LA NOCHE MÁS OSCURA

Por Carlos Alfredo Belloso

LA NOCHE MAS OSCURA

Francisca se despertó sin saber dónde estaba. Había pasado la noche con unos amigos en el bar que frecuentaban en la zona de Getxo en los alrededores de Bilbao. Con un fuerte dolor de cabeza, su ropa sucia y rasgada, y una sensación de desasosiego, miró a su alrededor y se sorprendió al ver que se encontraba en una especie de bosque cercano a la playa. Al tratar de incorporarse sintió un profundo dolor en sus partes íntimas. Se tocó y notó algo pegajoso entre las piernas. ¡No lo podía creer, había sido violada! ¿Cómo era posible? ¿Quién había sido?  Hizo memoria y lo último que recordaba era haber sentido un pinchazo en el brazo izquierdo cuando estaban todos juntos bailando en la pista del bar. De ahí en adelante no recordaba nada, salvo haber sentido un mareo y un calambre que le recorría todo el cuerpo.

Hija y nieta de vascos, Francisca solía pasar sus vacaciones en Bilbao. Su abuelo había sido un «niño de la guerra». Fue uno de los cincuenta mil niños evacuados en 1939, desde España a varios países con motivo de la guerra civil española. En su caso, a Francia. Koldo, como se llamaba su abuelo, entonces de cinco años, fue recibido por una familia francesa que residía en una modesta casa en Biarritz. Lo acogieron como uno más de la familia. Pasó doce años con ellos y un buen día recibió noticias de unos familiares que habían logrado establecerse en Venezuela y le pedían que se fuese con ellos. En esos años, Venezuela pasaba por un momento excepcional, con una economía en franco crecimiento, debido a la explotación del petróleo. Había infinidad de oportunidades de progresar rápidamente. Era un país en el que estaba todo por hacer y existía una abierta política de inmigración. Hacía falta mano de obra de todo tipo. Le enviaron dinero para pagar el boleto en barco y aunque tenía sentimientos encontrados pues les tenía mucho afecto a sus padres adoptivos, tomó la decisión de partir, buscando mejores oportunidades. Se dedicó a la construcción donde logró el éxito por sus habilidades y responsabilidad. Se casó con una paisana, Malen, que también había llegado al país en circunstancias parecidas a las suyas. Tuvieron un solo hijo, Xavier. Alto, buen mozo y con una personalidad avasalladora, Xavier era un entusiasta de los deportes, la buena vida y las aventuras. Quizás fue por eso que un día aceptó la invitación de un amigo de viajar a Perú, donde según éste, se vivía como reyes, podían surfear todo el día y las chicas eran preciosas. No lo pensó dos veces. A Xavier le atraía el Perú. Su historia, la conquista de los españoles, el poderío del imperio Inca, su desaparición. Siempre había querido conocer Machu Pichu, ciudad construida con piedras en lo alto de los Andes peruanos. La consideraba una obra maestra de la arquitectura e ingeniería.

Xavier comenzó desde abajo, trabajando de ayudante de cocina en un restaurante de comida japonesa en Lima. Logró reunir cierto capital, lo que le permitió abrir su propio restaurante, de comida vasca. Era la época en la que Lima era reconocida como referencia gastronómica en el ámbito internacional. Debido a su agradable aspecto y graciosa personalidad, fácilmente hizo amistades y logró ser aceptado en la sociedad peruana. Conoció a una chica llamada Isabel. De tez morena, ojos verdes y rasgos característicos de los indios peruanos. Isabel era toda una belleza. Xavier la llamaba su «princesa inca». Locamente enamorado de ella, al cabo de un año de amores, le propuso matrimonio. Tuvieron una hija, a la que llamaron Francisca, en honor a la «primera mestiza», Francisca Pizarro, hija del conquistador español Francisco Pizarro y la princesa incaica Quispe Sisa. Esa historia le había fascinado a Xavier desde que la leyó en uno de los tantos libros que había consultado sobre la historia del Perú.

Fiel a sus antepasados, Xavier no había abandonado sus costumbres y sentimientos hacia sus raíces vascas. Su padre se los había inculcado desde niño y él los mantuvo. Cada vez que podía visitaba a sus familiares en Bilbao. Quería que Francisca también sintiera que era parte de esa cultura, que llevaba sangra vasca en su ADN.

