LA RESPUESTA

Por M. Angeles Martínez García

Aún recuerdo el día que coincidí con mi amigo Migue en una conocida tienda de deportes. Yo iba acompañada de una persona que poco después desapareció de mi vida por completo. Migue, sin embargo, sigue en ella.

 

Él estaba buscando una mochila para hacer una ruta por Europa y me acuerdo exactamente de lo que pensé: “Algún día haré algo parecido. Viajaré totalmente sola a conocer nuevas ciudades”.

 

De aquel momento hace más de diez años, tiempo durante el cual he ido callando ese deseo argumentando excusas y escuchando los consejos sensatos de las personas que me quieren. Dejando que los miedos ganen la batalla, no arriesgándome, haciendo, supuestamente, lo correcto.

 

“Lo que crees, creas”, he leído infinidad de veces en los libros de autoayuda que devoré buscando respuestas en estos, los años más difíciles de mi vida.

 

¿Será verdad entonces que aquello que visualizas y deseas, de alguna forma misteriosa puede materializarse? Algo debe haber de cierto en ello, pues yo me he imaginado mil veces precisamente tal y como estoy ahora. Pienso que cuando un deseo parpadea en tu interior incesantemente, diriges tus pasos hacia ese pálpito, tomando decisiones y acciones que te sitúan, de alguna forma, cerca de aquello que imaginaste.

 

Así que aquí estoy, en el aeropuerto de Sevilla, esperando mi vuelo a Pisa y de allí, a Florencia, con el alma desgastada y el corazón a cachitos.

 

¿Por qué Florencia?, pues ese mismo año yo iba a visitar esa ciudad, lo tenía todo preparado para el segundo fin de semana de noviembre, el mismo en que falleció mi padre. Por razones obvias, no fui.

 

Es curioso que me marche a una ciudad tan romántica sola como la una. Yo, una enamorada del amor, yo, que sigo sin pareja porque no me sirven sucedáneos, ni conveniencias, ni dependencias, ni nada que no sea compartir con alguien mi vida por el puro placer de hacerlo, desde la libertad, desde la elección. Pues sí, yo. Pero realmente, en esta ocasión, necesito hacerlo así.

 

Estas líneas no pretendo sean una guía o un diario de viajes. Me voy sola. Simplemente. Y se me ha ocurrido que, en lugar de mirar las musarañas en las esperas de aeropuertos y estaciones, o la televisión en el hotel, cosa que detesto, estaría bien hacerme compañía a mí misma y dejar escritas algunas vivencias, reflexiones o anécdotas interesantes, por el placer de releer estas letras cualquier día, de cualquier otra etapa de mi vida y recordar mi pequeña locura.

 

Qué extrañas somos las personas, queremos tener experiencias para después poder recordarlas, al menos yo. Me asusta terriblemente llegar al final de mi vida, mirar atrás y tener la sensación de no haberla exprimido, de no haber conocido o hecho nada interesante, atrevido… en definitiva, la sensación de no haber vivido.

 

Mi compañero de vuelo es de esas personas a las que les gusta charlar con todos. Se ha levantado ya tres o cuatro veces, le pregunta a la azafata la ruta, me mira buscando una conversación que yo no estoy dispuesta a entablar, entre otras cosas porque es italiano y yo no lo hablo. Me gustan las personas así, quizás porque yo no lo soy.

 

Marcelo (al que acabo de bautizar) es un hombre atractivo a pesar de la edad. Tiene los ojos muy claros, la piel morena y porta la elegancia de los italianos. Me gusta cómo hablan, es un idioma cariñoso, agradable al oído, todo termina en “ini”. Que te susurren palabras de amor en italiano debe resultar de lo más romántico.

 

He detectado a dos o tres viajeros solitarios más, pero el noventa por ciento del avión son parejas enamoradas, al menos aparentemente.

 

Yo en cambio estoy agotada, saturada de encadenar desastre tras desastre amoroso. Intuyo que hasta que no me encuentre bien, los asuntos del amor no me van a funcionar con nadie y pienso dedicar los próximos días, meses o años a recomponerme. Por mi parte, el único varón que me despierta algo de interés en este momento es David, el de Miguel Ángel, ya que por más extrema que sea la dureza de su mármol, no podrá dañarme.

