LA MUJER DE LAS PULSERAS

Por Mª José Sánchez Lozano

En Tamirón, un pequeño pueblo de sierra con un rico y poderoso pasado, pero sin rastro de él, los campesinos, hambrientos, desataron la presión soterrada de su sumisión y se movilizaron en masa. El trágico final sesgó la vida de varios jornaleros. Era la crisis de 1919.

Fue ese año cuando la madre de Paulina, obligada por las circunstancias, colocó de sirvientas a ella y a sus hermanas en las casas más pudientes del poblado. Paulina fue a parar a la más rica de todas: la mansión de don Bernardo y doña Araceli, los Suances, así eran conocidos. Estaba ubicada en la calle Real, la más importante del pueblo. Tenía nueve años cuando se topó con el lujo. No le importaba que esa no fuera su casa, a cambio iba a ser su opulento hogar, y por mucho que tuviera que trabajar estaba segura de que le compensaría.

Desde que entró a esa espléndida residencia, su capacidad de admiración no se agotaba. Alcobas en las que lucían brillantes objetos de plata, gabinetes con cómodos sofás, baños perfumados…, y la cocina. ¡Ay, la cocina!, su espacio favorito y el lugar de trabajo que nunca pudo olvidar. Allí fue donde por primera vez vio tantas viandas juntas. Los panes, en posición vertical, se apoyaban unos en otros como si fueran libros en una vitrina. Todos los víveres que pudiera desear estaban allí. Ya no pasaría más hambre, pensó.

Pasó su infancia y juventud rodeada de los placeres que su cuna le había negado. A veces recordaba a su madre, pero enseguida la dejaba a un lado. El recuerdo del frío de su casa que tan dolorosos sabañones le producía; los madrugones para ir a rebuscar aceituna; los malos tratos de su padre ebrio y tantas calamidades eran un revulsivo para olvidarla.

A pesar de su trabajo, corría alegre, como niña que era, por aquella luminosa galería que daba a un anchuroso patio con las paredes cubiertas de yedra. En el centro, unos grandes macetones rodeaban el enorme brocal del pozo.

Como era preceptivo en la época, don Bernardo, un latifundista bonachón y tranquilo, tenía su amante. Una primaveral tarde, Paulina los descubrió detrás del pozo. La mujer salió corriendo y él suplicó silencio a su criada. A cambio de favores consiguió que fuera su cómplice.

Pactaron lo que él le indicó. Un día a la semana tenía que salir con doña Araceli al pueblo, a comprar, a pasear…a lo que fuera. Y no podían entrar en la casa mientras, Neón, el perro, permaneciese atado en la puerta. Esa era la señal. Cuando la amante salía por la puerta de atrás, el señor Suances desataba al can. La escena se repitió durante mucho tiempo.

Un día se lamentó.

–¡Ay, don Bernardo! No puedo esconder más su pecado. Doña Araceli sospecha ya demasiado.

Pero él siguió tensando la cuerda a cambio de nuevas bondades.

Los señores tenían muy claro que se trataba de la sirvienta. Aunque a Paulina le gustaba oír misa los domingos, nunca pudo ir. Las estrictas instrucciones de su estirada señora se lo impedían. La obligación es antes que la devoción, le decía continuamente. Y la obligación era tenerles preparado, al volver de sus deberes religiosos, un suculento desayuno, recién hecho, con café hirviendo. En la educación que recibía, además de privarla cumplir con el precepto dominical, tampoco entraba enseñarle a leer y escribir. Cuando dejó la casa, era tan analfabeta como cuando entró. A cambio siempre los quiso. Por ellos estaba dispuesta a todo.

Llegó la hora del casamiento. Ella no se fijó en ninguno de los jóvenes ricos y elegantes que frecuentaban la mansión. No eran los suyos. Sus señores se habían encargado de inculcárselo bien.

Uno de los mozos de cuadra, Jacinto, tan escuálido como alto y guapo, la rondaba. A ella no le gustaba. Se interesó por él al advertir que otra criada enrojecía al verlo. A partir del descubrimiento, continuamente tenía faenas pendientes en el establo.

En poco tiempo ya eran marido y mujer. Vinieron los hijos. Y la escasez. Y la violencia. Y la sanguinaria guerra que enfrentó a los españoles.

