LA SEÑORA MARÍA – María Mercé Boba Giralt

Por María Mercé Boba Giralt

Vivíamos en una sencilla casa de labranza, la más sencilla de todas las que estaban diseminadas por el vecindario. A pesar de eso, era la más visitada. Por una cosa o por otra siempre había gente: los fines de semana era el centro de reunión, donde se juntaban los vecinos de las casas de los alrededores. Supongo que era debido al carácter de mi abuelo, un hombre risueño y bonachón, con una vasta cultura, que hacía chistes de todo. También nos visitaban las personas que salían a caminar por el campo y aprovechaban para llenar garrafas con el agua de la fuente, situada al lado mismo de la casa, o nos compraban huevos y hortalizas o verduras que tuviéramos en aquel momento.
La señora María, que apareció un buen día, era una de estas personas asiduas. La llamábamos “de los caracoles” para distinguirla de las otras muchas Marías que conocíamos, como la tía María, la María grande, la María de casa Bolaños, la María pescadera, la María panadera… No sé el motivo, pero en aquella época todas las mujeres se llamaban María a secas o María y algún otro nombre.
La señora María de los caracoles era una mujer murciana, un poco bajita y regordeta, piel tostada por el sol y arrugas hondas en frente y contorno de ojos, con el pelo grisáceo y apelmazado recogido con un moño. Vestía ropas oscuras, las faldas le llegaban hasta los tobillos y llevaba siempre un gran delantal. Una cesta grande de mimbre y a veces uno o dos pañuelos de hacer fardos completaban el conjunto. La señora había enviudado y, sin beneficio alguno, a fin de poder mantenerse, se dedicaba a buscar caracoles por los campos de siembra para luego venderlos en el mercado ambulante semanal y ganar algo para su sustento. Era de trato afable, muy charlatana, siempre tenía muchas historias para contar.
Durante los inviernos, mi padre terminaba, junto con la luz del día, sus tareas de labranza y ella la suya de cazar caracoles. Llegaban casi a la misma hora a casa, él guiando la mula y con la azada en el hombro, y ella con la cesta y sus dos fardos llenos de hierba o de restos de hojas de col que quedaban esparcidas por el campo -según decía-, para los conejos que criaba y que también vendía en el mercado. Las tardes en la cocina eran muy amenas; las dos mujeres no paraban de hablar, mi madre preparando la cena y la señora María aprovechando para clasificar los caracoles según su especie y calibre: Bover o Viñal, de concha más plana y clara, a veces llevaba caracolines, pero esos era más habitual que los encontrara en verano.
Mi madre frecuentemente la invitaba a quedarse a cenar porque le daba pena que tuviera que marcharse a su casa, una cabaña para guardar las herramientas de labranza, a unos dos kilómetros de distancia, que mi padre le había arreglado con cuatro ladrillos, sin luz ni agua corriente, sólo un terraplén para encender algo de lumbre con la que poder calentarse y cocinar. Mis hermanos y yo lo agradecíamos, pues mi padre, hombre de viejas costumbres, no nos permitía pronunciar palabra a los críos durante las comidas, pero como la señora María, junto con mi madre y el abuelo, no paraban de hablar, permitía la licencia de participar en la conversación o hablar con mis hermanos durante la cena.
Un día mi hermano pequeño jugando en la entrada de la casa, donde la señora María dejaba los fardos, tropezó con ellos y el nudo se medio deshizo. Cuando mi madre nos vino a llamar para la cena lo vio y quiso reparar el desperfecto. Al arreglar el pañuelo para poder anudarlo bien, ojeó su contenido. Mi madre estuvo especialmente callada aquella noche y las que le siguieron. La señora María continuó haciendo su rutina: llegar al anochecer, dejar los fardos en la entrada, coger su cesta de mimbre e ir a la cocina a clasificar los caracoles y charlar con mi madre. Al poco tiempo esto cambió, ya no iba a la cocina. Se quedaba en el comedor a charlar con los hombres mientras seguía con su tarea clasificatoria. Si teníamos alguna otra visita, cuando se marchaban, ella demoraba su salida hasta la hora de la cena. Era entonces cuando mi padre la invitaba para que se quedara con nosotros a compartir comida.

