LA MUJER PERFECTA – Sofía López López

Por Sofía López López

Esa mañana la tormenta no se quedaba fuera del paraguas, llovía de manera torrencial mojando cada esquina de esa castiza ciudad. La mayoría de los transeúntes ya se habían refugiado bajo los soportales de algún portal o en el interior de una cafetería ante una humeante bebida.
En mitad de la tormenta eran pocos los individuos que paseaban por las calles del centro de la ciudad y todos los que lo hacían se acompañaban de sus paraguas. Todos menos uno.
Él, valiente o incauto, se limitaba a caminar. Llevaba las manos en los bolsillos y en ellos sus gafas (las cuales no lograban cumplir su función bajo la lluvia) y un libro, edición de bolsillo de un curioso poemario.
No se apresuraba ni agachaba la cabeza, a diferencia del resto parecía no darse cuenta de que llovía. Paseó por pequeñas callejuelas, todas desiertas, y se paró en más de una esquina indeciso. No sabía dónde se dirigía ni por dónde empezar a buscar, pero había decidido que ese era el día en el que conocería al amor de su vida. Había sido una decisión unilateral e infundada, pero llevaba demasiado tiempo esperando a su “media naranja” y comenzaba a aburrirle la técnica, constantemente fallida, de asumir que llegaría.
Entre reflexiones llegó a la conclusión de que era su deber encontrar a la mujer de su vida. Mientras caminaba por Madrid se cruzó a varias muchachas, algunas hermosas y otras no tanto, con más de una cruzó miradas, pero ninguna era la que buscaba. Todas se protegían de la lluvia bajo paraguas y gabardinas, fruncían el ceño mientras se apresuraban a su destino, muchas de ellas sin siquiera levantar la vista de sus teléfonos.
Mientras caminaba, sin prisa ni rumbo, le asaltaban las dudas. Se preguntaba por su apariencia. ¿Hermosa? Esperaba que sí; pronto se le ocurrió que ella también tendría manías, talentos, amigos… un mundo completo en el que él irrumpiría como un forastero y acabaría conociendo como un cartógrafo de su piel, como un filósofo de su alma, como un erudito de su ser.
Cada cuestión que le asaltaba, lejos de angustiarle, se convertía en un deleite, una oportunidad de fantasear sobre lo que a partir de ese día sería el resto de su vida. Cada ocurrencia le brindaba una nueva oportunidad para preparar su discurso, sus palabras, su método seductor. En su cabeza trazó mil recorridos posibles en su conversación, todos ellos con el mismo resultado preestablecido: su amor eterno y pasional.
Él tenía claro que la mujer indicada le sorprendería, esto más que un presentimiento era una condición; estaba cansado de lo conocido: mujeres vacías, absorbidas por su propia existencia y perdidas en la banalidad. Su mujer, por el contrario, debía pertenecerse a sí misma antes de enamorarse de él; ella tendría una historia, mil anécdotas que contar y vivencias propias, una lectura del mundo y perspectiva del entorno, cicatrices y lunares. Sería una mujer tan propia como lo era él; no podría caer en la vulgaridad, él era consciente de que su mujer le definiría por lo que era necesario que fuese única, que impactase. Quería causar sensación en su entorno.
Entre divagaciones llegó ensimismado a una plaza de Madrid. No era costumbre ver a esas horas de la mañana esta plaza tan vacía, pero ese día sólo se oía el agua caer sobre los charcos, de vez en cuando interrumpida por algún trueno. En un lateral de la plaza se encontraban esos bancos tan cotizados, vacíos por la lluvia. Encarando a los bancos sólo había una estatua con el pedestal adornado por un jardín.
Por inercia se acercó al lateral de la plaza, llegó hasta la altura de la estatua, frente a la que se sentó. En su cabeza todavía se agolpaban cuestiones sobre esa misteriosa amante inminente.
Un trueno demasiado potente le hizo sobresaltarse, levantó la mirada al cielo y al bajarla, sus ojos la encontraron a ella, en el centro de la plaza, parada. Era sin duda singular, inesperada, pero inigualablemente perfecta. David se levantó, se dirigió hacia ella y cuidadoso rodeó y observó cada centímetro de aquella figura femenina.
La estatua parecía aburrirse más de lo habitual, aquellas leyendas de la heroína habían quedado atrapadas en una talla de piedra colocada en alguna plaza de la ciudad, frente un banco donde, en lugar de contar historias, se convertía en mera espectadora de vidas ajenas, confidente de ciudadanos y, de vez en cuando, protagonista de una fotografía robada. Corrían las gotas de la tormenta por su rostro como si llorase. Él se plantó frente a ella y fascinado comenzó a resolver todas las dudas que se había planteado durante el camino hasta esa plaza.
Ella era la ninfa Calipso, según la placa en su pedestal. Reina de Ogigia perdida en un castizo rincón, David ni tan dios como Hermes ni tan héroe como Odiseo también quedó prendado de la que fuese representación de tan increíble mujer. En esa plaza nadie la conocía, pero él tampoco era Nadie y aun así se estaba quedando por instantes perdidamente enamorado.
Esta era la mujer de su vida, la única que alcanzaría jamás el ideal de sus requisitos impuestos a una mujer para convertirse en la suya. Ella era perfecta: histórica, hermosa, seductora, legendaria, algo caprichosa, única, cotizada, brillante, relevante… inigualable en todos los sentidos.