Cada verano, Francisca, desde que tenía uso de razón, iba con sus padres a Bilbao y logró hacer amistad con chicas y chicos de su edad. Arantxa, Edurne, Ikerne, Nerea, así como Andoni, Aitor, Biktor e Iñigo fueron sus compañeros en los paseos y fiestas que organizaban en las vacaciones. Llegó a considerarlos su familia. Los estimaba mucho y todos los años ansiaba verlos y compartir con ellos. En Lima llevaba una vida monótona, estudiaba en un colegio de monjas y tenía pocas amistades. En Bilbao, en cambio, se sentía aceptada, como una de ellos y era libre de hacer cosas que en Lima le eran prohibidas. Con el paso de los años, la niña Francisca se fue convirtiendo en una adolescente desenvuelta, simpática y atractiva. Poseía esa rara mezcla vasco-peruana y había heredado los rasgos físicos de su madre y su particular belleza. A sus dieciseis años tenía una inocencia si se quiere impropia de una chica de su edad, pues la mayor parte de su vida la pasaba con sus padres que la cuidaban como si fuera un objeto intocable.

De sus amigas en Bilbao, con quien más cercanía tenía era con Ikerne. Se escribían mensajes y planificaban las actividades que iban a hacer en las próximas vacaciones. Francisca la quería como a una hermana. Un día, luego de una reunión con el grupo de amigos y varios tragos de por medio, Ikerne, siguiendo un impulso interior, intentó besar a Francisca. Eso la tomó por sorpresa. En su ingenuidad, no se esperaba algo así. Se sintió incómoda y la rechazó. Su formación católica le impedía pensar en otra manera de amar que no fuese entre hombre y mujer. No le dio mucha importancia. Es cuestión de tragos, pensó. Lo cierto es, que lo que para ella había sido un evento pasajero, producto de una borrachera, para Ikerne había sido un desagravio inesperado por parte de quien ella consideraba su mejor amiga y de la que se había enamorado perdidamente. Aunque nunca había existido ninguna señal de un posible acercamiento íntimo, Ikerne se imaginaba que Francisca sentía lo mismo que ella y que iba a ser correspondida. Un sentimiento de vergüenza, mezclado con uno de ira se le fue incorporando hasta el punto de llegar a odiarla.

Francisca se puso de pie y reconoció el sitio donde estaba. Era en la vía que conduce al Puerto Viejo de Getxo. En las noches, esa carretera oscura, poco transitada, era el escenario perfecto para cometer cualquier delito. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a su amiga Ikerne y contarle lo que le había sucedido. No confiaba en otra persona, era su amiga íntima. Ikerne la fue a buscar en su coche y quedó sorprendida del aspecto que tenía. Lloraba desconsoladamente y gritaba con desesperación, no encontrando una razón válida para lo que le había sucedido. Una escena dantesca. Los sentimientos de Ikerne transcurrían entre la sorpresa a la lástima. Fueron a la comisaría a denunciar el caso y Francisca relató su versión de los hechos. Después del pinchazo no recordaba nada. Se había sumido en una especie de estado catatónico y no recodaba sino el haber estado en el bar con sus amigos y haber bailado y tomado unos tragos.

Se iniciaron las averiguaciones. Fueron citados a declarar: Andoni, Aitor, Biktor e Iñigo. Sus declaraciones eran confusas y se contradecían entre sí. Que sí, que sí habían estado con Francisca, que se habían tomado unos tragos con ella, que habían bailado. Ante la presión de la policía no les quedó más remedio que reconocer que habían organizado un plan para hacerle pasar un mal rato. En principio se trataba de hacerla sentir incómoda, sobarla y besarla pues les parecía una chica mojigata e ingenua. Querían darle una «lección de amor vasco». Se le subieron los tragos a la cabeza y terminaron violándola de forma múltiple. El comisario Larrañaga, encargado del caso, quiso ir más allá y se empeñó en saber quién había sido el organizador del plan. Biktor reconoció que había sido él quien los animó a proceder, sin pensar en que los acontecimientos iban a llegar a tal extremo. Se desató una gran campaña informativa. Fueron bautizados como la «Manada de Getxo». La comunidad estaba indignada y pedía que los culpables fuesen duramente castigados. Fue un juicio mediático que concluyó rápidamente con condenas entre cinco y siete años.

La sorpresa mayor vino cuando se desveló que la idea original había sido insinuada por Ikerne en su afán de venganza a su «supuesta» mejor amiga. Francisca quedó devastada. Nunca se imaginó que esas personas a las que consideraba su familia española, le harían algo así. Y menos Ikerne. La decepción fue mayúscula, le costó entender cómo su amiga había urdido un plan para vejarla y como consecuencia de aquello, le había destrozado su vida para siempre. Bien le vendrán los cinco años en la cárcel a los que fue condenada, pensaba. Y con esa sensación regresó a Lima. Nunca más volvió a España.

Ikerne pasa los días en su celda, lamentándose por haber sido tan estúpida y haberse dejado llevar por unos sentimientos que solo existían en su imaginación.  Le costará mucho superar el dolor que siente. En el fondo, no quería dañar a Francisca, solo darle una lección. Su afán de venganza se convirtió en su gran pesadilla. Los muchachos no pueden creer cómo terminaron así. Francisca era su amiga, la conocían desde hace años. No son capaces de reconocerse haciendo lo que hicieron.

 

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