LA NAVAJA – Isabel María Navarrete Sánchez

Por Isabel María Navarrete Sánchez

Vivía modestamente en una zona deprimida del barrio de Vallecas, su sueldo no daba para más. A la seis de la mañana, David se levantaba, se duchaba con agua fría—le habían cortado el gas— maldecía y se vestía con un traje añoso con lamparones que, en su dilatada experiencia, había conocido multitud de penalidades y miserias. Le estaba algo estrecho. Últimamente, David había engordado por un exceso de ingesta de hidratos de carbono y un defecto de proteínas; engullía platos poco saludables. Compró ese traje color grisáceo y sin estilo en las rebajas de una tienda del barrio.

David trabajaba como delineante en un estudio de arquitectos situado en el Paseo de la Castellana—Requena y Asociados, se llamaba. Su sueldo era escaso, le daba para vivir de forma bastante modesta, por decirlo con delicadeza. Se dejaba una parte nada despreciable de dinero en sus traslados en metro. A veces se colaba, pero un día pasó una vergüenza tremenda ante un vigilante, que lo echó a patadas de la estación y ya nunca más lo hizo.

Corría el año 2009. El país estaba inmerso en una crisis inmobiliaria sin precedentes y vista venir de lejos con los ojos y la nariz tapados. Más adelante, enlazaría con otras crisis económicas como si de un rosario de desdichas se tratara. Requena y Asociados acusaba la burbuja inmobiliaria, como tantas otras empresas dedicadas a la construcción. Los estudiantes comenzaron a escasear en las escuelas técnicas de Arquitectura. El estudio andaba escaso de concesiones de proyectos de financiación pública y carecía de liquidez para sobornos a los políticos de turno. La corrupción y el dinero negro siempre habían existido y Requena hacía la vista gorda y todos contentos. Ahora lo poco que se construía  con dinero público se concedía a las grandes constructoras, esas que cotizan en bolsa y que llenan con desfachatez maletines mágicos con cientos de billetes de quinientos euros.  En Requena y Asociados construían, asimismo, bloques de pisos que los compradores esperaban con la ilusión de los que nunca habían tenido una casa en propiedad o de mejorar su estatus con un piso más grande y confortable. Pero la espera se dilataba por el despido de albañiles y el retraso en el pago de suministros.

David no tuvo hijos y sí una mujer ambiciosa que lo abandonó por otro más pudiente, prácticamente lo dejó en la ruina. Pero el piso antiguo y desvencijado donde vivía—abarrotado de amargos recuerdos—era suyo por herencia. Pensó que, a fin de cuentas, ella nunca lo había querido ni jamás se había sentido orgullosa de él. La soledad y la melancolía rondaban por sus entrañas. Las aplacaba dedicándose de lleno al trabajo, pero se rumoreaba que el estudio de arquitectos iba a declararse en quiebra y todos irían a la calle sin indemnización. «Maldito capitalismo»—pensaba David con rebeldía.

Lo que tanto temía sucedió. El jefe lo llamó a filas y él ya barruntaba la charla que iban a tener.

—Pase usted David.

—Para lo que usted desee, señor Requena.

—Ya se habrá enterado por las murmuraciones de sus compañeros, que el estudio se va a declarar en quiebra de forma inminente y tendremos que echar a la calle, muy a nuestro pesar, a todos los empleados de esta empresa.

—Incluido yo, claro. ¿Ahora cómo me gano la vida? Tengo una hipoteca, ¿sabe? No tengo ahorros. Al menos vivo solo y no tengo que salir pitando con tres churumbeles a cuestas.

—Lo siento mucho David, a mí también me afecta.

—Sí, seguro que su caso es similar al mío.

—Véalo como una oportunidad de montar un negocio o buscar un trabajo mejor remunerado.

—Si tuviera esa oportunidad, ya la habría aprovechado. En fin, señor Requena, recojo mis cosas y me voy.

—Que tenga usted mucha suerte, David.