A partir de ese día, David estableció esa plaza como punto requerido en su paseo matutino. Cada mañana introducía en su bolsillo un poemario, algunas mañanas incluso compraba el periódico. Llegaba a la plaza y se colocaba frente a su estatua, a una distancia suficientemente cercana para mantener su conversación privada a pesar de estar rodeados de incontables figurantes que cada mañana cruzaban sus caminos por la plaza.
David leía y leía, versos y noticias; después de la mañana en que la encontró llegó a la conclusión de que, consciente de los impedimentos de su amor, era su deber relatarle a su amada Calipso todos los sucesos, inventos, tecnologías y modernidades que condicionaban sus vidas actuales. Por esto cada mañana abordaba un nuevo espacio-tiempo, una nueva galaxia que le mostraba a su amada.
Según pasaban los días David relató y estipuló una imagen del mundo moderno, habló a Calipso de nuevas islas, continentes completos; le hablaba de reyes, de señores feudales, de revoluciones.
Le habló de guerras, pero también de amores, le habló de filósofos y de pensadores. Describió ciudades y rincones remotos. Entonces comenzó a leer, leía sobre el amor a través de los tiempos, sobre amores imposibles y frustrados; según avanzaban las semanas en el calendario, cada verso, cada texto, cada historia que caía en manos de David se convertía en material de relato para Calipso. Él, cada mañana, se dirigía a la plaza donde trataba de explicar y exponer la complejidad del mundo actual a la que fuese una increíble mujer en tan legendaria historia.
David no obstante era incapaz de impregnar de objetividad sus relatos, todos ellos contados con pasión y opinión.
Llegó el invierno a Madrid y más abrigado, David siguió acudiendo diariamente a la plaza en la que cada vez pasaba más horas, sentía que cada historia que contaba enlazaba cinco incógnitas que debía encargarse de desentrañar.
David sentía que su estatua ya no se aburría, llegó a interpretar sonrisas y miradas furtivas que ella le dedicaba, cómplice entre los transeúntes. Él cada día le contaba fragmentos de la historia, sí, pero también le contó su historia, quién era (con la verdad un poco adornada) y seguía leyendo y leyendo versos de amor.
Los amigos y familiares de David comenzaban a extrañarse por su conducta, por lo que decidieron exigir conocer a esa tan increíble mujer que pregonaba amar. Esta situación se convirtió en un quebradero de cabeza para él, ¿cómo presentar a Calipso? no podía ser en la plaza, eso sin duda, sería demasiado impersonal; tampoco podrían acudir a un restaurante por razones obvias. Este problema le afligía enormemente, se había dado cuenta de que ella jamás había estado en su casa… ¡Qué mal amante!, Sin invitarla a su hogar parecía que la trataba como a cualquier otra estatua de la ciudad.
Tras darse cuenta de esto, David comenzó a cuestionar sus dotes como amante, él debía protegerla de cualquier vándalo, debía poder mostrarla como su mujer, pero si se encontraba en un espacio público sería miembro inerte de la sociedad, admirada por todos sin ser conscientes del amor que se fraguaba entre ellos.
Una madrugada, desvelado por las cuestiones de su amor, David llegó a la conclusión de que la única solución sensata para una pareja de su edad y características era mudarse juntos. Con esta brillante decisión se levantó el hombre de la cama y se vistió. Salió furtivo de su apartamento y recorrió todas esas callejuelas ya tan conocidas hasta llegar a Calipso, a estas horas de la madrugada la ciudad se encontraba desierta; una gran ventaja para llevar a cabo su descalabrado plan. Con la mayor delicadeza posible, David alzó a su amada entre sus brazos y juntos emprendieron el camino de vueltas hasta el que sería su hogar conyugal.
Ella parecía sonreír, brillaba aún más su piel de piedra compuesta bajo la dulce luz de la luna que llegaba por la ventana hasta el centro de la sala donde, frente a la butaca de David, se encontraba.

A la mañana siguiente un grito retumbó en la ciudad, la estatua de la plaza había desaparecido, dejando desnudo su pedestal.

 

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