Desde las elecciones de febrero de 1936, las que dieron el triunfo al Frente Popular, la vida en Tamirón se tornó insegura. Los dirigentes políticos pasaron de los insultos y amenazas a la violencia hacia sus adversarios. Al amanecer del 19 de julio se corrió la voz de lo que había ocurrido en el protectorado africano el día anterior. Y en esa misma semana el pueblo estaba en manos de uno de los bandos en que quedó dividida España: el perdedor.

Iniciada la contienda, el miedo y el hambre convivían cual fantasmas con rostro. A los ricos y los miembros destacados del Partido Agrario los encarcelaron o fusilaron y sus bienes fueron incautados. El alcalde no compartía tales atrocidades. Consciente de la imposibilidad de contenerlos, solo podía actuar a título personal, a riesgo de ser tildado de traidor.

Paulina era muy querida, amiga de todos, sin mediar ideología. Con el alcalde mantenía una gran amistad forjada en la infancia.

Una calurosa noche del verano de 1936, el regidor se acercó a su casa para prevenirle.

–Están matando y encarcelando a todos los señoritos. Don Bernardo está en peligro y yo no puedo protegerlo– prosiguió–, id esta noche al cuartel con cuidado de no ser vistos. Allí recibiréis instrucciones.

No podía dejarlo morir. Había sido su señor, su confidente. Apresuradamente se echó su chal por los hombros y fue a buscarlo. Le explicó la situación y en un tris lo disfrazó con las ropas de su marido.

Con el miedo transformado en pánico, despavoridos, iniciaron el camino hacia el cuartel. Ni uno ni otra podían articular palabra. De pronto, un tembloroso rayo anunció una tormenta de verano que enseguida arrojó sus torrenciales aguas. La tenue luz de unas viejas bombillas le ayudaba a caminar por el barrizal. Horrorizados, se detuvieron un instante. Un guardia civil a caballo se acercaba; el animal, al quedar atrapado en el fango, levantó sus patas traseras con tal brío que derribó al jinete. Aprovechando el incidente se desviaron por una empinada escalera que desembocaba en una arboleda que conducía al cuartel.

Al llegar, se desplomaron viendo cómo los presos que entraban acababan fusilados. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaban sus salvadores? Alzaron la vista y vieron un camión desde el que les hacían señas. Don Bernardo corrió hacia él y en un santiamén estaba viajando hacia lo que podía ser su libertad: la prisión de la capital. Allí pasó el resto de la contienda.

Desconocía el paradero de su mujer y presentía un triste final para ella. Y así fue. Doña Araceli sufrió la guerra en sus carnes. Fue despojada de todos sus bienes y obligada a recoger aceituna como una jornalera. Los horrores de la guerra la trastornaron hasta morir enloquecida.

La guerra acabó y, aunque las heridas no estaban curadas, el tiempo hacía de bálsamo. Las fincas requisadas volvieron a sus dueños. Suances arrendó las suyas. No quería volver al pueblo que tanto lo había odiado. Y no solo a él. Su amante sobrevivió a la guerra, pero llegada la paz, los vencedores la humillaron públicamente rapándole la cabeza. Terminó sus días en prisión cumpliendo una condena de treinta años.

La posguerra, con todas sus secuelas de destrucción, se presentaba cruel. Paulina y Jacinto no podían estirar más el dinero que ella había ahorrado de las rumbosas propinas de su señor cuando le servía de cómplice en sus devaneos extraconyugales. Muy pronto se vieron en la ruina.

Vivían junto a una fábrica de aceite. El fétido olor del alpechín se transmutó para la familia en agradable fragancia. Por la noche, cogía de la fábrica los cántaros de aceite que los cosecheros dejaban vacíos. Los ponía boca abajo hasta que caía la última gota y llenaba la sartén. Recordó el día en el que pensó que no pasaría más necesidad. Había transcurrido mucho tiempo y la memoria de aquella casa estaba viva.

Don Bernardo, enterado de la situación, se puso en contacto con ellos. Le debía tanto a su criada que no podía quedarse impasible. Paulina leyó emocionada la misiva que le envió. ¡Les ofrecía su vivienda de Madrid! Una oportunidad providencial que no podía dejar pasar.

En unas semanas desalojó la casa del señor Suances tal y como le indicó. Embaló los enseres necesarios y en la de sus suegros dejó el mobiliario más voluminoso. Con su familia y el pesado equipaje, inició el larguísimo camino que la separaba de Madrid.