El siguiente invierno fue especialmente crudo, pues hubo muchas alertas por heladas negras. A fin de salvaguardar la cosecha, entre el atardecer y la noche, mi padre y mi madre regaban los campos para darles humedad y así evitar la congelación de los tejidos internos de las plantas y el típico color negro que la hubiera hecho invendible. Mis hermanos y yo íbamos detrás de ellos, cubriendo los campos con una especie de plafones de cañas con sus hojas entretejidas que mi abuelo había confeccionado durante el otoño, algunas mantas y algún plástico, un material por aquel entonces escaso. Resultaba una tarea dura. Los pies, las manos y la cara se nos helaban, por aquel entonces calzábamos alpargatas, y aunque llevábamos calcetines gordísimos, se nos empapaban de agua y lodo. Cuando llegábamos a casa, entrada la noche, poníamos pies y manos casi congelados en un balde con agua caliente hasta que reaccionábamos. Después nos tomábamos una sopa bien caliente que el abuelo había preparado y nos íbamos a dormir.
El tiempo nos rompió la rutina de las apacibles tardes y noches de invierno de los años anteriores y para colmo, algunas cosechas se perdieron a pesar de nuestros esfuerzos.
Entre una cosa y la otra, la señora María de los caracoles se hizo cada vez más cara de ver. Sólo venía de vez en cuando quedándose en contadas ocasiones a cenar, ahora, siempre por invitación de mi padre. Las cenas se tornaron largas, de conversaciones entre adultos centradas en el tiempo meteorológico, las pérdidas en nuestros campos y en los de nuestros vecinos. Si mis hermanos y yo nos animábamos a hablar, mi padre nos advertía que los niños debían callar en la mesa. Un día, con la añoranza de poder estar más distendidos durante las viandas, le pregunté a mi madre por qué la señora María de los caracoles ya no venía por casa. Mi madre miró a mi padre, como pidiéndole que contestara, pero él no abrió la boca. Entonces ella me contestó que porque tenía trabajo. Yo, que era bastante avispada a pesar de mi corta edad, le dije que antes el trabajo de contar los caracoles lo hacía en casa y que podría seguir haciéndolo igual, a lo que mi madre añadió que ahora prefería hacerlo en la suya.
Esta noche me olvidé de hacer pipí antes de irme a la cama. Durante las noches de invierno hacíamos nuestras necesidades en los establos, en un rincón con paja un poco apartado de las vacas, ya que la comuna quedaba en el exterior de la casa. Como no podía aguantar más, bajé a la planta y oí discutir a mi padre y a mi madre.
-¡Es una ladrona – escuché decir a mi madre-, no tiene vergüenza. Le hemos abierto nuestra casa, la hemos alimentado, le has dado un lugar donde cobijarse… y no contenta con esto roba el pan de tus hijos!
-¡Mujer, por un par de coles no pasa nada!
– ¿Que no pasa nada? ¡Es que no han sido un par de coles! ¡Tú cuenta, cada día dos o tres coles! ¡Porque cada día llevaba los fardos bien llenos! ¿Y tú? ¡Como un asno que te roban delante de tus narices! ¡Eso no se lo perdono! ¡Mira cómo nos paga después de lo que hemos hecho por ella! !Como si no tuviéramos suficiente ya con los otros ladrones!
-Los otros se hacen ricos a nuestra costa. Ella sobrevive como puede, pobre mujer. Si se gana algo más que con los caracoles, que le sea bienvenido – añadió mi padre.
Es la última cosa que oí, ya que subí a la habitación.

Con el paso de los días llegó el buen tiempo y las vicisitudes de aquel invierno, el peor en muchos años, según mi abuelo, terminaron.
Veía a la señora María de los caracoles por los campos de lechugas, de tomates, y también por los márgenes, que era donde recogía mayor cantidad de caracolines. Siempre iba a su encuentro y me contaba cosas de su vida y de los caracoles. Sabía muchas cosas de los caracoles. También la veía hablar con mi padre y mi abuelo cuando se encontraban en el campo, pero ya no venía por casa.
Una noche de verano, la pobre mujer llegó sin aliento a nuestra casa, alertándonos que había visto dos carros y tres hombres en los campos de lechugas y que nos estaban robando el género. Mi padre y mi abuelo cogieron un par de horcas y con los perros bajaron hacia los campos a ver si podían ahuyentar a los ladrones. Pude oír que mi madre comentó entre dientes, a modo de sorna, “¡que debería estar haciendo ella para verles!”, y se fue dentro de la casa. La señora María se sentó en una de las escaleras del portal resoplando por el cansancio. Mi hermana mayor le trajo un vaso de agua y junto con mi hermano se sentaron en el portal con ella. Yo era un alma más inquieta y me roía la curiosidad por dentro de saber lo que estaría pasando en los campos. Así que, a pesar de ser de noche, empecé a andar por el camino; en una de las curvas donde tenía buena visibilidad me paré. Podía ver las siluetas de cinco hombres que forcejeaban, aunque no distinguía quién era quién. Los perros corrían a su alrededor ladrando y gimiendo sin parar. Dos carros de caballos estaban un poco apartados. Pude ver como dos hombres de la casa más próxima a la nuestra se acercaron corriendo al grupo, supongo que alertados por los gritos y los alaridos. El grupo fue arrimándose hacia los dos carros. Los caballos empezaron a trotar. Vi cuatro hombres de pie, como consolándose y los perros correteando a su alrededor, ya más calmados.
A la mañana siguiente mi padre estaba impaciente por comprobar el resultado del robo. Vino contento al mediodía. Parece ser que los ladrones no tuvieron mucho tiempo para cargar su botín en los carros y habían dejado la mercancía en el suelo, con lo cual lo podríamos vender en el mercado.
Después de esto no volvimos a ver a la señora María, así que con mis hermanos decidimos montar una expedición hasta su cabaña. Cuando llegamos, la puerta estaba cerrada. Por las paredes había cientos de caracoles de todas clases y tamaños, por la rendija de la ventana se apilaban a montones, como si se hubieran puesto de acuerdo en liberarse de su prisión. Los conejos estaban en sus jaulas, con mirada asustadiza, se acercaban a la puerta y la mordían rechinando los dientes, emitían un grito agudo y lastimero y pateaban sus patas traseras, pero como si no tuvieran energía.
Fuimos corriendo para alertar a nuestro padre que la señora María de los caracoles se había marchado, que los caracoles se habían escapado y que los conejos estaban muy raros o enfermos. Dejó lo que estaba haciendo y nos marchamos hacia la cabaña. Mi padre inspeccionó los alrededores y nos ordenó que diéramos hierbas a los conejos mientras él intentaba abrir la ventana por la rendija donde los caracoles habían conseguido su libertad. Cuando lo consiguió, nos mandó regresar a casa, todo lo deprisa que pudiéramos, con un recado para mi madre: que fuera al pueblo a buscar al doctor y lo enviara venir a la cabaña. No preguntamos ni rechistamos.
Esta tarde supimos que la señora María había muerto hacía días. Le había fallado el corazón.

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