Ingresó en las filas del paro, al menos tendría un subsidio durante un tiempo. Después trabajó de camarero, observando la felicidad ajena y deseando la suya propia. Era un trabajo mal pagado y agotador: horas extras que no se pagaban, salario mínimo, clientes prepotentes, caras de insatisfacción, prisas y ansiedades… Hallábase el personal revuelto con el tema de la crisis, como él; en algunos casos era simple preocupación y en otros, como el suyo, un asunto vital.

Dejó el trabajo de servir viandas y pizcas de algarabía, y no encontró otro mejor. A raíz de ese contratiempo, empezó a frecuentar malas amistades del barrio, que bebían alcohol como si de agua con gas se tratase. Y luego estaba la droga rondando esas mentes desmadejadas. Fumaban hachís, se metían coca o meta y los más desgraciados de todos acudían a la heroína por no matarse directamente. Él se inició con los porros de hachís; lo relajaban, le daban un poco de vidilla que tanto le faltaba. Pero al pasarse el efecto, emergía, de nuevo, su ruindad cotidiana. Sus colegas le sugirieron que se pasara por la Cañada Real a pillar hachís o lo que quisiera. Que preguntara por el gitano Anselmo. Un día, que supuso un punto de inflexión en su vida, se atavió con un chándal viejo tipo poligonero y una gorra calada hasta media frente. Preguntó por el tal Anselmo.

—¿No serás de la bofia?—dijo un gitano joven con una cadena de oro bien visible.

—Vengo de parte del «chapas».

—Ah ese canalla. Vamos a la chabola del tío Anselmo. Está aquí mismo.

—Buenos días, señor Anselmo.

—¿Pero quién es este payo?—preguntó Anselmo receloso.

—Tranquilo es de confianza—contestó el gitano joven.

—¿Y qué coños te trae por aquí? Como seas un chivato de la pasma te rajo. Aquí no vendemos armas, si se trata de eso.

—Para nada, descuide. Vengo a comprar cien gramos de hachís y una navaja de unos quince centímetros.

—Son quinientos euros de nada. Ya sabes que esa navaja no la puedes lucir por ahí, ¿no? Está prohibido.

—Ya, ya. Me parece un poco caro. ¿Y una rebaja?

—Vete a tomar por culo.

La navaja era preciosa, rojo sangre con los extremos nacarados, hoja afilada, capaz de penetrar hasta el corazón, el suyo propio y el de extraños. Pensó robar para subsistir, pero a él, tan trabajador y honrado, aquello no le cuadraba con su ética personal. Sin embargo, las necesidades le voltean a uno la moral. Miró la navaja una y otra vez, soñando con ella, con el uso que le daría. Se la llevó a casa, la guardó en una caja de zapatos debajo de la cama. Ya sabía para qué la utilizaría.

Su corazón caminaba por el filo de su navaja, afilada como el borde de un folio del diario que albergaba varios capítulos de su miserable vida. Era una sucesión de telegramas separados por un punto y aparte. Estaba hastiado de la vida, sin trabajo, sin familia, sin ilusión ni expectativas. Cayó entonces en las garras de la droga dura, como un instrumento de alienación, de olvido de una vida rastrera.

David se dedicaba a cortar con la navaja ese polvo blanco que le proporcionaba una euforia ilusoria y fugaz. Antes de meterse en el asunto de la coca, cuando fue a por su preciada navaja, esta separaba laminillas de hachís, que David mezclaba con tabaco para hacerse un porro de risas y olvidos, de ojos rojos y modorra final. Prefería la marihuana, pero trincaban prácticamente a todos los que tenían plantaciones de interior, por el excesivo gasto de luz. No era fácil encontrar esa planta—que él llamaba medicinal— y se preguntaba por qué no se vendía en farmacias. En realidad sí que se vende una presentación en espray, con la misma proporción de THC y CBD, los principales componentes de la marihuana. Pero este espray no era legal para cualquiera; lo recetaban con mucha precaución para los enfermos de esclerosis múltiple. Los enfermos de cáncer se las tenían que apañar en el mercado negro para paliar sus dolores, su falta de sueño y los desagradables vómitos consecuencia del veneno de la quimioterapia que corría por sus venas.