Al encontrarse en su nuevo hogar respiró hondo. Otra vez se acababan las miserias.

Llevaban allí un mes cuando el implacable destino trazaba el rumbo de su existencia. Un inesperado accidente acabó con la vida de don Bernardo. Recibió la noticia espantada, pero su imperecedera fortaleza le hizo reaccionar con determinación.

–¡Vámonos de aquí! Esta no es nuestra tierra. Hay que volver a Tamirón, con nuestra gente.

En su estancia en Madrid, don Bernardo, sin hijos y con su mujer difunta, hizo al matrimonio heredero de todos sus bienes; no obstante, su repentina muerte le impidió hacer testamento.

Regresaron al pueblo, y llegado el momento de escriturar las tierras resultó que los documentos se habían perdido durante la guerra. No podían demostrar que eran los herederos.

Ante el confuso escenario, el aparcero, por el que paradójicamente Suances sentía una confianza ciega, se quedó con la hacienda alegando que era suya.

Todo estaba perdido. Había logrado salir airosa de muchas, muchísimas situaciones angustiosas, pero ahora la dificultad crecía hasta parecerse a un espantoso gigante.

Con su rostro marcado por el dolor, el pelo recogido en un moño y envuelta en su desgastado chal se dirigió a la casa de sus suegros para recoger los enseres que había dejado. Su suegro se mostró remiso. Distante, imperturbable, como siempre lo había sido, le dijo:

–Esta guerra, de una forma u otra, nos ha mutilado a todos. ¿No pretenderás beneficiarte?

Con mirada inquisitiva y elevando la voz, continuó afirmando con rotundidad:

– De aquí no sale nada. Si no hay herederos yo también puedo ser uno de ellos.

Atónita, mirándolo con estupor, se acercó a él.

–¿Cómo se atreve a hablar de ese modo? Usted que lo sabe todo.

–La vida a veces nos sorprende, Paulina.

Salió de la casa con una gran opresión en la garganta, como si su amargo desengaño se hubiera atorado en ella.

En vez de lamentarse por el siniestro futuro que se avecinaba, decidió luchar y no resignarse.

En los años que fue feliz durante su adolescencia tenía que encontrar la solución. Entonces aprendió las más exquisitas artes culinarias y educó su paladar. En esas vivencias estaba el remedio.

Entrampándose, compraba los ingredientes necesarios para hacer unos suculentos pasteles que vendía en su casa. El negocio prosperó. Gracias a las amistades que siempre cultivó y sin hacer ascos al estraperlo, abrió varias confiterías en la ciudad.

Su vida cambió. Las costumbres refinadas que vio en su juventud afloraron como si hubieran estado aletargadas. Los muebles suntuosos, las vajillas y cuberterías de plata sobre manteles de hilo bordados…, todo lo que pertenecía al mundo que conoció en la calle Real, ahora formaba parte de su vivir cotidiano. Se convirtió en doña Paula, una señora rica, generosa y muy respetada.

Aunque las rudas maneras de Jacinto no la acompañaban, vestía impecablemente, adornada con guantes y collares de perlas. En la solapa, según combinaran con su atuendo, lucía broches de plata, turquesas o aguamarinas. No pasaba inadvertida. Tampoco quería. No tenía intención de ser discreta. Bastante tiempo lo había sido.

Iba a la iglesia en un Plymouth descapotable. El único coche que había en la localidad. Verlo circular con ella sentada en el asiento trasero, tocada con un velo de encaje, era un espectáculo que le gustaba repetir. Siempre le atrajo el lujo. En un reclinatorio, junto al altar, se abanicaba elegantemente. El vaivén acompasado de su abanico hacía sonar las monedas que colgaban de sus pulseras, embelesando a todos con tal exhibición.

Murió anciana. Manteniendo su bondad y una eterna sonrisa que hacían difícil asociarla a un pasado azaroso. Nadie supo que solo su primogénito era hijo de Jacinto. Don Bernardo había engendrado a sus hijas.

 

RELATO DEL TALLER DE:
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Esta entrada tiene 2 comentarios

  1. Ángel

    Me ha gustado mucho el Relato.

    1. María José Sánchez Lozano

      Muchas gracias, Ángel

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