¿LA PASIÓN TURCA?

Por Lázaro Olivares

Juan había decidido disfrutar de sus días de vacaciones veraniegas en Estambul, tras un largo invierno en Berlín, donde trabajaba en la Embajada de España. Había pasado no solo unos días en casa de Adela, compañera del curso de la Escuela Diplomática, y que compartía con otros dos compañeros, sino que aquella semana se había convertido en toda una aventura.

Habían sido unos días fantásticos y frenéticos, recorriendo todos los rincones de Estambul, bazares, mezquitas, el Bósforo, descubriendo los olores, sabores, ruidos y hasta el caos característico de la capital turística del país otomano. Disfrutando en el sur, en Bodrum en la costa mediterránea, sus playas, su gastronomía… en fin viviendo la pasión turca. Y a ello, el despertar de la mutua atracción con Adela, le había puesto la pimienta del viaje.

En todo esto pensaba, mientras recorría los veinticinco kilómetros de autopista que separan el centro del aeropuerto internacional de Atatürk. Somnoliento por lo poco que había dormido y con el pensamiento en el último beso de Adela que había sellado la puerta del apartamento ya oía a la azafata de Lufthansa: “Willkommen zu Hause”. O al menos, eso es lo que, después de lo que le esperaba a Juan, deseaba haber escuchado.

Horas antes, y desoyendo los consejos de Adela, había concertado con un taxista del barrio de Gálata, que le recogiera a las 5 de la mañana. Volvían al cuco apartamento de Adela después de cenar y aprovechar las últimas horas antes del madrugón que le requería a Juan regresar a Alemania.

  • Yo de ti no lo haría, forastero- le dijo Adela.
  • Pues la Lonely Planet recomienda que se concierte con anterioridad el trayecto y el precio- le respondió Juan.
  • Si, pero este de los ilegales.
  • El hombre tiene buena facha, y me ha prometido que me dará recibo. Mira, Adela, hasta me ha enseñado que es de los que llevan taxímetro.
  • Como tú quieras- le respondió Adela- evitando una tonta y postrera discusión. Pero ya me contarás como termina tu aventura turca.

Todavía no había amanecido, con la ventanilla bajada sintiendo el frescor de la mañana y a mitad del camino al aeropuerto, el taxista toquetea el taxímetro. Extrañado Juan le inquiere: “hemos acordado 200.000 libras”. “No problem, my friend”. Pero el taxímetro corre a más velocidad de lo que conduce “my friend”. Solo llevo 220.000 libras y ya vamos por 180.000, calcula Juan. De repente, el taxista amigo ya no habla inglés, más que para decir “no problem, my friend”. La falta de sueño hace mella en los reflejos de Juan, que además se pone nervioso. El conductor hace caso omiso a sus argumentaciones. Le recrimina en un inglés de chita y buana, pero ni aun así tiene efecto. Un frenazo brusco, y se ve varado en el arcén de la autopista, forcejeando con el taxista, que se ha apresurado a desalojar del maletero su equipaje. “No puede ser”, se dice Juan. Los coches pasan a toda velocidad haciendo sonar el claxon. Juan, en su desesperación grita, se pone en medio de uno de los dos carriles y logra hacer parar a un vehículo. El conductor salta de él, también gritando, se encara a él y Juan solo logra entender que le debe decir si está loco. Su taxista se vuelve a meter en el coche, pero Juan logra alcanzar con una mano la puerta antes de que la cierre mientras con la otra tira de su samaritano. Éste discute con el taxista, o al menos es lo que piensa, pues el tono de las voces y los aspavientos así se lo sugieren. Pasan los minutos. La tensión baja, y de repente su alma salvadora se despide del taxista con dos besos a la forma tradicional autóctona y regresa a su vehículo. Juan no sabe qué hacer. Mira perplejo a los dos hombres y a sus coches. Les grita a los dos. ¿Por cuál decantarse? En un instante de lucidez decide quedarse con el taxista. Su maleta está al lado del vehículo de este, y aún piensa que puede reconducir la situación. Sí, la pesadilla turca se hace presente. Ve como el otro hombre arranca su coche y pasa delante de él con una sonrisa que transmite un algo así como “también es mala suerte, amigo”. Entonces ve que en el salpicadero del coche que también lleva un taxímetro. “La madre que me parió”, se lamenta, grita agachado en el suelo, a punto de llorar y maldiciendo a todo lo que se le pasa por la cabeza. Oye el sonido del cierre del maletero que le hace súbitamente regresar a su situación, y salta hacia el coche y su conductor. Le agarra nuevamente del brazo, dándole la vuelta e interponiéndose entre la puerta y su conductor. Éste se zafa de él. Juan decide quedarse donde está, mientras que el taxista rodea el vehículo y abre la puerta del acompañante. Se agacha dentro del vehículo. Juan sigue de pie en la puerta del conductor mirando hacia el frente, y esto hace que no se dé cuenta de lo rápido que el turco se dirige hacia él empuñando un bate de beisbol. Tan solo el grito le alerta, con el tiempo justo de agacharse y esquivar el golpe. Se persiguen alrededor del coche hasta que Juan para en seco, levanta las manos y las mueve haciéndole ver que deben hablar. Entonces, se echa una mano a la cartera, y con la otra, y entre el resuello de la excitación le propone negociar. La aventura veraniega y la dulzura de lo vivido con Adela dan paso al desasosiego. Le ofrece todo el metálico que tiene. Apaciguar a ese hombre, y lograr que le lleve a su destino es lo único que le pasa por la mente en ese momento. Incluso saca las tarjetas de crédito, haciéndole ver su buena voluntad de zanjar el asunto.

  • I give you 220.000 and the rest from an ATM at the airport”.

El taxista parece calmarse, aunque su gesto le viene a decir algo así como: “Sí, claro, y allí me pones las esposas”. Desesperado, sigue viendo pasar volando a los pocos coches que a esa hora trasiegan por la moderna autopista, y ya no se lo ocurre volver a hacer el panoli. Juan recurre a un último recurso. Saca la tarjeta de visita de Adela con logo oficial y la leyenda “Spanish Embassy”. “If you don´t take me right now to the airport, I call the Embassy, and they will call YOUR Police”, le espeta enfatizando TU policía.

Jamás habría pensado Juan que un café soluble (¡ay, nada como el café turco!) y un roñoso bretzel servido por una azafata teutona sin gracia le iba a suponer el mejor desayuno del mundo, se decía mientras el Airbus rugía por la pista turca. Y al carajo con Antonio Gala, y su pasión turca.

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