y bebés. Dios sabe que deseaba con todas mis fuerzas que no les hubiera pasado nada. Quería desaparecer, morir…

Cuando el avión hizo escala en Panamá, me adentré en un profundo cansancio interior que provocó un bucle de sueño-vigilia.  Dormía y me despertaba sobresaltada y aterrada. De pronto regresé de una ensoñación que me había llevado de vuelta a casa junto a mi madre a la que abrazaba, para escuchar  el anuncio que por megafonía anunciaba el embarque.

Este duermevela duró el resto del vuelo hacia Managua. Fui la última en desembarcar. No tenía prisa; prisa para qué… Al traspasar el umbral de la puerta del DC10 de Iberia sentí contra mi cara el viento húmedo de aquella impresionante tormenta tropical. Las negras nubes se paseaban a ras del suelo y aunque era mediodía, sus tinieblas habían convertido el día en noche, desdibujando el exterior con los matices del gris. A los pocos  peldaños ya iba completamente empapada, y cuando estaba a punto de pisar tierra, resbalé y caí sobre la pista trasformada en un gran charco embarrado.

El militar que me ayudó a levantarme, tirando de mi mano me arrastró hacia la terminal para escapar de la lluvia que arreciaba por momentos. Me sentía muy mal, sucia y agotada. No podía pensar. El capitán tomó mi pasaporte y mientras él gestionaba mi entrada en Nicaragua, levanté la vista y en un viejo y destartalado televisor vi lo que nunca hubiese querido ver: imágenes del último atentado de ETA en España. Reconocí a mi padre escarbando sobre la montaña de escombros, queriendo rescatar una mano que asomaba entre los cascotes, con una sortija que yo había comprado.

—¡No, Dios mío, no. Por favor, no. Eso no!

Me entró una arcada y vomité sobre mi vestido mojado y manchado de barro. No dejaba de llorar mientras veía aquella sucesión de imágenes que amontonaban desesperación a mi desesperación. Un hombre ensangrentado deambulaba abrazando un pequeño cuerpo inerte. Reconocí a mi vecino y a su hijita Valeria, mi niñita. No le oía pero sabía que gritaba de dolor. ¿Qué habrá sido de su mujer? De nuevo vomité.

Todos me miraban perplejos mientras lloraba y gemía a gritos, repitiendo una y otra vez, como una loca posesa:

—¿Cómo voy a seguir con mi vida después de esto? ¿Qué hago yo aquí, tan lejos de casa? Dios mío ¿qué te he hecho, para merecer esto?

Sentí el impulso de buscar un teléfono y llamar a mi padre para que mi maldición  terminara cuanto antes. Me daba igual lo que pudiera sucederme. Vi un teléfono en una especie de locutorio con los cristales rotos, me dirigí hacia él y descolgué. La línea estaba cortada.

***

Esta primera noche en la prisión de Soto del Real la he pasado tranquila y con paz.

Después de su sorpresa inicial, no me resultó muy difícil convencer al militar para que me llevara hasta mi embajada. Ya estaban enterados de mi llegada porque la policía española les había advertido, aunque también eran sabedores de que  el Frente Sandinista jamás concedería mi extradición. Por eso me entregué.

Asumo que yo misma he sido la bomba detonada, causante directa de la muerte de mi madre, de Valeria, de su madre y de tantas y tantas víctimas inocentes. Sé que no puedo seguir haciendo responsable a Dios, de lo que yo misma puse en marcha al activar el temporizador.

Ha llegado el momento de afrontar sin reservas lo hecho. Sencillamente me he aclamado a Dios y Él me ha respondido dándome la convicción de cómo debo actuar. Estoy en ello y ahora me siento liberada de la oscura habitación sin puerta ni ventanas, en la que estaba encerrada.

Mi padre está tan dolido que me odia y no quiere saber nada de mí, pero creo firmemente que mi maldición está a punto de terminar y que voy a poder vivir en paz conmigo misma, cuando se haga justicia.

Fin

 

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