LA SEXTA NOCHE – Mª Carmen Lara Maiz

Por Mª Carmen Lara Maiz

Hay siete noches en la existencia de toda persona que cambian su vida para siempre. De estás hubo muchas para Román y Lucía, aunque la penúltima de ellas, los transformó para siempre. Lucía nació rezagada, su madre se creía seca, cuando empezaron los dolores de parto pensó que un mal sin nombre, había venido para llevársela. Estaba poniéndose en paz con Dios cuando el instinto, quizás, la hizo llevarse las manos a la entrepierna.

El tres de agosto de aquel año, el calor azotaba con fuerza la localidad. Había sido un año especialmente seco, los campos ardían sin dar tregua y los animales caían fulminados por la falta de agua. Los Alborozo tenían un huerto, dos cerdos, una vaca y doce gallinas ponedoras. La noche anterior había sido sofocante y Román se levantó temprano para ir al establo y refrescar a los animales; era raro el día que no aparecía alguna gallina tiesa.

El mayor de los hermanos Alborozo se había casado hacía unos años, pero la culpa de haber dejado a Lucía sola no le permitía pasar un día sin ir a visitarla.
– Hoy tendrás que abrir tú la tienda, temo que con este calor haya que lamentar la muerte de otra gallina. Le dijo Román a su mujer. Ambos regentaban un pequeño colmado que Mercedes había heredado de sus padres.
– No te preocupes, así estarás tranquilo hasta la noche y además había pensado que Lucía pase el día con nosotros, hay unas recetas que quiero probar con ella y varias prendas de ropa para enseñarle.

Román marchó cabizbajo, apenas levantaba los pies del suelo. Mercedes lo observaba a través de la ventana y sentía una pena profunda por su marido.
Al llegar la puerta estaba abierta; Román la empujó y entró a la casa, halló los cuerpos de sus padres muertos con los ojos comidos por las gallinas. Aquella madrugada, Lucio Alborozo se había pasado con los golpes y con el vino; la madre murió en el acto; estaba en un charco de sangre con la cabeza abierta. El padre se durmió a su lado y al ser consciente de lo que había hecho, se cortó el cuello con un cuchillo de desollar conejos. Román estuvo horas sentado junto a los cuerpos hasta que Mercedes extrañada por su tardanza fue a buscarlo.
La puerta aún abierta dejó al descubierto el pasillo de la casa que llevaba al salón; el hedor que de allí salía la hizo pararse justo en el zaguán, desde donde pudo ver parte de la escena. Como pudo se recompuso, atendió a Román y se prepararon para lo que venía.

Los cadáveres fueron velados en la casa, en el dormitorio que habían compartido cuarenta años, a la espera de ser metidos en la caja para darles sepultura. Todo el pueblo fue pasando para cumplir con la familia, uno a uno y beso a beso, Román y su esposa agradecieron las muestras de cariño. Nadie se percató de que la pequeña Lucía no estaba. De allí partiría la comitiva fúnebre al cementerio y en esas estaba el acto cuando Román, al leer la esquela que habría de publicarse, estalló en una sonora carcajada, que hizo estremecerse a todo el mundo que allí se encontraba para dar el último adiós a sus vecinos y por qué no, comprobar si el estado de los cuerpos correspondía con la versión que de su muerte se había dado:
“…para siempre juntos los restos de estos vecinos que vivieron el uno para el otro, por el amor que en vida se profesaron y que al cuidado de sus hijos vivieron … en la ciudad que los vio nacer …”

Desde muy niño, Román odiaba el ritual de la muerte, su padre lo obligó a besar el rostro helado de su abuelo muerto. Sentía un pavor irremediable ante aquel espectáculo y nada le horrorizaba más que estar cerca de un cadáver.

Él solo los amortajó. La cabeza de la madre estaba tan reventada por los golpes que incluso tuvo que recoger parte de sus sesos pegados en la pared; con una palangana y agua caliente le lavó el pelo, le colocó cada cabello de forma estratégica para ocultar los golpes. La cara estaba intacta. La apertura del cráneo dejó salir la sangre, y eso había evitado un escandaloso derrame; del suelo la limpió fácil, pero el olor del último acto en aquella obra, quedó en su memoria para siempre. Olía a hierro mezclado con flores frescas y con el plástico recalentado que envolvía las coronas.

El aspecto del cadáver del padre no era el más adecuado para ser expuesto. Román lo estaba ajusticiando; exhibir su cadáver y que todos pudieran contemplar la muerte de aquel animal, fue lo más parecido a un juicio justo que se le ocurrió. La exposición de su madre fue un daño colateral, que asumió con amargura; trató su cuerpo con cariño y dulzura: “mucho ha sido tu sufrimiento, madre, me trajiste al mundo sola, y ahora yo te preparo para que descanses eternamente; vete tranquila, estaremos bien; prometo encontrar un sentido a tu vida. Te quiero mamá”

Con su padre fue diferente, si hubiera podido lo hubiera incinerado en el horno de quemar las bestias. Pero tenía que aguantar con el engaño hasta el final, es lo que su madre hubiera querido y por lo que tanto sufrió, para que aquel espanto no saliera de los muros de su casa. “Aquí te tengo hijo de puta, mal nacido, ojalá que ardas en el infierno, ojalá no hubieras nacido, ojalá…”. Ahogó el último ojalá; “ahora te vas a ver expuesto, pedazo de cabrón, vas a estar ahí para que quien quiera te vea, te toque e incluso te babeé la cara …Van a pasar a verte los vivos, los que se quedan, mientras que tú te pudres en el agujero del que nunca debiste salir” Inmerso en esos pensamientos, buscaba la forma de tapar el corte del cuello, le ató muy fuerte un cordel al cogote que a su vez tapó con la tirilla de una camisa, rodeada por una corbata. Las marcas de la cara eran demasiado evidentes, le ciñó todo lo que pudo el sombrero negro de ala ancha, que de niño no lo dejaba tocar. “Ahí tienes tu sombrero, maldito seas, una y mil veces, maldito seas”.

Llegaron flores, ramos y coronas. Mujeres sentadas alrededor del finado matrimonio rezaban el rosario y pedían por la salvación de sus almas. Román pensó que no había nada más humillante para una persona que la exposición de su muerte y de todas formas: “Dios es el único que me podrá perdonar o no llegado el momento, así que me las veré con él cuando proceda”.

 

Llegó a la casa un día después, se echó en la cama vencido por el cansancio y sintió como algo le rozaba la cara; creyó que soñaba. Abrió los ojos y allí estaba Lucía, acariciándolo sin saber cómo darle la noticia:
Papá ha matado a mamá y luego se ha cortado el cuello.

“Aquí yacen Lucio de Alborozo y Angustias Payarés, a quién pueda Dios, tenga en su gloria.”

 

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