Vivió la navaja aún tiempos peores. Estuvo David enganchado a la heroína por un tiempo indefinido. Se apostaba como un vagabundo junto a cajeros automáticos, cuya localización cambiaba cada día. Vestía, de cabeza a cuello, una gorra mugrienta, unas gafas negras compradas en el top manta y una bufanda con restos de vómito que le ocultaba desde la nariz hasta el cuello sin saber de meses calurosos. Por precaución, cambiaba de ropa cada día y se proveía en los contenedores de Cáritas, que lo vestían de cualquier manera. Atracaba en el cajero a los que iban a sacar dinero, uno por día, cambiaba de cajero y vuelta a empezar. Su navaja actuaba y el pobre diablo soltaba las perras con temor y desprecio. El banco no se hacía responsable y las cámaras estaban confundidas. La heroína hizo estragos en él: quedó flacucho, mellado, sucio…un despojo humano.

Cuando no atracaba cajeros, se apoyaba en un muro de un barrio de chabolas donde todos lo conocían y se echaba sus ratos de cháchara con esos quinquis. Los maderos lo trincaron cuando trapicheaba con heroína para sacarse un dinero para el vicio.  Reposó su sórdida vida un año en la trena, donde no corría la heroína, y para paliar los estragos del síndrome de abstinencia se enganchó a la coca, que pagaba con favores sexuales. A falta de mujeres, cualquier orificio les parecía bueno. A David le daban arcadas, pero aguantaba estoicamente una embestida por una papelina de coca. Al entrar no le hicieron caso, es más, fue objeto de burlas. Cogió peso en la cárcel, hacía gimnasia, se aseaba y hasta el uniforme de preso le sentaba como un guante. Era incluso atractivo a pesar de sus dientes ausentes. Cuando estaba formalito no parecía un preso más, sino uno de esos de confianza que los funcionarios de prisiones  usan para proteger a los más débiles de las palizas y el suicidio. Él consiguió el respeto de los funcionarios, que nunca le pillaron ni una pizca de droga. Se acordaba con cierta nostalgia de su vida de antes del vicio.

Salió de la cárcel, visitó a viejos amigos y se fue de juerga un par de días con el poco dinero que había ganado en la cocina de la prisión; quería recuperar el tiempo perdido. Intentó buscar trabajo sin éxito, nadie quería darle curro a un convicto. No podía pagar la hipoteca de la casa y algún día ocurriría lo peor. Como no tenía familia, no pudieron prestarle dinero y los amigos estaban peor que él, durmiendo en albergues y comiendo de la caridad. Él tuvo que llegar al extremo de comer una comida al día en los comedores sociales. El poco orgullo que le quedaba quedó aplastado por una losa de vergüenza. Sabía que si seguía con esos colegas volvería a caer en la droga, el robo y el trapicheo. Así que los evitó y se quedó completamente solo. La tristeza lo inundaba como una riada de la que nadie se salva.

Finalmente, después de su periplo liberador de los malos recuerdos de la cárcel, volvió a su piso de Vallecas. Seguía intacto; temía que se hubieran adentrado los okupas. El mismo se veía invadiendo casas ajenas en un futuro próximo. Cuando abrió la puerta, lo primero que le ocurrió fue tropezarse con un papelajo del juzgado autorizando una orden de desahucio de su piso. Así de fríos fueron los hijos de puta.

Se fue al encuentro de su preciada navaja, la extrajo de la caja de zapatos, besó el mango delicadamente, como se besa a una dama recién conquistada. Desplegó la hoja de la navaja y escribió con unas rayas gemelas sangrantes el último capítulo de su vida.

 

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