 

Viajo a Florencia porque quiero saber qué se siente al ser una extraña en otro país, con otro idioma, comprobar si soy capaz de desenvolverme, capaz de aguantar cinco días conmigo misma sin desesperarme. Creo que este paréntesis me ayudará a sanar alguna de las heridas que continúan abiertas.

 

Reconozco que me puede la idea de imaginarme en trenes y estaciones, escribiendo en cualquier plaza de una ciudad desconocida, donde ni siquiera soy capaz de enterarme de qué demonios habla la gente. Es una imagen bohemia que me ha perseguido desde siempre y al fin, he tenido el coraje de dar el paso.

 

En cualquier caso, espero simplemente atesorar momentos y experiencias. La vida es lo que haces con ella, con el trayecto, y algo me dice que esta búsqueda encuentro me aportará más de lo que creo.

 

Comenzamos el descenso.

 

De Pisa a Florencia en autobús hay poco más de una hora, todo me recuerda a la película Bajo el sol de la Toscana. Quién me iba a decir la primera vez que la vi que acabaría visitando este lugar, sola, como la protagonista. Ella es escritora y yo aquí ando garabateando este cuaderno. Me siento un poco así, como una escritora trotamundos e incomprendida en busca de respuestas.

 

Mis tres primeros días en la ciudad los dedico a descubrir sus calles. Siempre he preferido mezclarme entre la gente, pasear y observar la vida del lugar, inhalar su esencia. El cuarto día haré las pertinentes visitas a museos y monumentos reservando un par de horas para las obligatorias compras de cada viaje: algo para la casa, algo que pueda llevar puesto y los regalos para mis sobrinas.

 

Decididamente Florencia es una ciudad embriagadora, toda ella invita a desconectar, a dejarse llevar, es magnética. El día es soleado y camino observando todo con ojos nuevos, con la emoción de las primeras veces. Absorbiendo al máximo las sensaciones que florecen y grabando en la retina estos instantes que rescataré cuando vuelva a sentirme perdida.

 

Contemplo el Doumo tomando el capuchino más caro de mi historia, que bien merece su precio por las vistas de la cúpula que ofrece la cafetería. En el intento de hacerme un selfie, (cosa que se me da fatal, pero no puedo dejar pasar la oportunidad de inmortalizar el momento), un italiano me dice: Sei bella comunque. No hace falta conocer el idioma para entender el piropo, que agradezco con una sonrisa mientras pienso que, de quedarme más días, me enamoraría sin remedio: ¡qué terriblemente guapos son los italianos!

 

Después de estos tres días, me he adaptado tan bien, que hasta me molestan los grupos de turistas haciendo fotos por las esquinas. He ido despojándome de algunos miedos que traía en la maleta, limitaciones enquistadas que sólo estaban en mi mente y que paso a paso, al recorrer las calles, han ido quedando atrás con mis huellas, como si el aire que silba entre los edificios se llevara parte del peso que sentía.

 

Tras perderme por uno de los mercadillos de la ciudad, me dirijo puntual a la Galería de la Academia. Sin darme cuenta, he desacelerado el ritmo al caminar, me siento liviana y saboreo esta desconocida sensación de libertad, de descanso, una reparadora calma que se instala en el espacio recién liberado en mi interior.

 

Ya en La Academia miro distraída esculturas y pinturas intentando traducir los letreros en italiano e inglés cuando entro en ese pasillo, alzo la vista y allí está, David.  Ha sido un flechazo. Como un poderoso imán me ha ido atrayendo hasta situarme a sus pies, totalmente embrujada e indefensa. Lo he observado desde todos los ángulos posibles, incapaz de apartar la mirada. Creo que es lo más hermoso que he visto nunca. ¿Qué extraño poder hay en ese bloque de mármol tallado capaz de sobrecoger a una persona? Para mí, esta aventura ya ha merecido la pena.

