LA PRIMERA COMUNION

Por Luz Navarro

Me desperté temprano y con un ojito malo. También es mala suerte -dijo mi madre- precisamente hoy, que te retratarán con la cámara fotográfica recién estrenada.

La vestimenta para la ocasión colgaba sobre el picaporte del ropero enfrente mismo de mi cama y los zapatos blancos estaban alineados en el suelo. Sobre la mesita de noche tenía el misal y el rosario. A los siete años, no entendía del todo porqué tenía que hacer la primera comunión. Para colmo recitaría una oración renunciando a las Pompas de Satanás delante de las veinte niñas que comulgábamos el mismo día, más los arcángeles que acompañaban a cada niña para recibir la hostia, más los cientos de familiares que llenaban el patio del Colegio. Lo que se suponía que era un gran día, se convertía en una fuerte pesadilla para mí.

Pregunté a mi madre:

¿Y sí se me quedaba la hostia pegada al paladar?

¿Y sí se me olvidaba el largo verso de las pompas de Satanás?

¿Y sí me entraban ganas de hacer pis?

¿Y si me confundía de mano al persignarme?

Mi madre contestaba a cada una de ellas con la misma cantinela, no te preocupes niña, que eso no va a pasar. ¡Ni una sola solución a mis preocupaciones infantiles! Para ella, la única inquietud era cómo controlar a los niños que esa misma tarde invadiría el patio de la casa durante la fiesta infantil.

Mientras mi madre me vestía con un atuendo horroroso que yo no había elegido, se empeñaba en que repitiera por enésima vez, el dichoso renunciamiento, del cual, a estas alturas de mi vida, sólo recuerdo que empezaba diciendo: “Renuncio a Satanás a sus pompas y a sus obras”.

Mis hermanos junto a mis padres y mi hermana que vestida de ángel me llevaba de la mano, nos dirigíamos caminando al colegio de Nuestra Sra. del Carmen donde se celebraría la ceremonia, y en la esquina mismo empecé con mi primera angustia. ¡Que me hago pis, que no puedo aguantarme más! Un pellizco de mi padre a través de la ropa de gala, me hizo pegar un brinco y a la vez consiguió cerrar la uretra.

Cuando ocupé el sitio que me habían asignado en la capilla, me sentí más tranquila.  Pensé que quizás a la catequista se le olvide que he de salir al altar, subirme a una silla y recitar el maldito verso.

Como era de esperar, la hostia se me quedó pegada al paladar, pero pude disimuladamente desprenderla con la lengua, ensalivarla un poco y por fin, tragármela. Apunté mentalmente que en la próxima confesión tendría que contarle al sacerdote que mientras el cuerpo de Cristo estaba en mi boca, intentaba tragármelo, en lugar de decirle todas las cosas bonitas que nos habían enseñado en la catequesis.

De las otras dos cuestiones que me preocupaban, hay testimonio gráfico. El verso lo dije divinamente según palabras de mi madre y por supuesto al ser ambidiestra equivoqué la mano de santiguarme y arranqué con la zurda. Este gesto, registrado en una película de 8mm ha sido motivo de burla de mis hermanos cada tarde de domingo que nuestra madre proyectaba esa película.

Ya de regreso a casa, y recuperada mi personalidad al ponerme mis pantalones de Espuma y un pullover de diario, todo el mundo se olvidó de mí. Lo mejor estaba por venir cuando mis primos y amigos llegaran a casa para celebrar la gran fiesta. Los estaría esperando con una gran bandeja de bocadillos de sobrasada y de jamón cocido, papas, tarta de merengue y una sesión de cine del Gordo y el Flaco. Como colofón habría, una gran piñata en la que yo sería de nuevo la protagonista, pero para suerte mía, en esta ocasión no me entrarían ganas de hacer pis, ni nadie esperaría que me santiguara antes de darle el primer escobazo ese saco lleno de globos, chuches, y serpentinas.

Como era de esperar, esa noche mojé la cama.

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