 

Con las piernas aún temblorosas por mi hasta ahora desconocido, Síndrome de Stendhal, camino atravesando el puente Vecchio con la intención de contemplar Florencia desde el mirador de la Piazzale Michelangelo.

 

La subida hasta la plaza es agotadora, he tenido que ir haciendo paradas para recuperar el aliento. Ahora que lo pienso, hoy he perdido en dos ocasiones la respiración y en las dos ha tenido algo que ver este hombre, Miguel Ángel. Visitaré su tumba en Santa Croce para homenajearlo.

 

Hora de tomar algo y en esta ocasión me voy a decantar, por fin, por una pizza Francescana, por aquello de San Francisco de Asís, que me recuerda a mi madre y porque Zak, el irresistible camarero, me la ha recomendado.

 

Iba ensimismada ojeando el mapa cuando me he chocado con él, al mirarnos se me ha acelerado el pulso (no tanto como con el David) pero sí lo suficiente.

 

Buongiorno —me ha dicho mientras me señalaba una mesa a modo de invitación. Después del golpe que le he dado, qué menos que almorzar allí, total, en algún lugar he de hacerlo y un inofensivo flirteo no hace mal a nadie.

 

No deja de acercarse a mi mesa para entablar conversación, es simpático y muy atractivo. Comenzamos a hablar en un idioma inventado que conjuga el italiano, el inglés y el español. En media hora van a cerrar y quiere tomar un café conmigo, debe ser cierto porque los demás comensales comienzan a levantarse.

 

I tuoi occhi —pronuncia esta frase señalando mis ojos. —Sono bellissimi.

 

Se activan en mi mente las palabras de mis hermanos justo antes de venir: no te fíes de nadie, ten cuidado, no vayas con desconocidos… y comienza en mi interior la lucha entre la sensatez y el deseo de fluir, de dejarme llevar por la aventura. El combate se torna frenético por la inmediatez en la que debo tomar una decisión, ¿me despido amablemente o me quedo un poco más a ver qué pasa?

 

Después de batallar conmigo, acepto la propuesta poniéndome algunas condiciones como medidas de protección: calles transitadas, dos horas máximo, espacio abierto y nada de callejuelas o rincones.

 

Salimos a pasear, así, tan tranquilamente, como dos personas que se conocen de siempre, y hablamos sin parar. No entramos en ningún tema importante, no quería saber nada de su vida, al fin y al cabo, en un par de horas saldría de la mía.

 

En las orillas del Arno me cogió la mano, comenzó a hablar en italiano de lo hermosa que era, de lo que le gustaba mi pelo, mis ojos, mis labios…

 

Guardami, María —me dijo dulcemente.

 

Yo sonreía sin creer ni una palabra, disfrutando del momento más si cabe, porque por primera vez en mi vida, no tenía el deseo de aferrarme a él, sólo quería vivir el instante.

 

—¿Qué significa guardami, Zak? —Se acercó mientras tomaba mi rostro entre sus manos, me besó lentamente en los labios y contestó: Mírame.

 

La belleza de Florencia se respira por los ojos, y cuando escucho a Zak decirme “guardami” es como si la ciudad entera pronunciara esta palabra, coqueteando con el visitante, dejándose observar, conocedora de su hermosura.

 

No me equivoqué al pensar que el italiano debía resultar un idioma muy romántico.

 

Ya en el aeropuerto, con la sonrisa instalada en mis labios desde la tarde anterior, pienso en todo lo que me ha aportado esta escapada de mí misma.

 

No hay que tener miedo, me digo. Hay que salir ahí fuera a mar abierto y atreverse a ser uno mismo. Tampoco he de empeñarme en hacer eterno aquello que ha nacido para ser efímero.

 

Ahora no sólo escucho a Zak susurrándome al oído, ni tan siquiera a Florencia… ahora escucho a la vida, al planeta entero murmurando “Guardami María” y sonrío al recordar la frase que leí en un libro de Albert Espinosa: “Sí, arriésgate. Ésa es siempre la respuesta”.

 

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